Arpas Eternas se encuentra entre los llamados “Libros Revelados”. Y es uno de los más importantes de los últimos tiempos. Fue editado 20 años antes de lo publicado sobre los Manuscritos de Qumram y el contenido de ambos es, en lo esencial, coincidente, aunque Arpas Eternas es más rico en detalles y datos. De su amplio contenido, Pepe Navajas, editor de Ituci Siglo XXI y amigo del Blog, ha seleccionado una serie de pasajes que todos los miércoles pone a nuestra disposición.
1. Profecía del Maestro Jesús referida a estos tiempos (ver entrada publicada el pasado 19 de febrero)
2. Encuentro entre Jesús y Juan el Bautista siendo niños (24 de febrero)
3. Jesús y Juan el Bautista, siendo niños, oran en un templo esenio (3 de marzo)
4. Profecía de Jesús a Vercia, la druidesa gala (10 de marzo)
5. La inquietud compartida entre Vercia, Nebai y Mágdalo (24 de marzo)
6. Muerte de Juan el Bautista y lectura de su testamento (31 de marzo)
7. El prendimiento de Jesús (1/2) (7 de abril)
8. El prendimiento de Jesús (2/2) (14 de abril)
9. Jhasua ante sus jueces (1/2) (21 de abril)
10. Jhasua ante sus jueces (2/2) (28 de abril)
11. Gólgota (1/2) (5 de mayo)
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11. Gólgota (2/2)
"¡Si él ha devuelto la vida a los muertos y curado leprosos y ciegos de nacimiento... es el Mesías anunciado por los Profetas!... ¡El no puede morir!, no morirá jamás, porque Jehová mandará sus ángeles que le arranquen de sus verdugos". Todos estos comentarios hacía a gritos la multitud, corriendo hacia el Monte de las Calaveras, donde esperaban presenciar el más estupendo do los prodigios del Cristo. Cuando el primer grupo de nuestros amigos galileos dio vuelta el recodo de un árido barranco cubierto de ramas secas, se les presentó como pintado sobre la negrura del ciclo tormentoso, el más terrible cuadro que pudieran presenciar sus ojos: Jhasua, el dulce Maestro a quien venían buscando, suspendido de un madero en cruz en la cúspide del monte, entre dos ajusticiados que debían morir con El. Juan y Boanerges se apoyaron uno en otro para no caer de bruces sobre el polvoriento camino.
María de Mágdalo se estremeció toda, en una violenta sacudida y casi la tiró a tierra.
—¡Señor!...- gritó con suprema desesperación y echó a correr nuevamente como si un vértigo de locura se hubiera apoderado de ella. Subió jadeante la montaña da la tragedia, y fue a caer como un harapo al pie del madero donde iban cayendo lentamente hilos de sangre de los pies y manos del Mártir.
Judá y Longhinos como dos estatuas ecuestres, con la faz contraída por el dolor presenciaban aquel cuadro imposible de describir. Las mujeres lloraban y rezaban. (…)
(…) De pronto vieron con espanto que las colinas adyacentes ardían en rojas llamaradas. Cada cúspide parecía el cráter de un volcán. Y una especie de fantasma vestido de flotantes velos rojos, corría de un fuego a otro arrojando combustible, más y más en las hogueras ardientes. Era Vercia,
—¡Cobardes asesinos!—les gritó con fuerza a fin de hacerse oír entre el fragor de la tormenta y el chocar de las rocas que se desmoronaban por los flancos de las montañas. ¡Cobardes asesinos!. . . ¡quietos ahí! ¡Para que caiga como una eterna maldición sobre vosotros el último aliento del Hijo de Dios que habéis asesinado!-.
Allí iban a verle morir, Melchor de Horeb, Simónides, Gaspar el hindú, Filón de Alejandría, Elcana y Sarah, Josías, Eleázar y Alfeo, cuya ancianidad avanzada les imposibilitaba hacer a pie el penoso camino de barrancos y matorrales que conducía al Monte de las Calaveras.
Los cuatro amigos doctores habían corrido como enloquecidos, buscando a los miembros del Sanhedrin que quedaron sin aviso del juicio que se realizaba, con la esperanza de formar mayoría y anular la sentencia de muerte dada contra el Justo, aunque esto fuera a última hora. Pero sufrieron la decepción de la cobardía en casi todos ellos, que mirando más la propia conveniencia que la vida del prójimo, no tuvieron el valor de ponerse frente al pontífice Caifás ni a los jueces, doctores y sacerdotes, que habían condenado al Profeta de Dios.
—Nosotros no le hemos condenado—, contestaban cobardemente. -¡Allá ellos con esa muerte!-.
—Pero vuestra cobardía os hace cómplices del delito—, les dijo José de Arimathea.
—Al negaros a intervenir—añadió Nicodemus—dejáis el campo libre para que el crimen sea consumado-.
—Levantaré contra vosotros—, gritó fuera de sí Gamaliel—a toda la juventud del Gran Colegio, que os arrojarán en las aulas las tablillas a la cabeza y os gritarán: ¡No queremos verdugos ni asesinos para maestros!.
Estos cuatro llegaron a la montaña de la tragedia, cuando el Mártir llevaba ya una hora suspendido en la cruz. Tanto ellos, como la triste procesión de los ancianos, se vieron en grandes dificultades para llegar al pie de la montaña, debido a los enormes trozos de rocas y de tierra que el terremoto había arrojado sobre todos los senderos que conducían a ella.
Era la madre del Mártir, el imán que atraía a todos sus amigos y discípulos. Y la dulce mujer sentada sobre una roca, con la mirada fija en su hijo, parecía no darse cuenta de que era el centro de toda la piedad y de todo el amor, de los que amaron al Cristo por encima de todas las cosas.
La voz doliente del Maestro exhaló un gemido como un sollozo para decir:
-¡Perdónalos, Padre, porque no saben lo que hacen!-
Algunas voces amigas clamaban entre sollozos:
— ¡Hijo de Dios!. . . ¡Mesías de Israel!. . . ¡Acuérdate de mí cuando estés en tu Reino!...
—¡Llévanos Señor contigo!... ¡No queremos la vida sin ti!...
Un jinete de turbante y manto blanco se apeó al pie de la montaña y fue a caer de rodillas en lo alto de la explanada donde habían levantado los cadalsos. Levantó su mirada a los dedos y luego sus ojos negros y profundos se posaron con infinita angustia en aquel rostro amado, en el cual ya aparecían las huellas de la muerte. Era el Scheiff Ilderín que acababa de llegar de Jericó, adonde le llevaron la terrible noticia, cuando se disponía a entrar con sus valientes jinetes árabes para proclamar al Ungido del Señor como Rey de Israel.
Los que estaban más próximos al divino Mártir le oyeron decir:
—¡Padre mío!... ¡Recibe mi espíritu! Todo fue consumado-.
La hermosa cabeza sin vida se inclinó y recién entonces, Judá, Faqui, Ilderin, Simónides, sus discípulos, amigos y pueblo, comprendieron que ya no tenían nada que esperar. (…) Entonces se desató como un huracán el furor de Judá, de Faqui, de Ilderin, de Vercia, que había subido con los suyos con hachones ardientes para iluminar las tinieblas. Con los pilus o lanzas, con jabalinas, con látigos, hicieron rodar montaña abajo las literas de púrpura y oro de los magnates del Templo.
—¡Fuera de aquí, lobos hambrientos!... ¡Atrás vampiros, mercaderes del Templo, antes que haga aquí una carnicería con todos vosotros! —gritaba enfurecido Judá.
Las mitras, las tiaras, los tricornios brillantes de pedrería salían volando, mientras sus dueños a saltos bajaban la montaña como lebreles, acobardados a la vista de los leopardos. Sus esclavos huían despavoridos ante el jinete del turbante blanco y el Centurión del caballo retinto que no daban tregua a los que poco antes vociferaban con burlas soeces y salvajes gritos.
—¡Ya no está El para verme!... —gritaba como enloquecido Judá—. ¡Sus ojos están cerrados y no me imponen silencio!... ¡Fuera de aquí malvados!... ¡Ahora soy yo la justicia de Dios para acabar con todos vosotros!...
Vercia
Cuando solo quedaban en el recinto de la tragedia los familiares, discípulos y amigos, Judá se quitó el casco, coraza y cota de mallas y lo entregó a Longhinos diciéndole: -Dirás al Gobernador que he terminado mi papel de militar-. Longhinos le saludó militarmente y al frente de las fuerzas, bajó la colina ennegrecida de sombras pensando: "El Gobierno romano y el Sanhedrin judío, se hundirán en igual abismo, por que unidos ajusticiaron a un Dios encarnado, superior a los dioses del Olimpo".
El príncipe Judá acercó entonces su caballo al cadalso del Cristo y poniéndose de pie sobre la montura, unió su cabeza trastornada, con aquella otra cabeza ya sin vida y rompió a llorar a grandes sollozos que despertaron ecos en los huecos de la montaña y en los corazones que le escuchaban...
—¡Jhasua!... ¡amigo mío!, ¡mi Rey de Israel!... ¡mi sueño de toda la vida!... ¡Hoy moriré también contigo porque no quiero, no!, ¡ni un día más de vida en esta tierra de crimen y de infamia!...
Faqui vio brillar en su diestra un pequeño puñal y de un salto subió al caballo y le tomó fuertemente la muñeca, mientras le decía:
—¡Judá, amigo mío!... ¿No sabes que el Hijo de Dios no ha muerto, ni puede morir jamás? Ahora más que nunca debemos vivir por El y para El; para que su nombre se esparza como reguero de estrellas sobre toda la tierra-.
Un temblor nervioso se apoderó de Judá que sintiendo que todas sus fuerzas le abandonaban, se dejó caer en los brazos de Faqui y unos momentos después, el noble y valiente príncipe Judá se hallaba tendido sobre una manta al pie del patíbulo en que había muerto su Rey de Israel. La violenta crisis le produjo un pesado letargo. (…) … José de Arimathea y Nicodemus habían vuelto a la ciudad a pedir al Gobernador el permiso necesario para bajar al Maestro del madero y darle sepultura esa misma noche, en vista de que al siguiente día no permitía
Obtenido el permiso, los hombres más jóvenes y fuertes procedieron a desclavar aquel amado cuerpo que tantas fatigas había sufrido por consolar a sus semejantes.
Melchor y Gaspar previendo aquel momento, habían traído en sus literas las vendas y lienzos de lino exigidos para la inhumación.
Con los asientos de las literas en que fueron conducidos los ancianos, se formó un estrado cubierto con un blanco lienzo y allí depositaron a Jhasua muerto.
¡Myriam su madre, puesta de rodillas, pudo por fin abrazarse a la amada cabeza de su Hijo, y besar sus ojos cerrados, su frente, su boca, sus mejillas como si con el calor de sus besos quisiera inyectarle de nuevo la vida!... (…) (…) Conduciendo a su gruta sepulcral el cadáver de Jhasua, que había soñado con la igualdad humana, vemos las manos unidas de príncipes, pastores, jornaleros, doctores y hasta un esclavo: el Hach ben Faqui, el Scheiff Ilderin, Gamaliel, Nicodemus, Nico lás, Felipe, Juan, Marcos, Jacobo y Bartolomé, Othoniel, Isaías, Efraín, Gabes, Nathaniel, Shipro y Boanerges, Zebeo y dos jóvenes discípulos de Melchor. Los hombres de edad seguían el cortejo fúnebre, recitando los trenos de Jeremías, y llorando silenciosamente. Sólo el príncipe Judá no pudo seguir tras del cadáver de su Rey de Israel, porque tendido aún sobre una manta al pie del cadalso, rodeado por su madre, su esposa y sus dos hijitos, parecía luchar entre la vida y la muerte.
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