Yo diría sin vacilar que
nuestro amor fundamental es el amor a Dios. Pero puede ocurrir que a algunas
personas la palabra Dios les evoque resonancias interiores poco agradables, más
bien tristes, debido a asociaciones afectivas que les hacen relacionar esta
palabra con épocas odiosas de su educación. Hablo aquí desde el punto de vista
psicológico. No importa el nombre, sino entender bien el concepto. En lugar de
amor de Dios podemos decir amor a la verdad absoluta, al ser o al valor
supremo, amor a la inteligencia cósmica, etc. Lo importante es tener una idea
clara, una intuición perfecta de este objetivo.
¿Para qué vivimos? ¿Cuál
es, en definitiva, lo que nos atrae y empuja en la vida? Esto es lo que tenemos
que ver con claridad. ¿No es cierto que todos aspiramos a un amor superior más
aún, a un amor supremo, total, último, que no tenga vaivenes, que no dependa de
nada, que se baste por completo a sí mismo, que sea absoluto, el único? ¿No
existe en todos nosotros esta aspiración? Pues bien, lo único que llena esta
aspiración es la realidad a la que damos el nombre de Dios, que ha de atraer de
un modo decidido y claro nuestra afectividad.
Es importante que
entendamos que no es que el amor a Dios haya de existir por un imperativo
externo, por una norma de moral, porque se nos ha dicho que tiene que ser así,
ni tampoco porque Dios es muy bueno, se lo merece todo y nuestra obligación es
amarle. No, el amor de Dios se deriva de la verdad misma de nuestra naturaleza,
de la verdad de las cosas, porque de hecho todo amor, todo afecto, todo sentimiento
positivo que hay en nosotros no es más que una partícula, un reflejo de este
único amor que proviene de Dios.
Del mismo modo que
podemos decir que toda la energía que anima nuestro organismo biológico,
nuestra afectividad y nuestra mente procede de la energía suprema, del poder
supremo, Dios; también es absolutamente cierto que toda nuestra capacidad
afectiva es sólo una constante expresión de Dios en nosotros.
San Juan dice: Dios es
amor, y el que vive en amor vive en Dios y Dios en él. Todo amor deriva de Dios
porque El es esencialmente amor. No es que sea otro amor. No hay muchos amores,
sino un solo amor, como hay una sola energía, como hay una sola mente. Y todas
las mentes y por tanto todas las verdades, y toda la energía y por tanto todas
las fuerzas, y todo el amor y por tanto todos los sentimientos positivos no son
más que expresiones temporales, particulares de la única verdad, de la única
energía y del único amor, que es Dios.
Cuando decimos que hemos
de amar a Dios, no hacemos sino reconocer que todo, absolutamente todo nuestro
amor procede de Dios y va a Dios, por naturaleza, por esencia, no por un deber
arbitrario que se nos imponga. No olvidemos que los grandes deberes, así como
las grandes verdades religiosas -digo las grandes, no todas las que las
diversas formas religiosas imponen en nombre de la religión siempre siguen la
línea de nuestra naturaleza, y están de acuerdo con ella; más aún son nuestra
verdad, o de lo contrario no serían grandes deberes y verdades religiosas. No
son algo que se superpone artificialmente al hombre, sino la expresión profunda
de lo que realmente es el hombre y de su naturaleza procedente de Dios, pues el
fundamento de la religión es simplemente el reconocimiento de estas leyes
profundas de nuestra naturaleza en su relación con Dios.
Hablo así porque estamos
ya acostumbrados a que nos digan «has de hacer esto o lo otro», y nos sentimos
obligados a hacerlo sólo porque se nos ha recomendado y nos han dicho que es
muy bueno, tenga o no tenga que ver con nuestra verdad interior. Pero lo que
obliga de tal modo que merece nuestra entrega total no es nada que nos venga de
fuera, sino algo inherente a nuestra naturaleza y que constituye la
culminación, la perfección, la realización, el desarrollo total de nuestra naturaleza.
Hay muchas personas que
se han alejado de la vida religiosa que llamaríamos oficial y externa, y en
este aspecto viven en una postura de total indiferencia. Recomiendo a estas
personas que no se preocupen tanto de los nombres, de las formas, ni de las
ideas concretas que guardan en su memoria. Que busquen de nuevo de un modo
creador, completamente espontáneo y sincero, esa intuición que hay siempre en
todo hombre de algo total y absoluto, y que den a esta realidad última y
primera el nombre que les resulte más agradable, más aceptable. Pero que no se
cierren a estos niveles superiores que son nuestra verdadera base y nuestra
razón profunda de vivir, por problemas originados en sentimientos desagradables
asociados a su educación religiosa. Que despierten de nuevo a la vida
religiosa, aunque ahora tenga un nombre nuevo.
Vida espiritual sólo hay
una, la que brota de la profundidad de nuestro ser y se dirige a Dios. Lo demás
son formas, unas mejores que otras, más adaptadas a una persona que a otra. Muchas
veces necesarias, porque todos necesitamos expresar nuestra vida interior en
formas concretas. Pero no hemos de depender de las formas, sino descubrir lo
que da vida a las formas: el contacto interior yo con Dios - Dios conmigo. Esta
relación hecha experiencia viva es la verdadera alma de la religión y de la
vida espiritual. Lo demás es el cuerpo, el ropaje, la forma externa, que vale
mucho, pero sólo en la medida en que conduce a esa fuente interior viviente, a
esa experiencia real.
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Autor: Antonio Blay
Fuente: Yoga Integral (1989)
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Las Enseñanzas Teosóficas se publican en este blog cada domingo, desde el
19 de febrero de 2017
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