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CARMEN
Amanece despacio en la campiña escarchada y el viento sopla con un frío aterrador. Otro día más para aguantar el hambre y la necesidad, para aguantar el frío y el peso infinito del vientre. Otro día más sin saber cómo hacer para dar de comer a sus hijos pues ni siquiera tiene cartilla de racionamiento; se la han negado y no tiene dinero para conseguir comida de extraperlo. Otro día más trabajando catorce horas en el campo. Otro día más para mirarse en los ojos de su compañero, tan tristes, tan lejanos, tan vacíos...
Mirar sus ojos y saber lo que piensa es lo que más le duele; saber que se siente impotente para llevar el pan a la casa porque no depende de sus ganas de trabajar ni de su esfuerzo si no del deseo del amo; sentirse señalado por el dedo acusador del criminal que lo exprime y lo atormenta, que lo llena de miedo porque puede hacer daño a lo único que tiene que son sus hijos. Su dolor e impotencia ante el tirano que lo patea y lo insulta y, lo que más le duele, que se mofen en su cara preguntándole por su padre y sus hermanos sabiendo a la perfección ellos mismos dónde están porque son ellos mismos los que apretaron el gatillo y los cubrieron de tierra en cualquier cruce de caminos, quizá en la tierra fuera del cementerio, sin darles el alivio de un entierro digno, sin entregar el cuerpo a su familia para que los lloren, sin un lugar al que acudir a rezar una oración. Esa fue la crueldad que cometieron con los suyos; su madre no tiene donde llorar a su padre y a sus dos hermanos menores. Su vieja madre que ya no tiene lágrimas que derramar y deambula como las locas por los caminos del pueblo buscando una señal donde escarbar y encontrar la gusanera en que convirtieron a la carne de su vientre y de su vida. A los suyos los mataron los que llegaron después por apoyar un régimen político legalmente constituido y por defender a los jornaleros de su pueblo de la esclavitud del terrateniente. Ellos nunca hicieron daño a nadie; su padre tenía una reata de mulas para arar por su cuenta las tierras de los otros trabajando de sol a sol, nunca se metió en política pero estaba a gusto con el nuevo gobierno. Sólo eso, sólo hizo eso...
¿Qué, dónde andan los tuyos?¿todavía no han bajado del monte?. Espéralos que cualquier día volverán...
Y la risa estruendosa e irónica de los capataces y del resto de la cuadrilla. A éstos últimos le perdona las risas porque sabe que se ríen por no llorar, se ríen porque no les queda más remedio que hacerlo si no quieren verse en la plaza del pueblo mendigando trabajo y sujetando las tapias de la iglesia mientras el patrón escoge a quien dar trabajo por la mañana.
Siempre la misma forma de humillarlos, de hacerlos sentir miserables, de hacerles ver que él es el que manda, el dueño de sus vidas y de sus estómagos. El patrón llega a la plaza donde se concentran los jornaleros del pueblo y lentamente saca un pañuelo de su bolsillo haciendo una señal para que se acerquen a él y elige a los que se llevará al tajo ese día.
tú sí, tú no, tú sí, tú no...
Así, como el que desecha un trapo se elige al que hoy comerá pan y, con suerte, un puchero de tocino añejo con cuatro garbanzos. El que no es elegido se traga la amargura y las lágrimas y sale al campo a buscar espárragos, tagarninas, algarrobas, bellotas... lo que sea para apagar el hambre de los suyos. Pero con cuidado, mucho cuidado, porque están los guardas del rico para que no puedan entrar en sus tierras y recoger lo que les aplaque el hambre, y tienen el tiro fácil; si matan a un desgraciado que roba para comer no tienen que pagar con prisión ni dar más explicaciones que las justas; ellos defienden las tierras del señorito y los desgraciados vienen a robarle; justa muerte hayan tenido. Les dan las gracias y los hacen sentir importantes ¡pobres desgraciados que ni siquiera saben lo que hacen porque no tienen más luces que las del día!, por haber eliminado algo más de escoria en su sociedad limpia y ordenada.
Carmen ve desde la ventana de la casa cómo su hombre retuerce nervioso, con una ansiedad que le sale por los poros de la piel, la gorra entre las manos llenas de callos, con la mirada baja y los hombros hundidos, esperando la señal del pañuelo que le de pie para acercarse e irse a trabajar. Mientras, ella bautiza con agua la tacita de leche que le ha dado su madre y la estira para dar el desayuno a sus tres hijos. Busca el mendrugo de pan que convertirá en sopas para los niños mientras hierve la cáscara seca de una naranja con unas semillas de matalauva; ese será su desayuno hoy, da gracias por ello porque otros días no hay nada, ni para sus hijos ni para ellos.
Juan encendió la chimenea al levantarse; unas pocas támaras, porque ni siquiera son troncos, de olivo secos que consiguió traerse ayer, calienta la pequeña cocina a la que da una sola habitación dividida en dos con una sábana. Pegada a la ventana que nunca consigue cerrarse del todo, está la cama del matrimonio y a los pies una cómoda de seis cajones y tapa de mármol que le regaló el padre de su marido cuando se casaron; tras la cortina hay un jergón grande relleno de farfolla de maíz que hace las veces de cama para sus tres hijos pequeños y que suena en la madrugada cada vez que uno de sus hijos se mueve.
Carmen los mira triste mientras se ajusta el viejo pantalón de su marido y envuelve sus rodillas con trapos para evitar que los terrones, las piedras y el frío le hagan daño cuando se arrodille a recoger la aceituna caída. Se pregunta qué futuro pueden tener sus hijos si tan pequeños ya están tocados con el dedo de la desgracia; si cargan con el estigma del paria, si tienen una cuenta pendiente de saldar que ni siquiera es suya.
Se palpa la tripa y sabe que vienen dos más, lo sabe porque, en el silencio de la noche, siente latir los dos corazoncitos en las entrañas y en las sienes, en cada gota de su sangre. Se palpa la tripa con distancia porque no quiere querer, no puede permitirse desear y amar lo que tiene en el vientre, mientras ajenos a los pensamientos de la madre, los chiquitines se rebullen entre sus tripas haciéndole montañitas en la panza.
Ella no quería preñarse de nuevo pero... se quieren; ellos se necesitan tanto, se quieren tanto... no pudieron evitarlo... y lloró, lloró como nunca había llorado cuando supo que estaba en estado. Quería mal parir, abortar, morirse. Su madre evitó que la carnicera del pueblo se los quitara; su madre se quitó uno y estuvo a punto de morir de la hemorragia y, después, de la infección que la falta de higiene le produjo.
Mejor espera, Carmen. A lo mejor viene la niña, espera a ver si yo puedo ayudarte, hija mía.
Pero su madre no podía ayudarla porque su padre estaba encerrado en la prisión de Jaén y, lo poco que sacaba quitándoles la mierda a las señoritas del pueblo, lo invertía en pagarse los viajes desde el pueblo a la capital para ver a su hombre.
Carmen sufría hasta pudrirse por su padre, por su madre pero... sufría mucho más por sus hijos, por su compañero, por ella misma y por las criaturas que venían.
Terminó de apañarse la ropa de faena y se sentó en una silla a mirar a sus hijos todavía dormidos con la taza de agua de naranja y matalauva caliente entre las manos. Sorbo a sorbo tragaba lágrimas frías y agua hirviendo. ¿Qué hacer con los pequeños?, aunque ya tenía la respuesta que le daba tormento y descanso, no podía dejar de pensar que, después, su vida ya no sería vida... ya no sería nada.
Tenía el tiempo justo de levantar a las criaturas y darles el desayuno, coger la esportilla e irse a la plaza con el resto de mujeres de la cuadrilla para irse al tajo.
Ella sabía que hoy vendrían porque la base de su columna parecía estirarse hacia atrás y la parte baja de su pelvis la avisaba de su llegada doliendo con punzadas frías de vez en cuando. Aún no había contracciones pero ya había parido a tres y sabía que cada parto era distinto y podía presentarse en cualquier momento.
Besó a sus hijos y rió con ellos como si los problemas no existieran y su mundo fuese perfecto. Sí, era perfecto en cantidad de amor que en aquella casa lo inundaba todo. Sus hijos tenían que ser ajenos a tanto dolor e inventaba para ellos fantasías, juegos envueltos en risas que llenaban la pequeña cocina y la reconfortaban de tanta angustia.
Carmen abrazaba a sus hijos y los olía como una perra huele a sus cachorros para constatar que son los suyos; sus hijos olían a la mezcla del olor de su marido y del de ella misma; olían a su casa, a su camada, a su aliento... a caramelo de azúcar tostado... a inocencia pura.
Los vio desayunar y los abrigó para mandarlos a la escuela; ya no los vería hasta la noche y le gustaba acordarse del momento en que le decían adiós con la mano en la plaza del pueblo, así el día parecía más corto hasta que volvía a olerlos de nuevo.
Carmen se fue al campo aquella mañana y las contracciones de parto llegaron alrededor del medio día. Sabía que tenía que volver a la casa antes de que las criaturas nacieran en mitad de los olivos.
Antonio, el de Elvira, la miró a los ojos cuando se dio cuenta de que estaba de parto y le señaló la mula con un movimiento de cabeza. Carmen se dejó ayudar para subirse al animal y pasó el camino hasta su casa rezando y mordiéndose los labios para no llorar, para no gritar mientras se le desgarraban las entrañas.
Su madre vino a asistirla cuando Antonio la llamó pero Carmen le pidió entre sollozos que se marchara, que quería parir sola. La madre entendió a la primera mirada de la hija lo que estaba ocurriendo y después de abrazar a la mujer salió de la casucha arrastrando los pies lentamente y disimulando ante los vecinos con los que se cruzaba la puñalada mortal que le estaba propinando la vida.
Carmen se tumbó en la cama y ahogó los gritos de dolor con un trapo entre los dientes; parió sola en aquella cama llena de amor, ternura y necesidad, con aquella ventana que no cerraba bien y que dejaba entrar el frío a bocanadas como un cuchillo afilado.
Fueron dos varones sanos y hermosos a los que lamió como un animal y cubrió de besos y lágrimas mientras sacaba las sábanas de uno de los cajones de la cómoda y lo dejaba vacío. Se arrastró al pequeño patio y trajo un cubo de zinc lleno de agua helada en donde ahogó sus sueños, su futuro, su felicidad, su vida y a sus hijos con sus propias manos. Después los envolvió a cada uno en una sábana blanca y limpia y los colocó dentro del cajón vacío.
Carmen volvió a acostarse mientras deseaba la muerte para ella y la vida para sus hijos muertos, pero sabía que no podía ser, que se le hubiesen muerto de hambre, que no podría sacarlos adelante sin quitarle a los tres que ya tenía el derecho a vivir; si los otros tres sólo comían una vez al día con un poco de suerte ¿cómo iba a dar de comer a dos más?.
Su marido regresó al caer la noche, no hizo falta preguntar nada ni hablar nada, Carmen no podía apartar la mirada del cajón superior de la cómoda. Se acercó hasta ella y la abrazó muy fuerte, lloró con ella la muerte de sus hijos y llamó al cura para preparar el entierro de los chiquillos al día siguiente. Carmen veló en silencio y con los ojos ardiendo la carne de su carne durante toda la noche y, después de enterrar su alma, cuando volvió del cementerio, se vistió la ropa de faena y se marchó al tajo a seguir recogiendo aceitunas para dar de comer a sus hijos.
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+Manuela (20 de abril)
magnífico, enhorabuena!
ResponderEliminarSi, señor, un texto pleno de todo.
ResponderEliminarEsteban
¡Un relato bellísimo y lleno de sensibilidad, pero tremendo, de haber sido cierto! Y si tan sólo es literatura, da igual: tragedias como esas han existido en la realidad. ¡Enhorabuena, Teresa!
ResponderEliminarFiel retrato de las penurias pasadas del campesino andaluz. Lástima que muchos coincidamos y no dudemos en que la ficción nunca estuvo tan cerca de la realidad.
ResponderEliminarFelicitaciones Teresa.