No estaba previsto en el guion de la peli, pero justamente coincide
el tema de este capítulo con la festividad católica de “todos los santos”.
Es un buen momento para meditar de modo “no doctrinal” sobre la
santidad.
Para la Iglesia católica, se considera santo a aquel que por sus
virtudes y hechos en vida, merece superar todo el largo y costoso proceso que
requiere el expediente de beatificación y posteriormente canonización. Según
las influencias que el “canonizando” tenga y de los recursos que los que le
proponen dispongan, porque todo tiene un coste, el proceso puede llevar desde
un año a varios siglos.
En grandes números, con sólo revisar el santoral, te das cuenta de
que (aproximadamente) del 100% de santos oficiales, el 80% son hombres y el 20%
mujeres y en ese mismo 100%, el 98% son pertenecientes al clero y un exiguo 2%
seglares.
Así que si sólo fuesen santos los declarados oficialmente, los
criterios de igualdad de género distan mucho de ser cumplidos y, mucho menos,
los de igualdad de estado (laico/religioso).
Y, por supuesto, nadie (que yo sepa) es santo oficial que no sea
católico.
Por tanto, el término “todos los santos de Dios” no se refiere al
conjunto de santos canonizados. No obstante, la Iglesia se cura en salud y
reconoce la santidad anónima de mucha gente, católica por supuesto, que,
habiendo vivido una figura ejemplar, no ha tenido los avales suficientes para
que su causa haya sido considerada, pero ahí están, formando la inmensidad de
almas que gozan finalmente de la presencia de Dios en el Cielo. Y es esta la
fiesta que el calendario católico celebra hoy.
El bien siempre sobreabunda sobre el mal
Mahatma Gandhi, en su libro “Amor incondicional”, hace una
reflexión muy sabia al reconocer que el bien siempre sobreabunda sobre el mal,
es decir, que por mucho ruido y daño que el mal haga y provoque a los seres
humanos y a la Naturaleza; por muy aparente y espectacular sean los efectos de
las malas acciones, digamos que los actos malos no dejan de ser hechos
puntuales en una inmensidad de actos buenos, una marejada dentro de un inmenso
mar en calma.
Todos sabemos que una casa se tarda semanas o meses en construirse,
pero un incendio la puede consumir en poco menos que una hora o un seísmo
tirarla abajo en cuestión de segundos. Mientras el proceso constructivo es
callado y constante, el destructivo es escandaloso y extremadamente rápido.
Es por eso por lo que Gandhi explica esta afirmación diciendo que
el bien siempre sobreabunda y es muy superior al mal porque, de no ser así, el
mundo haría mucho tiempo que habría desaparecido.
El bien es una tarea callada y constante, el mal es una tarea
puntual y extremadamente atronadora.
Las tradiciones religiosas imaginan un paraíso celestial donde todo
sea perfecto, donde la relación entre el bien y el mal sea de cien a cero. No
pongo en duda esa perfecta beatitud o santidad de sus moradores en presencia de
la Divinidad, pero en la Tierra y, ya lo vimos en la entrega 39.- El descenso a
los infiernos y la 42.- Teoría del error humano, de la mano del concepto del
Yin y el Yang, la luz y la oscuridad, lo masculino y lo femenino, lo simple y
lo complejo, lo bueno y lo malo, son atributos complementarios, el uno existe
porque existe el otro. Es la denominada “Ley de las fuerzas antagónicas”,
principio básico de la Teoría de Sistemas que obliga a que la estabilidad, el
estado estable, se base en el equilibrio de fuerzas que apuntan en sentido
contrario. No es el predominio absoluto de una sobre la otra la que engendra la
estabilidad, sino su equilibrio de fuerzas.
Observemos a la Naturaleza. El orden y estabilidad de los
ecosistemas no se consigue con el predominio de unas especies sobre otras, el
bien no consiste en que no haya zorros que se coman a los conejos, porque si
esto fuera así, la tasa de natalidad de los conejos y la densidad de su
población sería tal que agotaría las reservas de alimento vegetal y afectaría a
otras especies. No, la estabilidad se alcanza cuando la población de zorros
respecto de la de conejos fluctúa de modo tal que cuando los primeros crecen
demasiado, la de los segundos baja tanto que provoca la hambruna de los
primeros y al revés, el exceso de conejos hace que los zorros se multipliquen
tanto que al final volvemos a la situación anterior. Así que el “clímax” se
alcanza dentro de una fluctuación de ambas especies dentro de una oscilación de
las poblaciones de ambos razonablemente limitada.
Es decir, en la Naturaleza, todo funciona dentro de la oscilación
suave de los extremos, de modo que las fuerzas antagónicas predominan
alternativamente unas sobre otras y, no se puede considerar una fuerza la buena
y otra la mala, porque ambas son necesarias para el equilibrio, la estabilidad
y la paz.
Hasta una tragedia como es un incendio forestal, tan espectacular y
dramático, es necesario que se produzca periódicamente, porque es la forma que
tiene la Naturaleza de renovar el “edafoV”, el suelo de
detritus y del exceso de materia orgánica.
Y siempre, las funciones evolutivas y de crecimiento son lentas y
calladas y las involutivas y de destrucción son súbitas y dramáticas.
Volviendo a la frase de Gandhi, efectivamente, el bien, al ser
lento y callado, prevalece sobre el mal, que es súbito y ruidoso, porque
efectivamente, si el mal fuera también lento y callado, terminaría agotando al
propio sistema. Y algo muy importante, a nivel individual, la muerte vence a la
vida, pero a nivel colectivo, la vida vence a la muerte, porque se perpetúa a
través de su capacidad de reproducirse en nuevos seres que nacen a la vida para
repetir el ciclo de la vida.
Es decir, que cuando juzgamos la vida en términos de “el bien y el
mal”, lo hacemos según nos va en la feria a nosotros, a cada uno de nosotros
como individuos. Consideramos malo todo aquello que nos causa dolor, pero si no
lo sintiéramos, si viviéramos en una “analgesia congénita”, rara
enfermedad que se manifiesta porque el paciente no siente dolor alguno ante
cualesquiera golpes, traumas o enfermedades que pueda sufrir, moriríamos al no
poder defendernos de las amenazas.
No juzguéis
Con toda esta explicación, a donde quiero llegar es a que la
calificación de bueno o malo en esta vida no puede ser absoluta.
“No juzguéis y no seréis juzgados”
¿Por qué Jesús no se cansa de recomendarnos que no juzguemos?
Porque no somos capaces de comprender ni de ver el conjunto de circunstancias
que envuelven los actos de los seres humanos. La práctica del derecho se basa
en la presunción de inocencia, en el hecho de que sólo se puede condenar al
acusado como culpable se existen pruebas suficientes y necesarias para
confirmar su culpabilidad. Pero habitualmente, los juicios de valor que todos
nosotros hacemos suelen ir hacia la presunción de culpabilidad. Y lo hacemos
sin estar nosotros libres de pecado y, aún así, tiramos la primera piedra.
El hecho más dramático es el homicidio. ¿Por qué alguien mata a
otra persona? ¿por qué es intrínsecamente malo y tiene voluntad explícita de
hacer daño? ¿O porque se han rodeado una serie de circunstancias que le han
hecho perder el juicio y en un repente de obcecación ha arremetido contra la
víctima? En la violencia de género, las corrientes feministas nos han obligado
a ver en todo homicidio de género un asesinato con culpa y dolo exclusiva del
hombre frente a la mujer, como víctima inocente. Y así se califica el acto de
violencia machista. Pero no sé si en el proceso judicial, alguien se para a
investigar qué razones llevó al hombre a cometer tan execrable acto y, sin que
hubiera una causa justificable como eximente de culpa, sí al menos atenuante en
el sentido de reconocer que no fue un acto de un absoluto malvado contra una
absoluta inocente, sino que el homicidio fue el acto final de una tragedia que
se fue gestando tras acaso, muchos años de difícil convivencia (excluidos los
casos de maltratadores psiquiátricos).
Refiero esto, porque probablemente, son los juicios de valor, los
que realmente aportan moralidad a los actos humanos y clasifican a los seres
humanos en buenos y malos.
Si a esto añadimos la manía religiosa de que los humanos nos
consideremos intrínsecamente malos y pecadores; eso de “en la culpa nací,
pecador me concibió mi madre”, que reza el Salmo 50, al “no juzguéis”
de Jesús se contrapone el “por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima
culpa”. Es decir, si yo me juzgo a mi mismo, si se me obliga a mirarme al
espejo y acusarme de los mayores delitos “por mi grandísima culpa”, acto
seguido, al darme la vuelta y ver al otro, ¿cuál será mi tendencia natural sino
a juzgarle con, al menos la misma severidad con la que se me obliga a juzgarme
yo a mí mismo?
Dicen que una persona es y trata a los demás, de la misma forma como ha sido visto y tratado por sus padres. Si de niño te han estado acusando de cualquier cosa que hayas hecho mal, lo más probable es que de mayor tú hagas lo mismo con los demás, “la santa intransigencia” que diría monseñor Escribá de Balaguer. Pero si de pequeño tus padres han tratado de ver y enaltecer tus cualidades, lo más probable es que tu trates de hacer lo mismo de adulto con los demás. Es decir, si de pequeño se nos educa en la culpa, de mayores educaremos a nuestros hijos en la culpa y veremos a los demás bajo es prisma de la culpa, con lo cual, echamos por tierra una de las mayores máximas de Jesús, “no juzguéis”
Y no seréis juzgados
A la segunda parte de la máxima de Jesús no le solemos hacer
demasiado caso, porque como incumplimos sistemáticamente la primera, es
evidente que también nosotros seremos juzgados, tanto por los demás como por
Dios en su momento.
Es decir, una cosa lleva a la otra, juzgar lleva inexorablemente a
ser juzgados, con lo cual, caemos todos en la arbitrariedad sobre lo que es
bueno y malo y, es en esta cuestión donde rompemos la baraja de la convivencia
humana.
Cuando Jesús, en el pasaje de la mujer que iba a ser lapidada
(¡ojo! Tal y como mandaba la ley de Moisés) por la gente al haber sido juzgada
como adúltera, se muestra comprensivo con ella y durísimo con los acusadores al
desafiarles con su “el que esté libre de pecado, que tire la primera piedra”,
lo que está poniendo en evidencia es que antes de juzgar al otro, hemos de
juzgarnos a nosotros mismos, ese ver la viga en nuestro ojo antes que la brizna
en el ojo ajeno. Y el final de todo este enojoso proceso es el perdón, esa
decisión unilateral de esperanza… “nadie te ha condenado, yo tampoco; anda y
no peques más”.
La cuestión radica, por tanto, en no juzgar y, en su caso,
perdonar, hasta setenta veces siete.
Con sólo saber vivir bajo estos principios fundamentales del Amor,
veríamos como los Santos de Dios saldrían de debajo de las piedras.
Por eso Gandhi dice lo que dice, que el bien sobreabunda sobre el
mal, porque el mal es tan sólo una apariencia de maldad que nos creamos los
seres humanos al dejarnos arrastrar por la puta manía de juzgarnos a nosotros
mismos y a los demás como pecadores irredentos, irremediables.
Los juicios de valor nos hacen entrar en un círculo vicioso de
violencia moral que hace profundizar cada vez más nuestra visión negativa del
mundo. Por eso, cuando el alma le hace comprender a la mente que “en todo lo
que ven está Dios”, las tinieblas del mal poco a poco van desapareciendo y se
hace la luz.
Pero somos tan tercos que Dios, para hacernos comprender este
hecho, no tuvo más remedio que encarnarse, enseñarnos a amar y mostrarnos, con
su muerte en la cruz que, un castigo sólo aplicable a malhechores le crucificó
nada menos que a Él, a Dios.
Es decir, cuando vemos las cárceles, ¿a quién vemos? A reclusos que
están ahí por haber cometido delitos merecedores de tal castigo. Y cuando vemos
a un ahorcado ¿a quién vemos? A un malhechor que ha merecido la muerte por sus
inimaginables delitos.
En la época de Jesús, cuando los habitantes de Jerusalén pasaban
por el Gólgota, ¿a quién veían colgado de los maderos? A malhechores cuyas
culpas y fechorías, sus maldades merecían morir de esa forma tan terrible.
Cuando Jesús fue crucificado, ¿a quién vieron? A un santo de Dios
muerto por la maldad de los que le juzgaron. Por eso la cruz, a partir de Jesús
es el símbolo del perdón porque juzgando, “no sabemos lo que estamos
haciendo”.
¡¡¡Son los juicios, estúpido!!!
Son los juicios los que convierten este mundo en un infierno, los
que enaltecen a los malos y sepultan a la inmensa humanidad de santos de Dios
bajo la losa de la culpa.
Son los juicios los que nos hacen ver el mal y no nos dejan ver a
Dios, que como diría Jesús en el evangelio de Tomás, está hasta debajo de las
piedras.
Todos los santos de Dios
Cuando dejamos de juzgar a los demás, cuando nos quitamos esas
espantosas gafas que sólo nos dejan ver lo malo que hay en el mundo, comenzamos
a ver a las mismas personas que antes eran el foco de nuestras críticas, como
santos, como personas de buena voluntad y sincero corazón que, si se equivocan,
porque todos nos equivocamos, si sabemos perdonar y se sienten perdonados, esas
equivocaciones no dejan de ser algo tan sin importancia como un “peccato” una
brizna sobre un cristal que le hace no estar totalmente limpio, pero que se
resuelve pasando un paño.
Al no juzgar y saber personar, resulta que los seres humanos no
somos buenos ni malos, sino simplemente seres humanos, con un natural bueno que
fallamos, porque no somos perfectos. Sólo cuando incidimos en las virtudes de
los demás, sólo cuando reconocemos que “Dios no hace basura”, que somos
criaturas de Dios y Él nos ha hecho bien, muy bien, somos capaces de reconocer
esa misma perfección del Creador en los demás.
Y “voila”…
Señoras y señores, con ustedes, todos los santos de Dios, la Humanidad
en su conjunto.
Sólo se autoexcluyen de esa inmensa comunidad de santos, aquellos
que se empecinan obstinadamente en ver los errores que todos cometemos, pero
que no por ello, nos hacen malos.
Para aquellos que rechazan el amor de los demás, para aquellos a
los que no es posible siquiera acceder por el perdón, Jesús nos dice que “si
llegáis a una ciudad y no os reciben, saliendo fuera de ella, sacudiros el
polvo de las sandalias, de cierto que el día del juicio será más tolerable para
Sodoma y Gomorra que para ellos”.
El gesto de sacudirse el polvo de los pies, era en aquel tiempo,
una señal de exención de responsabilidad por el polvo levantado, dejando esa
zona para el juicio de Dios.
Cierto es que a veces, parece como si en su mayoría, el mundo
estuviera formado por gente así, que rechaza la generosidad y se obstina en
hacer daño. No obstante, sacudirnos el polvo de nuestros pies es lo único que
nos queda por hacer y rezar a Dios para que se apiade de ellos.
Pero insisto, el bien sobreabunda sobre el mal, y la gente es
realmente buena por naturaleza y, si se ha desviado, a falta de suponer a saber
qué circunstancias le habrán apartado del camino recto, lo único que podemos
hacer es amarla e intentar descubrir a Jesús crucificado en sus corazones,
hasta encontrar el alma dormida y prisionera de los bajos instintos que dominan
la mente de esas personas.
Y así, si vemos a las gentes de esa forma, los Santos de Dios
saldrán de debajo de las piedras, porque…
“Encontrarás tantos santos como tú te propongas encontrar”
Y…
“Nacerán tantos santos de Dios como tú quieras que nazcan”
Los santos están ahí, sólo hemos de buscarlos, porque acaso ni
siquiera ellos saben que lo son.
Esta es la belleza sublime de no hacer juicios y de perdonar
setenta veces siete, que ser así, crea santos, tantos santos como las
multitudes que abarrotan las ciudades.
Hemos de ver buena y sincera a la gente, para que ella consiga ser
buena y sincera y, al final Gandhi tenga razón.
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Autor: José Alfonso
Delgado
Nota: La
publicación de las diferentes entregas de La Física de
la Espiritualidad
se
realiza en este blog, todos los lunes desde el 4 de enero de 2021.
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