El final de un ciclo
Una mañana los ojos se me llenaron de lágrimas. Apenas podía seguir conduciendo de camino a mi despacho en una importante entidad financiera. Como por aquel entonces todo en mi vida era “perfecto”, o así lo creía yo al menos, y carecía de motivos para sentirme decaído. No le concedí importancia. Pero al día siguiente ocurrió lo mismo. Y al otro también.
Mi trabajo llenaba mi cartera a final de mes, pero día a día vaciaba mi alma. Cada semana me preguntaba cómo aguantaría cinco días más. El precio que pagaba por mantener un trabajo seguro era muy alto. Finalmente una mañana escuché mi voz interior preguntarme: “¿Por qué vas allí una vez más?”, “¿Por qué te haces esto?”. No sonó a reproche, todo lo contrario: amor y compasión. Por eso sé que mi alma habló.
Estas dos preguntas iban a cambiar mi vida para siempre y me conducirían a la aventura interior de encontrarme con mi destino. Pero yo aún no lo sabía. En lo más hondo de mi corazón empecé a sentir que me estaba traicionando. Desde entonces, ya no dejé de vivir con una cierta sensación de incoherencia. Los últimos años los había vivido desde una curiosa ambivalencia: por un lado leía libros de espiritualidad; por el otro, consentía un estilo de vida superficial que no era el mío. Aquella ambigüedad dejaba mucho que desear.
Desde luego que había pensado en ello muchas veces; y otras tantas lo había desestimado: convertirme en escritor profesional a tiempo completo. Era mi sueño. Pero ahora volvía a surgir esa cuestión con más fuerza que nunca. Necesitaba tomar una decisión definitiva.
Por aquel entonces, acababa de cumplir cuarenta años; y de algún modo, me hallaba en el final de un ciclo y en el inicio de una nueva etapa en mi vida.
Todo, en apariencia, era perfecto: poseía un espacioso piso, ocupaba un excelente empleo -seguro y muy bien retribuido-, hacía un par de viajes de larga distancia al año, conducía un automóvil deportivo, frecuentaba buenos restaurantes; y en fin, disfrutaba de todos los caprichos que me podía dar. Siendo sincero: una vida muy convencional. Es lo más lejos que he estado de mí mismo.
Todo era tan predecible que empecé a sentirme muy insatisfecho. Mi corazón era un palacio deshabitado, vacío y lleno de ecos.
Y la brecha no hacia más que crecer.
Aquel estilo de vida no resonaba con una vida consciente. De hecho, estaba rodeado de personas que teniéndolo todo, se sentían igualmente insatisfechas. Tantas eran que incluso creí que era lo “normal”; y por tanto, lo aceptaba. Pero a cada día que pasaba me entristecía viéndome renunciar a mi sueño. Cuando sabes algo, no puedes dejar de saberlo; y lo que yo sabía es que en algún lugar había una vida completamente distinta para mí.
Una mañana, en mi cafetería favorita, delante una humeante taza de té, me di cuenta que debía cambiar mi vida. Con esa convicción inicié un proceso que habría de llevarme a conquistar mi vida; o mejor dicho, a recuperarla. Era hora de dejar de negarme a mi mismo. Me guardaba algo nuevo pero lo que no sabía es que debería hacerle espacio soltando todo lo que ya no me servía.
Haciendo números en una servilleta de papel, comprendí que vivir, en realidad, costaba mucho menos de lo que ganaba. Concluí que compensarme con “premios de consolación” por no vivir la vida que amaba, me salía carísimo.
Esto era seguro: mi alma ya no podía permitirse el precio que pagaba por un sueldo. Lo que hasta la fecha me parecía deseable ahora lo percibía como mediocre. A mí alrededor, compañeros de trabajo vivían la misma desolación interior de no poseer una vida. Unos sabiéndolo y otros ignorándolo. Me preguntaba, en realidad, ¿en qué habíamos triunfado?
Suenan todas las alarmas
Un día me encontré en el servicio médico de la empresa. Vivir en la incoherencia drenó mi energía hasta debilitar mi ánimo. Tras reconocerme, la doctora dictaminó, sin ningún género de dudas, indicios de depresión; y me propuso la baja. Casi sin mirarme, rellenó un volante mientras me informaba que era algo muy frecuente en el sector financiero por la sobre presión que soportábamos.
Mis ojos se llenaron nuevamente de lágrimas.
Estaba desolado.
No podía creer que a los cuarenta años, pudiera convertirme en un juguete roto. Ni en el peor de mis planes cabía aquella posibilidad. Pensé: “No puede ser, no puede estar sucediéndome a mí”. Pero sí, a mí. ¿Cómo había llegado hasta aquel punto?
Me levanté de un salto del sillón, detuve con mi mano la mano de la doctora -que seguía escribiendo- y le dije: “No se moleste, nada de eso será preciso”, y me despedí ante su asombro.
La consulta estaba en la última planta del edificio, cuando llegué a la calle ya había tomado una determinación. Es fácil imaginarla: iba a pedir la baja, pero no por enfermedad, sino la rescisión voluntaria y definitiva de mi contrato laboral.
Mi dimisión.
Desde luego, tuve muy claro que no era un acto de valentía. Se trataba de puro instinto de supervivencia. Una vez le preguntaron a John F. Kennedy cómo se había convertido en un héroe de guerra: “Fue involuntario, hundieron mi barco”, respondió él. Algo así me ocurrió a mí: no tenía más alternativa que saltar de un barco en llamas. Siempre he creído que dentro de todos nosotros hay un héroe aguardando su momento. Era la hora de comprobarlo.
Con todo, renunciar me costó tres intentos.
Los dos primeros fueron neutralizados por prometedoras contraofertas por parte de la entidad -a la cual siempre he agradecido su buena intención-. Como estaba sumido en un mar de dudas y lleno de temores, acepté sus propuestas por agradecimiento. “Trabajo para una gran entidad, debo estar loco si renuncio a esto”, me repetía una y otra vez.
La tercera vez que entré en el despacho del jefe de personal con la misma carta de renuncia de las anteriores ocasiones, ya no intentó convencerme. Supongo que comprendió que mi renuncia era inevitable y que no valía la pena insistir en que me quedara.
En el kilómetro cero
Descarté cualquier tipo de medicación que no fuera natural. Eché mano de todos mis conocimientos. Empecé a escribir terapéuticamente a diario, inicié un plan de ejercicio físico intensivo -por la mañana y por la tarde-, fitoterapia, sesiones de meditación y visualización positiva; y sobre todo, lecturas de libros inspiradores durante horas y horas. Por las tardes era frecuente verme hacer jogging en el parque y también leer sentado bajo alguno de sus árboles.
Por aquel entonces, mi pareja -una mujer que salía de un divorcio tan reciente como inesperado- rompió conmigo, agotada por mi falta de compromiso con la relación. Y no podía reprochárselo, mi actitud distante no merecía otra cosa. Aún así, nuestra ruptura hundió mi estado de ánimo a mínimos preocupantes. Me sentí completamente devastado y en el nivel más bajo al que jamás he descendido nunca. Por un lado, había dado un gran paso al vacío sin garantías de ninguna clase; y por el otro, estaba completamente solo.
La mala noticia es que, queriéndolo o sin quererlo, había roto con todo. La buena noticia es que nada podía empeorar.
Era hora de un gran cambio.
Y en el centro de la pura nada y desde mi “kilómetro cero”, empezó un proceso de alquimia espiritual que jamás habría imaginado. Todo ser humano tiene su gran crisis, su desierto. Yo estaba a punto de atravesar el mío.
Me convertí en un desconocido para algunas personas y para otras en un desafío. Pude sentir como para algunos colegas de profesión mi inquietud les resultaba familiar y sin embargo un tema tabú. Otros jamás pudieron entenderlo, para ellos simplemente había perdido la cabeza. Me miraban con extrañeza mientras decían: “¿Sabes cuántas personas querrían trabajar para este banco y en ese cargo? ¡Debes estar loco!”.
Tal vez. Pero yo había puesto el corazón en otro horizonte.
Haciendo inventario, contaba con: la fe en mí mismo, mis valores, mis padres -lo más sólido y valioso de mi vida-; y por supuesto, buenas amistades. En especial, Paz Puente y Laura Conesa, dos auténticos ángeles que pusieron sus alas para recogerme cuando yo caía, a riesgo de privarse de usarlas para sí mismas. Yo volví a nacer entre sus alas.
Aquellos días, rescaté de mi biblioteca una auténtica obra maestra de la superación personal: “Un Curso de milagros” (editado por
Como dije, pasé incontables tardes leyendo sobre la hierba del parque en la urbanización donde vivía. Leer era mi mascarilla de oxígeno. Algunas noches buscaba el contacto de mis pies desnudos con la tierra y abrazar el tronco de los árboles. Y a menudo, me sentaba bajo las estrellas, en la oscuridad del parque, contemplando como, poco a poco, yo sacaba una nueva piel. Doloroso.
Aún tardaría en sonreír, pues lo que hoy sé entonces aún no estaba claro para mí.
Una nueva vida construida sobre la anterior
A la vuelta de mi año sabático, había empezado una nueva actividad profesional y mi economía empezaba poco a poco a rehacerse tras mi renuncia laboral. Vendí el piso y el automóvil, me deshice de todos los recuerdos del pasado, cancelé las deudas que había acumulado.
Y empecé en otro lugar, desde cero, a construir una vida sobre la anterior.
El punto de inflexión de mi vida llegó cuando escribí de nuevo. Y comencé a impartir conferencias.
Era un completo principiante en una nueva ocupación. Pero ahora contaba con la suavidad y la calidez que el proceso me había procurado. Aceptar mi vulnerabilidad me hizo fuerte. Podía conectar con las audiencias desde el corazón y la sensibilidad. Mi testimonio les ayudaba y yo sentía que podía inspirarles. Mis palabras conmovían a otras personas que se hallaban atravesando su propio desierto. Yo había salido del mío.
Mientras tanto, seguían llegándome cartas entusiastas -de personas que yo no conocía- contándome el impacto que mis libros habían causado en su vida. Para mí, no hay nada más emocionante que comprobar la utilidad de mis libros y servicios después de realizar una gran apuesta personal que supuso quemar todas las naves.
Sólo cuando hube impartido más de cien conferencias y presentaciones de libro -además de haber publicado cuatro libros-, me sentí autorizado para dirigir seminarios. Los seminarios me llevaron a la consulta personalizada. Este fue un paso que no quise dar hasta no bien acumulé tres años de experiencia como formador en contacto con centenares de personas. Me tomó un año adicional formarme como life coach y business coach. Conocía de primera mano el significado de establecer un objetivo y hacerlo realidad, sin embargo precisaba de una metodología acreditada. El coaching me proporcionó todo eso.
Durante muchos años me había preparado bien y ahora estaba capacitado para ayudar a otros a lograr sus sueños. Cuando repaso los últimos veinte años de mi vida es fácil reconocer los pasos que me han conducido a hacer exactamente lo que hago hoy día. Me doy perfecta cuenta de lo claras que estaban las cosas por primera vez en mi vida. Nunca antes había estado tan enfocado y comprometido.
Yo era otra persona, podía sentirlo y los demás también podían percibirlo. Todo ese enorme trabajo interior se reflejó en el tono cálido de mis siguientes libros: “Juntos” y “El Maestro de las Cometas”, ambos fruto de aquel interesante período. Hoy considero aquella etapa como la más compleja de mi vida y también la más importante. Un gran regalo.
Un día, después de una presentación de libro, una mujer se acercó a la tarima y me dijo que “desprendía paz interior”, de este modo concluí, por fin, que estaba sanado.
Cambio de vida
Pasé de trabajar en un gran banco a trabajar desde un pequeño despacho en casa. Pocos medios, mucha ilusión. Poco a poco prosperé. Hoy mi vida no se parece en nada a lo que fue un día. Es todo tan diferente que no deja de sorprenderme la capacidad que tenemos los humanos para reinventarnos. Y lo mejor: mi vida hoy es tal cual la soñé. Lo hice real. Y lo cierto es que puede hacerlo cualquiera.
Cuando miro atrás, me parece increíble cómo pude vivir tantos años de espaldas a los sueños de mi corazón. Me sorprende cómo no vi antes que aquella vida incoherente era el origen de todos mis males. Mi miedo al compromiso, en todos los aspectos, estaba haciendo que me perdiera las cosas sencillas pero importantes de la vida.
Dejé de vivir al margen de mi mayor sueño.
Deseaba dedicar mi vida a lo que hace latir mi corazón con fuerza: escribir. Aprendí que cuando el corazón descubre lo que quiere, el universo colabora. Aprendí que el proceso de vivir por un sueño te enfrenta a las partes de ti mismo que es preciso dejar atrás. Que tu vida mejora cuando tú mejoras, pero no antes. Y que no hay nada más excitante que buscar tus propios límites para descubrir que no son reales. Todo lo que aprendí para hacer un cambio de vida está en este libro.
Hoy en día, mis ingresos ya no proceden de mi formación universitaria. Tal vez por ello mi trabajo no me parece un trabajo. Redefiní mi sueño: un nuevo estilo de vida -coherente, autentico- y una nueva profesión -escritor, coach, formador-. Desde que eso ocurre, suelo decir que no he trabajado ni un sólo día, y sin embargo disfruto de todos. En eso radica el éxito. Y lo sé porque me doy perfecta cuenta de que no podría ser más feliz de lo que soy en este preciso momento.
Autor: Raimon Samsó
Fuente: http://www.raimonsamso.com/
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Las Aportaciones para la plasmación de la consciencia expandida y la red consciencial se publican en el Blog los martes, miércoles y jueves. Hasta ahora se han insertado las siguientes:
0. Solicitud de aportaciones (entrada de fecha 19 de enero) 1. La hora y el turno de la “ecología mental” (Leonardo Boff) (20 de enero) 2. Más de lo mismo. ?No! (Federico Mayor Zaragoza) (20 de enero) 3. 2010: Año del Amor Incondicional y del Paraíso en
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