Agenda completa de actividades presenciales y online de Emilio Carrillo para el Curso 2023-2024

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16/9/10

El “yo” religioso

En el Evangelio de Lucas (13:23-24) se narra como alguien preguntó a Cristo-Jesús: “Señor, ¿serán pocos los que se salven?”. A lo que él contesto: “Esforzaos en entrar por la puerta estrecha. Os digo que muchos intentarán entrar y no podrán”.

Estas palabras de Jesús no ostentan un carácter condenatorio, sino exhortativo. Y no podría ser de otro modo, porque quien “ha visto” no condena jamás; lo que hace es “advertir” de la ignorancia que nos lleva a “perdernos”.

La pregunta inicial –¿serán pocos los que se salven?- es la pregunta más característica del “yo” religioso. Tenemos claro que el yo no busca otra cosa sino su propia autoafirmación. Debido a su carácter vacío y a su incapacidad de existir en el presente, busca constantemente aferrarse a algo, en la expectativa de un futuro que le traiga la “satisfacción” ansiada. La ironía consiste en que ese futuro es tan inexistente como el propio yo que se proyecta en él. Pero, entre tanto, el yo sueña con llegar a ser feliz algún día, identificándose con diferentes señuelos –tener, poder, placer-, sin ser consciente de que es esa misma identificación la que hace imposible la felicidad. Dicho con más rotundidad: el único obstáculo para la felicidad es la identificación con el yo.

Sin embargo, mientras no se “despierta”, esa trampa mortal no se ve. Y si el yo es “religioso”, a su futuro definitivo lo llamará “salvación”: buscará salvarse a toda costa, en una perpetuación “eterna” de la autoafirmación siempre imposible. ¿Podría imaginar una promesa mayor para su insaciable ambición?

Eso explica que la religión mítica –la religión del “yo”-, en la que todos nosotros hemos crecido, haya pivotado en torno a la cuestión de la “salvación del alma”. No existía una preocupación mayor: ¿cómo salvarme?

Frente a esa inquietud del yo, la respuesta de Jesús anima a “entrar por la puerta estrecha”. Pero el texto no nos dice en qué consiste exactamente. Dentro de la lógica del propio “yo religioso”, no sorprende que, a lo largo de la historia, se haya entendido como “sacrificio”, “mortificación”, “sumisión” incluso… El yo –cuya religión se basaba en el esquema del mérito y la recompensa- es amante del voluntarismo perfeccionista, con el que, en no pocos casos, trataba de saldar, sin darse cuenta, antiguas culpabilidades inconscientes.

Una lectura más serena de aquellas palabras, sin embargo, nos hace ver que no se puede confundir “puerta estrecha” con “carrera de méritos” –aunque fuera en forma de obstáculos-, sino que debe referirse a algo bien distinto.

Si caemos en la cuenta de que, por su propio carácter, el yo busca “inflarse”, de un modo inevitable y compulsivo, nos resultará patente que es justamente el yo el que nunca podrá entrar por la “puerta estrecha”. Por tanto, la invitación para alcanzar la “salvación” –no la que espera el yo, sino el “despertar” de la ignorancia y del sufrimiento- pasa por desidentificarse del yo. “Entrar por la puerta estrecha” es desapropiación del yo.

Ahora bien, el trabajo de desapropiación no se consigue con voluntarismo –un voluntarismo que, una vez más, no haría sino seguir alimentando al yo-, sino que es fruto de la comprensión.

No buscamos desidentificarnos del yo por ningún motivo “ascético”, sino sencillamente porque hemos empezado a comprender que ésa no es nuestra verdadera identidad. Por eso, en la medida en que crezcamos en esa comprensión, notaremos también un movimiento interior a poner en práctica los medios que nos capaciten para vivirla.

Los diferentes medios coincidirán en el hecho de que nos hacen crecer en consciencia de no ser el “yo” que nuestra mente piensa y nos hacen vivir de una manera desapropiada, sin sentirnos como “hacedores”. Aprenderemos progresivamente a observar a nuestro yo, en cualquiera de los “disfraces” que use –eufórico o deprimido, sumiso o airado…-, y a tomar distancia de él. Y cuidaremos, por encima de todo, venir al instante presente, como medio privilegiado de experimentar la Presencia que somos.

Desde la nueva percepción de nuestra identidad, todas las cuestiones quedan redimensionadas: se ha modificado la percepción de la realidad. Si el yo andaba buscando desesperadamente su “salvación” en un futuro que imaginaba “eterno”, venimos a reconocer que la Presencia es ya la eternidad, en cuanto Plenitud atemporal. Si era fácil identificar al insaciable yo con el chiste de Woody Allen –“¡qué feliz sería si fuese feliz!”-, desde la nueva comprensión, venimos a reconocer, con Ludwig Wittgenstein, que “para la vida en el presente, no existe la muerte”. Como ha escrito el lúcido filósofo ateo André Comte-Sponville (El alma del ateísmo. Introducción a una espiritualidad sin Dios, Paidós, Barcelona 2006, p.194), “la muerte no me robará más que el futuro y el pasado, que no tienen existencia. Pero el presente y la eternidad (el presente, luego la eternidad) están fuera de su alcance. Sólo me arrebatará el yo. Por eso me desposeerá de todo y no me desposeerá de nada. La muerte sólo me despojará de mis ilusiones”.

Un poco más adelante, el texto evangélico referido al principio, compara la “salvación” con “sentarse a la mesa en el reino de Dios”, una imagen festiva, convivencial y comensal, con la que en la Biblia se suele designar la Plenitud divina. Esa “mesa” coincide también con la Presencia, es decir, con la atemporalidad o eternidad. La mesa ya está puesta –siempre lo ha estado-, pero sólo podremos “saborearla” si, trascendiendo la identidad egoica que anda buscando “migajas”, en las que ha puesto sus expectativas de bienestar, venimos a la Presencia luminosa y eterna, nuestra identidad más profunda.

Al acceder a esa identidad, descubrimos que la pregunta inicial –“¿serán pocos los que se salven?”- nace únicamente de la mayor ignorancia. Porque, anclados en la Presencia que somos, descubrimos que ya estamos en el reino de Dios: la eternidad es Ahora. Y nos privamos de la felicidad, porque nos escapamos del Presente.

Comprendo bien que esto pueda sonar hiriente a quien dice estar envuelto en el sufrimiento y pueda sublevar a nuestra sensibilidad ante la constatación diaria de situaciones de injusticia. No sé por qué el mundo es como es, ni creo que nuestra mente llegue a encontrar una respuesta a ello. Sólo sé –y no es una “creencia”, sino algo que cada uno puede experimentar- que, más allá y a un nivel más “hondo” que el de nuestro “sueño cotidiano”, en la Presencia que es nuestra identidad compartida, todo está bien. Y que sólo creciendo en esa consciencia –que es comprensión- y desde ella, lo que brote será Vida. Porque, quizás, nuestro mayor problema es la incapacidad para reconocernos y vivirnos en la –como- Presencia.

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Enviado por: Cocha Redondo

Autor: Enrique Martínez Lozano

4 comentarios:

  1. Genial y valiente reflexión. Estoy de acuerdo, aunque entiendo, como se indica perfectamente en el último párrafo, que pueda ser dificil de asimilar. Este último párrafo me parece un magnífico final, por cierto.
    Un saludo

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  2. Gracias, José Antonio.
    Todo es Perfecto.
    Un abrazo.

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  3. Un 10 para el Autor; otro 10 oara Concha, que lo envió; otro 10 para José Antonio, por su comentario; otro 10 para el Gestor, por publicarlo.... y bueno, ¿acaso no se merece una siquiera un 5 por haberse atrevido a decir en una iglesia abarrotada de gente, en el funeral de un hermano, que eso de "La Salvación del alma" es una pura falacia? La verdad es que salvé el pellejo de milagro, porque los que se salieron, escandalizados, me esperaban afuera y los pillé "encendiendo ya la hoguera".

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  4. Tamaña muestra de valentía se merece no un 5, sino un 25.
    Un beso.

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