Agenda completa de actividades presenciales y online de Emilio Carrillo para el Curso 2024-2025

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19/4/21

El riesgo de confiar (Proyecto “La Física de la Espiritualidad”: 16)

AVISO: para comprender con la mente (o, para que Marta acepte) lo que viene a continuación, hay que leer todo hasta el final. Si uno se queda a medias del texto, sacará conclusiones peligrosamente equivocadas.

La relación de amor en la pareja se basa en dos condiciones imprescindibles, la confianza y la escucha. No se puede establecer un diálogo sincero entrambos, si no hay confianza para vencer los miedos a ser descubierto en todos mis inconfesables y, tampoco es posible el diálogo si no estoy dispuesto a escuchar con el corazón lo que el otro necesita decirme.

De los riesgos de la confianza

Vivimos con una gran carga de miedos frente a los demás; miedo a la intimidad, a que el otro descubra mis vergüenzas, mis debilidades, todo aquello que haga que mi “máscara” con la que me presento ante los demás, quede hecha añicos. Tenemos miedo a la responsabilidad, a no saber dar el do de pecho y ser descubierto en mi debilidad. Tenemos miedo a la decepción, al “yo creía que, y resulta que”, a cerrar los ojos y confiar, y ver como en los peores momentos me he sentido solo y abandonado, “a dónde te escondiste, Amado”. Y tenemos miedo a ser rechazado por el otro, a que descubra mis puntos débiles.

El mayor escollo para nuestra confianza es la convicción de que tenemos que merecer el amor de nuestro cónyuge (o de Dios). Nos hemos convencido de que el otro nos amará en función de la imagen que yo le proyecte. Así que tengo que esforzarme por dar una apariencia de cumplidor y de buenas obras. Así que, si para merecer el amor del otro nos vemos obligados a que no se noten nuestras debilidades y defectos, que no se rompa nuestra imagen de príncipe azul o de bella princesa. Para merecer el amor de Dios, tenemos que dar la apariencia de ser fieles cumplidores de las normas y liturgias religiosas, de ser fieles cumplidores de la Ley de Dios.

Se nos ha educado en ese “no ser dignos del amor de Dios”, que no somos dignos de que Jesús entre en nuestra casa, porque está sucia, desordenada y esconde secretos inconfesables, hasta que, hartos de semejante situación, surge ese pensamiento “una palabra suya bastará para sanarme”.

Y un segundo escollo, no menos importante, es ver cómo en nuestro cónyuge, no todos son virtudes, sino que van apareciendo defectos no esperados, que nos hacen cuestionar nuestra confianza en el otro.

El trigo y la cizaña

En el fondo, el acto de la reconciliación con Dios está bien, si no fuera por ese tercero interpuesto, ese severo cura con sotana ante el que tenemos que descubrir todas nuestras vergüenzas, a riesgo de condenación. Yo no me puedo confiar ante un desconocido, con el que hablo con una celosía de separación para que no sepamos quienes somos y le cuente todas mis vergüenzas. Como idea, el sacramento de la confesión es genial si el objetivo es vencer nuestros miedos y confiar para convencernos de que Dios nos ama profundamente a pesar de nuestras debilidades. En la práctica es un martirio por esa semblanza de juez que toma el cura, que no nos perdonará la vida si no le contamos todas nuestros defectos y debilidades y pecados. Un anónimo cura tras una celosía no me da confianza, necesito un amigo de verdad, alguien al que contarle mis penas y angustias, en la intimidad de mi hogar, en batas y zapatillas; alguien ante el que poder desnudarme y mostrarme tal cual soy. Y un cura con alzacuellos, como que me da “yuyu”, me pone en tensión y me asusta, tanto más cuanto que con esta danza entre Dios allí arriba, yo aquí abajo y ese tercero interpuesto entre ambos, me estoy jugando nada menos que la vida eterna.

El problema que expongo aquí está más o menos arraigado en el subconsciente de las personas, dependiendo de su educación religiosa, pre o postconciliar. Y en cualquier caso, detrás de todo ello está algo de lo que ya nos advirtió Jesús, que la Iglesia es un mix de trigo y de cizaña (leed la parábola al respecto, en Mt. 13, 24-30). A lo largo de la Historia ha habido papas y obispos que han sido grandes santos y personas de impecable virtud, pero también ha habido papas y obispos que han sido peores que los políticos más corruptos. Igual se puede decir del resto del clero y, por supuesto, de los cristianos de a pie. La Cristiandad es una comunidad de seres humanos, con todas las virtudes y debilidades de los seres humanos, pero en permanente lucha para superar la terrenal discapacidad de amar. Pero en el caso del clero, la cizaña escondida ha hecho y hace que muchas gentes se escandalicen de ver una comunidad que debería ser santa, como una organización política, nada más lejos de lo que predica (al menos en determinadas apariencias). A ellos, a los que son causa y motivo de escándalo, “más le valdría atarse a una rueda de molino y tirarse al mar” (Lc. 17.2)

Yo no sé si los curas llevan estadísticas de confesiones, pero a juzgar por los millones de pecados mortales que cometemos (o eso dicen) todos los días, la cosa está pero que muy chunga, y la confianza es una virtud inalcanzable, si para establecer una relación de amor entre Dios y yo, antes tengo que pasar por el imposible desfiladero de las  Horcas Caudinas, que nos obliga, como a los romanos frente a los samnitas, a humillarnos, no ante Dios, sino  ante ese desconocido cura con alzacuellos que magnánimamente, nos perdonará la vida en nombre del Altísimo. Esto no es la esencia del sacramento, pero sí la apariencia sentida por un nada despreciable segmento de la población católica.

La confianza plena es condición sinequanon para el amor. Ese “venid a mi los que estáis agobiados que yo os aliviaré” (Mt. 11, 28) es esa llamada sincera, no de Dios o del Pantócrator, sino de Jesús de Nazareth, que para eso se encarnó, para, en bata y zapatillas, invitarme a confiarme a Él, a contarle mis penas, mis angustias, mis anhelos. Pero una cosa es eso y otra bien distinta, pasar por el desfiladero humillante del cura con alzacuellos.

A ver. Puede que alguien crea que estoy en contra de que el cura me perdone mis pecados. No es eso, porque de lo que estoy en contra es de que cuando uno necesita un amigo de verdad para sincerarse y desnudarse, eso se nos obligue a hacerlo ante un anónimo funcionario del Gobierno, a riesgo de condenación. Es este arquetipo de comportamiento eclesiástico lo que ha hecho que la gente huya literalmente de este poderoso sacramento y prefiera refugiarse, en su caso, en la consulta de un psicólogo pagando 40 euros la cita. O al menos esa ha sido mi experiencia de doctrino con formación preconciliar, que aún permanece en la ideología eclesiástica.

En el fondo es una cuestión de apariencia, la que damos todos ante los demás, nosotros ante ellos, los curas y ellos ante nosotros, los miserables parroquianos que no somos dignos de que Jesús nos acoja ante de que los funcionarios eclesiásticos nos perdonen.

Saltar el muro

Ahora, cualquier teólogo o doctrinólogo me puede poner múltiples argumentos canónicos, jurídicos y teológicos que desmonten este sentir en lo profundo, pero no con ello, van a generar la confianza necesaria para entrar por la puerta estrecha y comenzar a caminar, si ello requiere superar el “check point”. Es más, esto puede parecer una tontería para los curas, pero está en la base de que para muchísima gente, entrar en la vida interior sea prácticamente imposible, si para ello, antes hay que pasar por ese “control de inmigración”; si para visitar a nuestro querido Jesús, al que el alma ama con locura, ha de pasar ese “check point” con ese guardia armado o intentar saltar “el muro de Berlín”, a riesgo de perder la vida en el intento.

Esto es extremadamente importante; si el que realmente perdona es Jesús y el cura sólo es un instrumento de Él, para la gente normal o mal enseñada, el que perdona y deja pasar es el guardia de frontera, el cura, y eso desmonta todo el edificio doctrinal.

Este es un asunto capital, que la eclesiología, lo tiene resuelto y sobre el papel del catecismo es fácil, pero para los creyentes puede suponer una barrera imposible. Y puede que esté en la base de que los católicos nos estemos quedando en una minoría sociológica, por el confusionismo creado en la gente normal. Los aires de autoridad eclesiástica han ocultado a lo largo de los siglos el valor de la misericordia para mucha gente.

En la historia de mi vida, tras varias experiencias tristes y angustiosas en mi adolescencia con los guardias de los check points, al final me armé de valor y me decidí a saltar de noche las alambradas de la ciudad de Dios y ¡conseguí entrar en mi propia vida interior! Sin que ellos se dieran cuenta y me encontré con mi amado Jesús, que me demostró que yo había sido idiota y que me creía lo que no era, que mis pecados no eran tales y que los del check point no eran tan ogros como a mi me parecía o me hicieron creer. Pero es que a veces dan el pego y parecen milicianos soviéticos dispuestos a bloquearme.

La fe no es un asunto de creer o no creer, sino de confiar o no, de ponernos en manos de Aquel que está esperando a los agobiados y angustiados, con el apoyo de los guardias del check point, que deben cambiar completamente su apariencia, porque si no, se nos obliga a saltar las alambradas que ellos han electrificado.

Esta es una contradicción real, aunque ellos crean que es un invento de la gente asustada. La Iglesia, en este sentido, necesita un meneo y una seria revisión de la apariencia que da a los del otro lado. Es mi opinión; hay demasiada cizaña oculta.

Así que, si hemos conseguido saltar las “concertinas” del muro de la diócesis (que ha sido mi caso) o hemos conseguido superar dignamente el check point de la canónica confesión, ya dentro, encontraremos a Jesús de carne y hueso, dispuesto a curar las heridas de las alambradas.

Esta historia de las alambradas me recuerda a la valla de Melilla. Parece como si hubiera que pagar un alto precio para abandonar el árido desierto de la pobreza extrema para poder acceder a un catre y un trozo de pan. El subsahariano que intenta cruzar tiene confianza en los que están dentro, en que les van a acoger, pero desconfían de los guardias de frontera, porque no tienen papeles para poder entrar y además están hechos unos pordioseros y huelen mal. Ya dentro, descubres que sí, al menos un catre y un trozo de pan te ofrecen en el CIE.

En la vida interior, si consigues atravesar todas las barreras a la entrada, que no sólo las pone el demonio, queda la barrera más importante de todas, la de frente a frente con Jesús, en la casa de María, cerrar los ojos (aunque en la oscuridad en la que vivimos, de poco sirve tener los ojos abiertos), agarrar la mano de Jesús y confiar. Y el sacerdote jamás debería ser parte del problema sino siempre parte de la solución.

Este acto de confianza supone entregar los mandos de nuestra vida a Jesús, consentir en que Él desbarate nuestros planes de vida y mostrarnos los suyos, que percibiremos con el don de la escucha, y comenzar a caminar agarrado a Él como una lapa.

Pero la confianza supone todo un proceso de transformación de nuestro entendimiento en fe, que diría S. Juan de la Cruz, en creer sin ver, para poder lograr finalmente ver a través de los ojos de Dios.

Incluso, veremos que los del alzacuello no son tan hoscos como parecían en el exterior de la muralla. Aunque habrá que tener cuidado, no sea que descubran que no tenemos papeles (los que saltamos la valla).  Y Jesús nos volverá a decir una y otra vez…

“No temas, estás en mi Reino y yo te acojo, olvídate de los papeles, que son sólo burocracia barata que te perdono, pero ayúdame a que todos esos que están afuera intentando entrar, puedan asaltar la valla y entren”

Y ¿entonces los check points?

Tú, al que tiene hambre dale de comer, al que quiere entrar en mi Reino, ábrele un boquete en la muralla, porque lo que hagas con ellos, me lo haces a mi.”

El sentimiento que siempre he tenido de inmigrante ilegal, sumado al de colaborador secreto de Jesús para que entren todos los ilegales que lo deseen, ha cambiado mi vida completamente.

Jesús me ha demostrado una y otra vez en mi vida que, lejos de gustarle estar en el trono que las autoridades le han construido en el centro del castillo, le gusta salir de incógnito por las noches y juntarse con nosotros, los ilegales para repetirnos ese “venid a mí los que estáis agobiados y angustiados, que yo os aliviaré”.

Jesús es un tipo de fiar. Yo al menos así lo confirmo, porque tuve hambre y Él me ha dado el pan de cada día, la sabiduría necesaria para discernir y me ha perdonado todas mis debilidades y me ha permitido quitarme esa falsa máscara y me quiere tal y como soy. Esta es una increíble historia que quisiera compartir con mis amigos.

Los gatos recelan

Hace bastantes años, tuvimos un gato precioso, que nos regalaron ya mayor, con tres años. Le tuvimos casi dos meses, pero no conseguimos que se hiciera a nosotros. Recelaba y se escondía en cualquier rincón de la casa. Y sólo salía para ir al arenero o para comer y beber. Al final, tuvimos que devolvérselo a su anterior dueña.

La confianza es una virtud que nuestro distópico mundo se encarga de negarnos, dado el nivel de desengaños, de mentira y de falsedad que nos rodea. Los políticos sólo con abrir la boca mienten; son capaces de afirmar algo para, con la misma actitud convincente, afirmar lo contrario un día o una hora después. Y lo que sirve para los políticos, sirve para el común de los mortales. Desde pequeños, nuestros abuelos nos enseñan a no fiarnos ni del cuello de nuestras camisas. El muro que nos divide en “nosotros y los otros” hace que sólo en el entorno de nuestro confinador, de nuestra zona de confort, podamos o nos atrevamos a abrir un poco nuestras defensas y hacer como que confiamos.

Si esto es en la relación normal con los demás, en la relación de amor, sorprendentemente no es diferente. La relación de pareja se basa en la confianza, en saber mostrarnos al otro sin esa máscara fabricada para ser aceptado por el otro. Este es el gran engaño del enamoramiento, que el embalamiento emocional, que diría Ortega hace que por el hecho de mostrarnos desnudos frente al otro creamos que entrambos reina la plena confianza, pero bien que nos guardamos de mostrar los puntos débiles y de hacer creer al otro que vamos de príncipe azul o de princesa por la vida. Tratamos de darle gusto y placer, hasta que se nos inflan las narices si no nos vemos correspondidos, si viviendo de esperas, estas no llegan y nos convertimos, poco a poco en esos egoístas guiñapos de Bernard Shaw, “que no hacemos otra cosa que quejarnos porque el otro no nos hace feliz” y, lo que parecía ser una relación de plena confianza, poco a poco mengua en un estado de sutil recelo; lo que era una relación “I win, you win” pasa a ser una relación “deudor acreedor” donde la desconfianza termina asentándose peligrosamente.

Y cuando se establece este estado de desconfianza, donde el otro nos reprocha un comportamiento impropio de un príncipe o princesa azul, si pretendemos mantener las apariencias, la cosa tenemos experiencia de que suele terminal mal, porque esa apariencia azulona, es sólo fachada, útil para el enamoramiento (ese estado de estupidez transitoria), pero no para una relación de amor verdadero e incondicional. Sólo cuando el más inteligente de los dos es capaz de dar el primer paso y mostrar al otro sus propias debilidades y defectos, de romper esa máscara estereotipada y poner en evidencia su auténtico yo, su auténtica realidad, es cuando es posible recuperar la armonía perdida y darse la pareja cuenta de que esa armonía, ese embalamiento emocional, era sólo el bello envoltorio de la auténtica realidad de ambos.

Lo mismo arriba que abajo

En la Espiritualidad se cumple perfectamente el famoso adagio de la Tabla Esmeralda:

Lo que está abajo es como lo que está arriba, y lo que está arriba es como lo que está abajo, para consumar el milagro de la Unidad.

Así que nuestra relación de amor a Dios es exactamente igual que la relación de amor entre el hombre y la mujer. Así que si alguien quiere aprender a relacionarse con Dios, sólo tiene que recordar su vida amorosa y revivir tanto los momentos o épocas dulces como las amargas. De esto Salomón se percató perfectamente cuando escribió “El Cantar de los Cantares”, lo mismo que es abajo es arriba.

Y en ese “lo mismo”, de la misma forma que hasta que la confianza no rompe el recelo hacia el otro, por desvelar y mostrarle sus defectos, manías y debilidades, lo mismo el alma, hasta que no confía en Dios, no puede dar un paso por la vida espiritual.

Y aquí volvemos al “check point” o a la alambrada electrificada, que hasta que no te confiesas ser un puto y empedernido pecador, no puedes entrar en el camino del Reino de los Cielos. O bien, hasta que no te das cuenta de que lo de la alambrada y el check point no es más que un perverso elaborado de nuestra mente, no podemos rendirnos ante el hecho de que hemos vivido atenazados por el miedo, que TODO LO QUE OS HE CONTADO no es más que el reflejo de la tragedia humana de la incertidumbre mezclada con la mentira.

Os he querido contar la historia de los curas como guardias armados de la valla, para que veáis las paranoias que los humanos nos podemos montar. Me las he montado yo.

Y aquí volvemos al contraste entre el “derecho perfecto” de cumplimiento frente a las amenazas de eternas sanciones y el “derecho imperfecto”, de amar porque sí, porque “te quiero y no puedo vivir sin ti”. Sólo desde la confianza con Alguien que supo encarnarse en una persona de carne y hueso para mostrarnos el camino hacia Dios, es como esa desconfianza y esa vergüenza a mostrar nuestras debilidades, puede desaparecer.

La reconciliación con Dios no puede ser jamás un mero acto administrativo ante un funcionario eclesiástico, ante un notario diocesano que da fe del arrepentimiento del publicano. Pero así ha sido durante siglos. Pero ahora eso ya no vale. El derecho perfecto no cabe en la Espiritualidad, sólo es posible la confianza frente a alguien que sabemos nos ama.

Del riesgo a la dicha de confiar

Mientras la mente ha sido educada para desconfiar, el alma sólo vive para confiar. Cuando la mente hace el delicado y costoso proceso de discriminar el trigo de la cizaña, de ver más allá de las apariencias, el verdadero corazón del amor de Dios se manifiesta desde la mirada del hermano que sabe practicar la misericordia o, que sabe pedir perdón y perdonar. Eso es confiar, estar dispuesto a perdonar y a pedir perdón por desconfiar, por mantener levantado el invisible muro que nos separa los unos de los otros, al amado de la amada, al Amado de la amada, al individuo de su comunidad.

Si la desconfianza nos produce “alergia”, la confianza nos produce “alegría” (cambiar RG por GR); es pasar de una reacción antígeno anticuerpo, a una reacción de simbiosis, de unidad, de aceptación y de felicidad mutua en suma.

Pero para ello, es necesario superar ese recelo que genera la desconfianza ante el riesgo de sentirnos engañados, y lo más doloroso, engañados por aquel en quien confiábamos.

Las noches del alma son el largo camino hacia la confianza plena, hacia el abandono al amor de Dios, un amor que a veces está oculto entre la incertidumbre, pero que siempre está. Todo lo que he escrito aquí, reconozco que me ha costado un gran esfuerzo, porque parece como si pusiera en cuestión las bases de mi fe. Pero creo que podréis ver que no es así, que la cizaña no está para entorpecer nuestro crecimiento espiritual, sino para fortalecerlo, aunque ella crea que sólo está para su propio beneficio.

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Autor: José Alfonso Delgado

Nota: La publicación de las diferentes entregas de La Física de la Espiritualidad

se realiza en este blog, todos los lunes desde el 4 de enero de 2021.

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