Podría
hacer un viaje desde la periferia hacia el centro, cruzando infinitos círculos
concéntricos, como las ondas que se forman en las aguas del lago, cuando rompe
su quietud una pequeña piedra, pero de afuera hacia dentro.
Entre dos
circunferencias de las más alejadas del centro, que curiosamente son las más
grandes, podríamos situar a todos los seres humanos.
¿Qué podría
hacer por ellos, cómo expandir mi afecto para que llegara tan lejos?
¿Cuántas
barreras tendría que saltar: la del idioma, la distancia física, las
culturales, de costumbres, idiosincrasia?
Pues ahí
están hoy en día las redes sociales, que pueden ayudar. ¿Qué idioma hay que
hablar para entender una sonrisa?
Un poco más
adentro, tal vez podría poner a los ciudadanos de mi país, a los que hablan mi
lengua y pueden entender el significado profundo de una frase como: ¡Hoy será
un maravilloso día, si nos lo proponemos de corazón!
Aún más
adentro podríamos agrupar a los compañeros de trabajo, a aquellos con los que
nos relacionamos personalmente, los vecinos, los amigos, conocidos, compañeros
de estudio.
A estos
últimos hay que tener bien claro que los tenemos al alcance de un saludo, un
poco de hospitalidad, que no es necesariamente brindarles una habitación de nuestra
casa (¿y por qué no, si fuera necesario?) sino, un rato de nuestro tiempo de
calidad, compartir una añoranza, esa presencia salvadora que tanto necesita el
alma.
Ya, casi
llegando al centro, nuestros familiares cercanos, esos donde se pueden engrosar
los afectos filiales: hermanos, padres, hijos que se han independizado.
Con ellos
hay una especial confianza y a la vez un mayor compromiso, porque nos quieren
más cerca, nos reclaman a veces sin decir nada. Nos sentimos jugadores del
mismo equipo, abejas de la misma colmena y si necesitamos apoyar la espalda
para enfrentar los retos de la vida, queremos que sea en ellos.
Cerrando
aún más el cerco están esos convivientes, la pareja, los que por diferentes
razones comparten nuestro techo.
A los que
vemos todos los días, nos sentamos juntos a la mesa y con algunos compartimos
el lecho.
La
generosidad que podemos cultivar en la vida, la paciencia, la compasión y una
lista interminable de cualidades que llevamos dentro, ahí se quedarían, como la
mariposa sin salir de la crisálida, si no fuera por ellos.
Son esos
cuadernos de figuras a los que los niños dan colores: de azul o rosa pálido
nuestras parejas, de arcoíris los niños, de campos de trigo al atardecer a
nuestros padres y abuelos.
Y por fin,
en el centro de la diana, esa perla que has de amar más que a nadie, has de
perdonar y hacer responsable de todo.
Lo que no
puedas hacer por ti, tampoco podrás por nadie. Lo que no te des, no puedes
entregarlo.
Si algo no
es bueno primero para ti, no lo será para nadie de esos círculos concéntricos
de los que la vida te ha rodeado.
Cuida tu
cuerpo, tu mundo mental y emocional, cuida tu espiritualidad, busca la armonía
y el balance entre tu capacidad para dar lo mejor de ti y encontrar la forma de
llenar tus arcas.
Las nubes
no podrían regar los campos si no bebieran del mar, los árboles no darían
frutos, si antes no extrajeron los minerales y nutrientes de la tierra.
Llena tus
alforjas en el silencio, en el contacto con la naturaleza, con el murmullo de
la cascada, las olas del mar. Abre las compuertas del granero de tu alma con
los atardeceres, la música, el vuelo de las mariposas, el olor de los campos
después de los aguaceros y entonces, ve con humildad a tu diana de colores y
deja que el corazón derrame su perfume sobre los pétalos de las flores.
No olvides
tener a mano un zurrón, donde puedas recoger de otras almas el néctar para
hacer la miel de la nueva humanidad.
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Autor: José Miguel Vale (josemiguelvale@gmail.com)
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