Traigo tantas cosas conmigo al regresar del Monasterio de Santa María de las Escalonias que necesitaría cientos de blogs para expresarlas. ¿Cuál exponer aquí y ahora como muestra de la experiencia? Elijo una aparentemente simple y a medio camino entre lo material y lo espiritual: ¡ver la bóveda celeste en su absoluta magnificencia!.
Para desplazarse desde la hospedería del Monasterio a su Capilla hay que recorrer un corto trecho entre naranjales y la arboleda que lo rodean. Cada día, a las 04:10 de la mañana, lo he transitado con sosiego para llegar con antelación -la justa para realizar una breve meditación- a la primera de las oraciones de la jornada: Vigilia, a las 04:30. Sin embargo, nunca he logrado completar el trayecto de un tirón. Por una voluntad casi ajena, mis pasos se han detenido siempre unos pocos minutos subyugados por el influjo de un firmamento que, despejado por el verano y limpio de contaminación lumínica por la lejanía de cualquier núcleo urbano, brillaba en todo su fulgor e invitaba rabiosamente a su contemplación. Y absorto en ella, he constatado como su visión engrandece tanto como empequeñece.
Engrandece, porque su fuerza trasmite la noción clara de que esa infinitud es igualmente la mía; que como habitante de un humilde planeta de un modesto sistema solar no soy un cero a la izquierda, sino parte activa y consciente de semejante obra de arte. Comprendo y asumo entonces, por vías que no son las del intelecto, que siendo Creación también soy Creador; y que Creador y Creación se fusionan en la célula más minúscula, en la constelación más mayúscula y en mi propio ser.
Y empequeñece, porque la grandiosidad del espacio relativiza -ridiculiza- anhelos y recelos, deseos y pesares, ambiciones y frustraciones. ¡Qué absurdas se antojan las ocupaciones y preocupaciones que colapsan nuestra existencia cuando se filtran por la percepción del cielo henchido de estrellas! Y esa relatividad me hace más libre y ligero, me integra en la tierra que piso, me eleva hacia el firmamento que observo y me vuelca rotundamente en la Unidad a la que pertenezco.
Finalmente, al reemprender el camino, pienso para mis adentros que distinto sería el mundo y cada ser humano si nosotros mismos -nuestra civilización, con su desarrollo, su urbanización y su tecnología- no nos hubiéramos privado de esta experiencia -tan sencilla y tan sublime- cada noche y amanecer de nuestra vida. ¡Qué terrible mutilación vital! Y lamento de corazón que nuestros niños crezcan no sólo sin haber visto una vaca, sino sin haber contemplado nunca en todo su esplendor la bóveda celeste que constantemente tienen sobre sus cabezas. Y a la que, tremenda contradicción, enviamos sin parar ingenios espaciales con el fin, dicen, de conocerla mejor.
Sentado ya en la Capilla, inicio la meditación limpiando de mi mente un grito que me martillea las sienes: ¡civilización ciega!, ¡civilización ciega!, ¡civilización ciega!.
(A José Antonio Muñoz, para que proporcione a su hijo la luz de las estrellas)
Para desplazarse desde la hospedería del Monasterio a su Capilla hay que recorrer un corto trecho entre naranjales y la arboleda que lo rodean. Cada día, a las 04:10 de la mañana, lo he transitado con sosiego para llegar con antelación -la justa para realizar una breve meditación- a la primera de las oraciones de la jornada: Vigilia, a las 04:30. Sin embargo, nunca he logrado completar el trayecto de un tirón. Por una voluntad casi ajena, mis pasos se han detenido siempre unos pocos minutos subyugados por el influjo de un firmamento que, despejado por el verano y limpio de contaminación lumínica por la lejanía de cualquier núcleo urbano, brillaba en todo su fulgor e invitaba rabiosamente a su contemplación. Y absorto en ella, he constatado como su visión engrandece tanto como empequeñece.
Engrandece, porque su fuerza trasmite la noción clara de que esa infinitud es igualmente la mía; que como habitante de un humilde planeta de un modesto sistema solar no soy un cero a la izquierda, sino parte activa y consciente de semejante obra de arte. Comprendo y asumo entonces, por vías que no son las del intelecto, que siendo Creación también soy Creador; y que Creador y Creación se fusionan en la célula más minúscula, en la constelación más mayúscula y en mi propio ser.
Y empequeñece, porque la grandiosidad del espacio relativiza -ridiculiza- anhelos y recelos, deseos y pesares, ambiciones y frustraciones. ¡Qué absurdas se antojan las ocupaciones y preocupaciones que colapsan nuestra existencia cuando se filtran por la percepción del cielo henchido de estrellas! Y esa relatividad me hace más libre y ligero, me integra en la tierra que piso, me eleva hacia el firmamento que observo y me vuelca rotundamente en la Unidad a la que pertenezco.
Finalmente, al reemprender el camino, pienso para mis adentros que distinto sería el mundo y cada ser humano si nosotros mismos -nuestra civilización, con su desarrollo, su urbanización y su tecnología- no nos hubiéramos privado de esta experiencia -tan sencilla y tan sublime- cada noche y amanecer de nuestra vida. ¡Qué terrible mutilación vital! Y lamento de corazón que nuestros niños crezcan no sólo sin haber visto una vaca, sino sin haber contemplado nunca en todo su esplendor la bóveda celeste que constantemente tienen sobre sus cabezas. Y a la que, tremenda contradicción, enviamos sin parar ingenios espaciales con el fin, dicen, de conocerla mejor.
Sentado ya en la Capilla, inicio la meditación limpiando de mi mente un grito que me martillea las sienes: ¡civilización ciega!, ¡civilización ciega!, ¡civilización ciega!.
(A José Antonio Muñoz, para que proporcione a su hijo la luz de las estrellas)
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.