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ALICIA (1/2)
Por fin había conseguido quedarse sola en la casa. Llevaba mucho tiempo planeando aquel momento y la excusa de hoy había sido la mejor que había podido encontrar: había dicho que tenía jaqueca, cosa nada anormal pues venía sufriéndolas desde hacía más de diez años, y que prefería quedarse en la cama. Él, como siempre, no la había creído hasta que no la oyó vomitar en el baño. Ella misma se había provocado el vómito para hacer más creíble la excusa, ahora tenía la garganta hirviendo a causa de los ácidos de su estómago.
Había necesitado aquella soledad desde hacía muchos años, pero no se había dado cuenta de que realmente la necesitaba hasta que agotó todos los argumentos y excusas para no querer verla. Necesitaba, no sólo estar sola, sino desaparecer; disolverse en sí misma y dejar de pensar, dejar de desear, dejar de respirar. No podía creerse capaz de poder disfrutar de la soledad, ella que la había odiado desesperadamente, después de tantos años sintiéndola enemiga, buscando llenar los pocos huecos que tenía su tiempo con actividades y cosas inútiles, evitando tener ni un solo segundo para pensar y dar tregua a la razón, al entendimiento real y reconocer el fracaso en el que se había convertido su vida. Necesitaba pensar despacio y muy bien lo que iba a hacer. No era fácil tomar una decisión así aunque, prácticamente, hacía bastante tiempo que ya estaba tomada; estaban sus hijos, su madre, sus hermanos. No, no era fácil.
Se dirigió a la cocina y rebuscó en un estante donde guardaba el chocolate. Volvió hasta el dormitorio y cogió el tabaco y el encendedor del bolsillo de su chaqueta. A cámara lenta regresó al salón y se sentó al borde del sofá. Dejó el tabaco y la tableta de chocolate sobre la mesa junto a una jarra de agua, el bote de píldoras y un vaso. Apagó todas las luces de la casa y subió la persiana de la ventana que quedaba justo a un lado del sofá. Observó como las luces de la ciudad brillaban en la lejanía como una línea luminosa en el horizonte. El silencio invadía el interior de la vivienda y sólo se escuchaba el croar de las ranas que moraban en la vieja laguna a unos doscientos metros de la casa. Prefería escucharlas a ellas que encender el equipo de música.
Cuando algunos años atrás Fernando se empeño en trasladarlos al campo y compró aquella casa ella se negó a trasladarse por miedo a que uno de los niños pudiera salir de ella y ahogarse en la laguna. Discutió fuerte con él pero al final la convenció de que era mejor vivir en el campo asumiendo los riesgos que vivir en la ciudad con el aire envenenado por la contaminación. Llenó la casa de rejas metálicas porque ella insistía una y otra vez en su temor; aisló la casa y la aisló a ella. Había matado dos pájaros de un tiro.
Mecánicamente, con la mente en otro lugar más lejano y amable, se dirigió hasta el patio trasero del caserón y cerró la verja metálica que la separaba del campo, después, con una lentitud agotadora, se dirigió a la puerta principal y dio dos vueltas de llave en la cerradura. Se aseguró de que las ventanas de la planta superior estuviesen bajadas y que la casa quedara herméticamente cerrada. Después se dirigió al sofá y se tumbó en él con la cabeza debajo de la ventana y mirando el firmamento cuajado de estrellas ¿desde cuándo no miraba las estrellas?. Encendió un cigarrillo, aspiró hondo el humo hasta casi toser, qué más daba que produjese cáncer, ella padecía algo peor desde hacía doce años.
La luz del cigarrillo inundaba de una claridad rojiza el ambiente a cada profunda calada. Observaba muy de cerca las caras que formaba la ceniza sobre la brasa e intentaba dejar de pensar en lo que tenía que hacer, pero no podía. Quería repasar su vida y rescatar lo bueno que hubo en ella; arañar algún trozo de felicidad y fijarlo en su cerebro. Le costaba trabajo centrar alguna imagen y grabarla para dejar de pensar en lo negativo. ¿Qué había hecho por ella misma en estos doce años?. Nada. Se casó y se supeditó en cuerpo y alma a aquel hombre. Nacieron sus hijos, tal vez lo único importante que había conseguido en esos doce años, y se sentía morir de la pena cuando pensaba que ni siquiera habían nacido por decisión propia. Desde sus entrañas subía un calor que le secaba la garganta cuando pensaba en sus caritas y no podía reprimir el llanto silencioso y amargo recordando el olor de la piel de cada uno de ellos. Amaba tanto a sus hijos que no podía dejar que aquella situación siguiera amargándoles la vida. Decidió dejar de pensar, dejar la mente en blanco, no quería desaprovechar aquella deliciosa soledad, además era hora de regalarse un momento agradable. Decidió darse un baño caliente y relajante. Volvió a mirar las estrellas, azuladas y brillantes que ajenas a ella titilaban en el cielo. Le hubiese gustado poder acariciarlas.
Comenzó a desnudarse despacio, sin prisa, suavemente y siguiendo un ordenado y femenino ritual. Cuando desabrocho el sujetador volvió el rostro hacia la imagen casi irreal a causa del vapor que empañaba el cristal, que le devolvía el espejo del baño. Hacía tanto tiempo que no se miraba en el espejo que le llamaron la atención sus senos, tan blancos, tan suaves, tan breves. Sin darse cuenta llevó sus manos hasta ellos y comenzó a acariciarlos con las yemas de sus dedos, éstos estimulados por la caricia respondieron mecánicamente erizándose, ella sonrió al espejo con cierta malicia, éste, a su vez, le devolvía la imagen de una mujer de poco más de treinta años en toda su plenitud aunque ya estaba más cerca de los cuarenta que de los treinta. Los tres partos apenas habían conseguido modificar su cuerpo, tal vez sus senos perdieron la turgencia de los veinte años, tal vez ese vientre apenas abultado donde en el pasado hubo una planicie perfecta. Sí, su cuerpo seguía siendo bonito y joven, el tiempo no se había portado mal con él pero su rostro no era tan joven como su cuerpo: en él estaban las huellas de algo más que el paso de los años. Tenía unas ojeras grandes y oscuras circundando los ojos; alrededor de su boca se habían formado arrugas profundas y amargas que más parecían cicatrices y su pelo estaba pintado por cientos de hebras blancas, lleno de canas que la hacían parecer más vieja de lo que en realidad era.
Dejó de mirarse la cara al devolverle el espejo un rictus extraño en su imagen. Sintió miedo de sí misma porque no reconocía a aquella que la miraba desde el frío cristal: no sabía quién la miraba, no sabía quién era aquella mujer.
Se metió en el agua caliente sumergiéndose en ella hasta el cuello, todos los músculos de su cuerpo agradecían aquel calor reconfortante que la llenaba de calma. Volvió a acariciar sus senos bajo el agua con una caricia breve, casi casta y de nuevo volvieron a responder gratificados al tacto suave de la mujer. Una sensación sedosa y cálida subió hasta su garganta y con la otra mano fue hasta el centro de su cuerpo y la dejó acariciar, con autonomía, esa sensible parte de su ser. Rozaba su piel con mimo y le agradaba saber que sus manos volvían a ser de nuevo sus tiernas y expertas amantes, esas que nunca la chantajeaban ni le mentían después de satisfacerla. Aquellas manos que siempre habían dado sin pedir nada volvían a gratificar su soledad.
No supo cuanto tiempo estuvo adormilada en la bañera. Cuando bajó la temperatura del agua sacó el tapón y la dejó correr. Cualquier nimiedad se convertía de pronto en una metáfora que le recordaba a ella misma: veía el agua correr hacia el desagüe y pensaba en su vida. Su vida también se había ido por un desagüe hacía mucho tiempo, un desperdicio que se había perdido en un desagüe mucho más cruel que el que se llevaba el agua tibia en ese momento.
Podía recordar perfectamente el día en que había conocido al padre de sus hijos: fue mientras desayunaba con la secretaria de la empresa que ocupaba la segunda planta del edificio donde se ubicaba la agencia de transportes. Le pareció un hombre muy atractivo, educado y resuelto, a veces, hasta divertido. El ejecutivo de ventas que venía a la empresa cuatro veces al año, que invitaba a las secretarias a café y les traía algún presente en navidad, y que lo que le interesaba de verdad era vender cuanto más mejor. Siempre era amable con las chicas de administración que, al fin y al cabo, eran las que agilizaban las compras y los pagos.
Pero ella estaba enamorada hasta la médula de aquel chico sin importancia conductor en la agencia de transportes donde ella era secretaria. Se veían todos los días cuando bajaban al bar a almorzar. El chico le dirigía sonrisas tímidas llenas de promesas y ella soñaba todas las noches con él, deseando que le dijera alguna cosa, que la invitara a tomar un café y poder hablar, pero él nunca se atrevió. Entre sueño y sueño pasaron los meses, un par de años; ella nunca se atrevió a sugerirle una cita y el chico tímido un día cambió de empresa, ni siquiera se despidió y no volvió más. Perdió la oportunidad y la dejó escapar, la única que había tenido hasta aquel momento. No podía ni imaginar quién estaba detrás de aquella despedida sin adiós.
Cuando Fernando apareció de nuevo en su vida ella se dejó querer, al principio para intentar, con los celos, hacer reaccionar al chico de la agencia, y después atosigada por las atenciones de Fernando y por su propia madre que veía un futuro esplendoroso para su hija si se casaba con aquel ejecutivo de traje caro y maletín de cuero. Maldita la hora en que dijo que sí. Tanto esperó la decisión del otro hombre que al final se vio casada con aquel que le regaló una casa como un palacio y puso a sus pies un futuro lleno de monstruos. Así habían pasado los años, así como si no pasara nada, casi consiguió olvidarse del joven muchacho con el que ella pensaba debería de haberse casado.
Había poco en su vida que recordara con nitidez pero no era capaz de recordar cómo ni cuándo empezó la pesadilla en que se habían convertido aquellos doce años. Sólo podía recordar que tuvo una boda de cuento de hadas y un viaje de novios lleno de caricias y promesas. Después dejó de trabajar en la agencia cuando nació su hijo mayor porque Fernando se lo pidió, la convenció de que la necesitaban en casa él y su hijo, y ella accedió. Luego dejó de ver a sus amigos de siempre porque Fernando, que acaparaba todo su tiempo, se lo impuso. Dejó de arreglarse porque no tenía a dónde ir y porque era más cómodo estar con la cara lavada. Y dejó de relacionarse con su familia cuando Fernando comenzó a meter cizaña en contra de sus hermanos y padres, y la obligó a alejarse de ellos. Y, finalmente, tuvo dos hijos más porque Fernando la chantajeó, la sometió y la forzó. Hábilmente había conseguido que se quedase sin nadie, no tenía una sola mano a la que aferrarse porque el hombre las había retirado poco a poco de ella, Fernando se había convertido en todo su universo, toda su rutina. Ya podía estar tranquilo, lo había conseguido.
Y así, poco a poco, vinieron las largas ausencias por trabajo, las llegadas de madrugada con excusas banales, las malas palabras ante sus reproches, los gritos, los portazos. Siempre conseguía hacerla sentir culpable, tenía una facilidad pasmosa para darle la vuelta a los argumentos, ponerlos de su parte y dejarla a ella como una mala persona, como un ser despreciable. Él que trabajaba tanto, que era un esclavo de su familia, por y para ellos. Tanta maña se dio que ella se lo creyó por completo: ella era la culpable de que él no llegara a su hora porque ya no era cariñosa y no le esperaba con una sonrisa; no venía a comer porque no sabía cocinar y no ponía interés; llegaba tarde porque los niños le molestaban con sus gritos y ella no sabía imponer orden en la casa. Y no le hacía el amor porque se había vuelto fría. Fría como el hielo.
Cuando descubrió que eran tres casi pierde la razón. Intentó abordar el tema con todo el tacto como sus nervios le permitían, no quiso llorar pero terminó como un río caudaloso. Él, tan sagaz como siempre, consiguió convencerla de que ella ya no era suficiente para un hombre como él. Ya no era bonita y él necesitaba una mujer bonita, ya no era graciosa y ocurrente y él necesitaba una mujer que le hiciera la vida agradable. Ya no improvisaba en el sexo y él necesitaba emociones diariamente. Sí, ya no era bonita porque él no la dejaba serlo, ya no era graciosa y ocurrente porque sus tres hijos eran pequeños y la dejaban exhausta cuando llegaba la noche, ya no improvisaba en el sexo porque él, saciado de hembras, siempre le daba la espalda. Pero ella no se dio cuenta de todo el horror en aquel momento; había mucho más dolor en lo que le quedaba por llegar. Ella sólo veía que su vida se terminaba, que se quedaba sola, su autoestima había desaparecido hacía mucho tiempo y no le quedaba nada a lo que aferrarse para volver a salir a flote.
Se desmadejó en el suelo porque las piernas no la sostenían de dolor. Llorando le imploró que no los abandonara, que los niños eran pequeños y que ella no tenía trabajo, que al menos esperase a que ella pudiese encontrar alguno para no ser una carga para él. Ahí se terminó el respeto, el poco respeto que él pudo tenerle, si es que se lo tuvo alguna vez. Y ganó. Era lo que él necesitaba: verla rota, sumisa y a sus pies como una alfombra barata. Había ganado todas las batallas; había ganado la guerra entera.
Cuando la vio derrotada y humillada, rogándole que no la abandonara, la miró con un desprecio lacerante y dañino. Con una sonrisa cruel y triunfal, y con el sarcasmo y la maldad afilando sus palabras, le dijo:
Si quieres puedes marcharte, aunque a dónde vas a ir tú. No sirves para un hombre, tú no sirves para nada. Una mujer con tres hijos no tiene cabida en ningún sitio y ¿en qué vas a trabajar tú si eres una inútil?. Te crees que tu familia te va a ayudar y estás muy equivocada porque pasan de ti. Aquí tienes la casa y agradécemelo; algo es algo. Por mí no te preocupes, yo me las arreglo bien. Cría a tus hijos y déjame en paz.
De ahí a la ignorancia absoluta. Le pasaba el dinero justo para que pudieran sobrevivir. Dormían en la misma cama donde ella se moría de dolor y donde él le hacía patente quién mandaba y se permitía violarla de vez en cuando, cuando de madrugada volvía valiente a causa del alcohol y apestaba a hembra de saldo, dándose la vuelta después mientras ella vomitaba del asco que le provocaba su contacto.
Doce años doce, de vivir por sus hijos y de morir por sus hijos. Pero ya esa agonía se iba a terminar, sus hijos podían valerse por sí mismos, el más pequeño ya tenía ocho años, ya no la necesitaban o, al menos, eso creía ella. No, no quería pensar más.
Salió del baño y fue habitación por habitación. Quería oler las sábanas de sus hijos, sus ropas; ver sus mochilas, sus libros, colocando las cosas que los niños habían dejado por medio: zapatillas, juguetes, lápices. Deparó en la luz de encendido del ordenador que utilizaba su hijo mayor. Había sido un regalo de su padre las pasadas Navidades junto a una conexión a Internet. Era su ojo derecho, su niño bonito. Y también lo era para ella. David era un chico muy maduro para su edad, cariñoso y bueno. Fue a apagarlo pero algo provocó su curiosidad en ese momento y fue el recuerdo de su hijo entusiasmado intentando enseñarla a utilizarlo lo que la hizo sonreír.
Mamá, con la conexión nos han dado unas cuentas de correo electrónico gratuitas, ven que te voy a abrir una. Anda, ven.
La mujer miró el ordenador con angustia. Apenas unos meses antes de dejar de trabajar trajeron un ordenador a la empresa. Ella aprendió rápido el manejo de las bases de datos pero poco más y no creía poder manejarlo.
No, hijo mío, si yo apenas recuerdo ya como se enciende un ordenador y mucho menos utilizar Internet, anda déjalo.
El chiquillo insistió a su madre haciendo una demostración rápida de lo fácil que era utilizarlo. La mujer se sentó a su lado y miró con interés lo que hacía su hijo.
Que no!. Mira mamá: pinchas con el ratón este icono y te mete en Internet, luego vienes aquí ¿eh? pinchas y entras en el correo electrónico. Tu nombre es “mamá” y tu clave es la fecha de mi nacimiento para que no se te olvide ¿entiendes mami?. Mira, pinchando aquí donde pone “chat” entras a conversar con un montón de gente, solo tienes que seguir las instrucciones que te indica. Venga mamá que es muy fácil.
Así, accediendo a los deseos de su hijo, se conectó por primera vez a navegar con él y entró en un chat. Veía como David se reía leyendo las ocurrencias de la gente y ella disfrutaba de verlo feliz. Habló con alguien en el chat, lo hizo por David. No le llamó la atención demasiado, las nuevas tecnologías no iban con ella.
Ese recuerdo de su hijo feliz le alegró el alma por un momento y la decidió a entrar en Internet, algo le decía que podía ser agradable conversar con gente a la que no conoces, calmar la ansiedad que sentía mientras tomaba una decisión y saciaba su curiosidad. Se sentó frente al ordenador y consiguió su propósito al cabo de tres intentos. El registro del chat le pedía un nombre para comunicarse con los demás. Pensó cómo llamarse y se decidió por un contundente “Lola”. Entró y escribió su contraseña, al cabo de unos segundos apareció un “hola Lola” en la pantalla que la sobresaltó escrito por un tal Ismael, y ella respondió escribiendo un saludo.
Hola.
A su repuesta se sumó otra pregunta:
- Lola. ¿De dónde eres?.
Con un pellizco en el estómago dudó unos segundo pero al final le contestó:
Hola, soy española ¿y tú?.
Panameño. ¿Cuántos años tienes Lola?.
No sabía qué contestar. Si contestaba que treinta y ocho igual el chico tenía menos y no quería seguir hablando con ella, tampoco tenía porqué decir la verdad, se sentía bien hablando con alguien aunque fuese un desconocido. Se salió por la tangente:
Qué más da, la edad no importa.
El chico tardó en responder y ella temió que ya no quisiera hablar con ella.
Es verdad.. ¿qué más da?-.
Ella preguntó sabiendo que le contestaría lo que le diera la gana:
- ¿Qué haces? ¿Trabajas?
El hombre respondió rápido.
Soy ingeniero en una empresa de la capital. Ahora estoy en mi despacho haciendo un descanso, me gusta conectarme al chat de vez en cuando. ¿Y tú?.
Otra vez ¿qué contestar?. Ella era una ama de casa puntualmente ociosa que había accedido al chat por desesperación, indecisión, soledad y curiosidad. ¿Decía la verdad?. Prefirió capotear como pudo.
Yo trabajo en casa porque es más cómodo pero no es tan interesante como tu trabajo. ¿Estás casado?.
Uf! Vaya pregunta. Se arrepintió nada más hacerla. Seguro que la engañaría.
Sí, estoy casado ¿y tú?.
¡Vaya!. Ante la sinceridad del hombre ya no valía la pena seguir mintiendo y decidió comportarse con normalidad y decir la verdad.
Sí, yo también estoy casada.
¿Tienes hijos?.
Sí, tengo tres de casi doce, casi diez y ocho. ¿Y tú?.
De nuevo el hombre tardó en responder y ella cayó en la cuenta de que si sumaba los años de su hijo mayor a una edad estimada de tener hijos sabría de momento los años que tenía aproximadamente. ¡Qué torpe!.
Pero el hombre respondió de nuevo:
También, tengo una beba de dos años.
Dedujo que el hombre también tenía ganas de hablar y, de todos modos, no se conocerían nunca. Así pasaron dos horas enteras hablando de su trabajo, de las bellezas de su país y, especialmente de literatura. A los dos le gustaban los poetas clásicos. Ismael parecía un hombre muy educado que no utilizaba el chat para hacer el idiota como la mayoría de los que estaban hablando. El hombre tenía que marcharse del despacho pero le pidió su correo electrónico para enviarle algunos poemas y también algunas fotos escaneadas aquella tarde desde su casa. Ella se lo proporcionó con el deseo y la duda de que fuese cierto y prometió responder en cuanto lo recibiera. Quedaron en el mismo lugar tres horas después para seguir hablando.
(Continúa mañana, martes 11 de mayo)
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