AVISO: para comprender con
la mente (o, para que Marta acepte) lo que viene a continuación, hay que leer
todo hasta el final. Si uno se queda a medias del texto, sacará conclusiones
peligrosamente equivocadas.
La relación de amor en la
pareja se basa en dos condiciones imprescindibles, la confianza y la escucha.
No se puede establecer un diálogo sincero entrambos, si no hay confianza para
vencer los miedos a ser descubierto en todos mis inconfesables y, tampoco es
posible el diálogo si no estoy dispuesto a escuchar con el corazón lo que el
otro necesita decirme.
De los riesgos de
la confianza
Vivimos con una gran carga
de miedos frente a los demás; miedo a la intimidad, a que el otro descubra mis
vergüenzas, mis debilidades, todo aquello que haga que mi “máscara” con la que
me presento ante los demás, quede hecha añicos. Tenemos miedo a la
responsabilidad, a no saber dar el do de pecho y ser descubierto en mi
debilidad. Tenemos miedo a la decepción, al “yo creía que, y resulta que”, a
cerrar los ojos y confiar, y ver como en los peores momentos me he sentido solo
y abandonado, “a dónde te escondiste, Amado”. Y tenemos miedo a ser
rechazado por el otro, a que descubra mis puntos débiles.
El mayor escollo para
nuestra confianza es la convicción de que tenemos que merecer el amor de
nuestro cónyuge (o de Dios). Nos hemos convencido de que el otro nos amará en
función de la imagen que yo le proyecte. Así que tengo que esforzarme por dar
una apariencia de cumplidor y de buenas obras. Así que, si para merecer el amor
del otro nos vemos obligados a que no se noten nuestras debilidades y defectos,
que no se rompa nuestra imagen de príncipe azul o de bella princesa. Para
merecer el amor de Dios, tenemos que dar la apariencia de ser fieles
cumplidores de las normas y liturgias religiosas, de ser fieles cumplidores de
la Ley de Dios.
Se nos ha educado en ese “no
ser dignos del amor de Dios”, que no somos dignos de que Jesús entre en nuestra
casa, porque está sucia, desordenada y esconde secretos inconfesables, hasta
que, hartos de semejante situación, surge ese pensamiento “una palabra suya
bastará para sanarme”.
Y un segundo escollo, no
menos importante, es ver cómo en nuestro cónyuge, no todos son virtudes, sino
que van apareciendo defectos no esperados, que nos hacen cuestionar nuestra
confianza en el otro.
El trigo y la
cizaña
En el fondo, el acto de la
reconciliación con Dios está bien, si no fuera por ese tercero interpuesto, ese
severo cura con sotana ante el que tenemos que descubrir todas nuestras
vergüenzas, a riesgo de condenación. Yo no me puedo confiar ante un
desconocido, con el que hablo con una celosía de separación para que no sepamos
quienes somos y le cuente todas mis vergüenzas. Como idea, el sacramento de la
confesión es genial si el objetivo es vencer nuestros miedos y confiar para
convencernos de que Dios nos ama profundamente a pesar de nuestras debilidades.
En la práctica es un martirio por esa semblanza de juez que toma el cura, que
no nos perdonará la vida si no le contamos todas nuestros defectos y
debilidades y pecados. Un anónimo cura tras una celosía no me da confianza,
necesito un amigo de verdad, alguien al que contarle mis penas y angustias, en
la intimidad de mi hogar, en batas y zapatillas; alguien ante el que poder
desnudarme y mostrarme tal cual soy. Y un cura con alzacuellos, como que me da
“yuyu”, me pone en tensión y me asusta, tanto más cuanto que con esta danza
entre Dios allí arriba, yo aquí abajo y ese tercero interpuesto entre ambos, me
estoy jugando nada menos que la vida eterna.
El problema que expongo aquí
está más o menos arraigado en el subconsciente de las personas, dependiendo de
su educación religiosa, pre o postconciliar. Y en cualquier caso, detrás de
todo ello está algo de lo que ya nos advirtió Jesús, que la Iglesia es un mix
de trigo y de cizaña (leed la parábola al respecto, en Mt. 13, 24-30). A lo largo de la
Historia ha habido papas y obispos que han sido grandes santos y personas de
impecable virtud, pero también ha habido papas y obispos que han sido peores
que los políticos más corruptos. Igual se puede decir del resto del clero y,
por supuesto, de los cristianos de a pie. La Cristiandad es una comunidad de
seres humanos, con todas las virtudes y debilidades de los seres humanos, pero
en permanente lucha para superar la terrenal discapacidad de amar. Pero en el
caso del clero, la cizaña escondida ha hecho y hace que muchas gentes se
escandalicen de ver una comunidad que debería ser santa, como una organización
política, nada más lejos de lo que predica (al menos en determinadas
apariencias). A ellos, a los que son causa y motivo de escándalo, “más le
valdría atarse a una rueda de molino y tirarse al mar” (Lc. 17.2)
Yo no sé si los curas llevan
estadísticas de confesiones, pero a juzgar por los millones de pecados mortales
que cometemos (o eso dicen) todos los días, la cosa está pero que muy chunga, y
la confianza es una virtud inalcanzable, si para establecer una relación de
amor entre Dios y yo, antes tengo que pasar por el imposible desfiladero de
las Horcas Caudinas, que nos obliga,
como a los romanos frente a los samnitas, a humillarnos, no ante Dios, sino ante ese desconocido cura con alzacuellos que
magnánimamente, nos perdonará la vida en nombre del Altísimo. Esto no es la
esencia del sacramento, pero sí la apariencia sentida por un nada despreciable
segmento de la población católica.
La confianza plena es
condición sinequanon para el amor. Ese “venid a mi los que estáis agobiados
que yo os aliviaré” (Mt. 11, 28) es esa llamada sincera, no de Dios o del
Pantócrator, sino de Jesús de Nazareth, que para eso se encarnó, para, en bata
y zapatillas, invitarme a confiarme a Él, a contarle mis penas, mis angustias,
mis anhelos. Pero una cosa es eso y otra bien distinta, pasar por el
desfiladero humillante del cura con alzacuellos.
A ver. Puede que alguien
crea que estoy en contra de que el cura me perdone mis pecados. No es eso,
porque de lo que estoy en contra es de que cuando uno necesita un amigo de
verdad para sincerarse y desnudarse, eso se nos obligue a hacerlo ante un anónimo
funcionario del Gobierno, a riesgo de condenación. Es este arquetipo de
comportamiento eclesiástico lo que ha hecho que la gente huya literalmente de
este poderoso sacramento y prefiera refugiarse, en su caso, en la consulta de
un psicólogo pagando 40 euros la cita. O al menos esa ha sido mi experiencia de
doctrino con formación preconciliar, que aún permanece en la ideología
eclesiástica.
En el fondo es una cuestión
de apariencia, la que damos todos ante los demás, nosotros ante ellos, los
curas y ellos ante nosotros, los miserables parroquianos que no somos dignos de
que Jesús nos acoja ante de que los funcionarios eclesiásticos nos perdonen.
Saltar el muro
Ahora, cualquier teólogo o
doctrinólogo me puede poner múltiples argumentos canónicos, jurídicos y
teológicos que desmonten este sentir en lo profundo, pero no con ello, van a
generar la confianza necesaria para entrar por la puerta estrecha y comenzar a
caminar, si ello requiere superar el “check point”. Es más, esto puede parecer
una tontería para los curas, pero está en la base de que para muchísima gente,
entrar en la vida interior sea prácticamente imposible, si para ello, antes hay
que pasar por ese “control de inmigración”; si para visitar a nuestro querido
Jesús, al que el alma ama con locura, ha de pasar ese “check point” con ese
guardia armado o intentar saltar “el muro de Berlín”, a riesgo de perder la
vida en el intento.
Esto es extremadamente
importante; si el que realmente perdona es Jesús y el cura sólo es un
instrumento de Él, para la gente normal o mal enseñada, el que perdona y deja
pasar es el guardia de frontera, el cura, y eso desmonta todo el edificio
doctrinal.
Este es un asunto capital,
que la eclesiología, lo tiene resuelto y sobre el papel del catecismo es fácil,
pero para los creyentes puede suponer una barrera imposible. Y puede que esté
en la base de que los católicos nos estemos quedando en una minoría sociológica,
por el confusionismo creado en la gente normal. Los aires de autoridad eclesiástica
han ocultado a lo largo de los siglos el valor de la misericordia para mucha
gente.
En la historia de mi vida,
tras varias experiencias tristes y angustiosas en mi adolescencia con los
guardias de los check points, al final me armé de valor y me decidí a saltar de
noche las alambradas de la ciudad de Dios y ¡conseguí entrar en mi
propia vida interior! Sin que ellos se dieran cuenta y me encontré con mi
amado Jesús, que me demostró que yo había sido idiota y que me creía lo que no
era, que mis pecados no eran tales y que los del check point no eran tan ogros
como a mi me parecía o me hicieron creer. Pero es que a veces dan el pego y
parecen milicianos soviéticos dispuestos a bloquearme.
La fe no es un asunto de
creer o no creer, sino de confiar o no, de ponernos en manos de
Aquel que está esperando a los agobiados y angustiados, con el apoyo de los
guardias del check point, que deben cambiar completamente su apariencia, porque
si no, se nos obliga a saltar las alambradas que ellos han electrificado.
Esta es una contradicción
real, aunque ellos crean que es un invento de la gente asustada. La Iglesia, en
este sentido, necesita un meneo y una seria revisión de la apariencia que da a
los del otro lado. Es mi opinión; hay demasiada cizaña oculta.
Así que, si hemos conseguido
saltar las “concertinas” del muro de la diócesis (que ha sido mi caso) o hemos
conseguido superar dignamente el check point de la canónica confesión, ya
dentro, encontraremos a Jesús de carne y hueso, dispuesto a curar las heridas
de las alambradas.
Esta historia de las
alambradas me recuerda a la valla de Melilla. Parece como si hubiera que pagar
un alto precio para abandonar el árido desierto de la pobreza extrema para
poder acceder a un catre y un trozo de pan. El subsahariano que intenta cruzar
tiene confianza en los que están dentro, en que les van a acoger, pero
desconfían de los guardias de frontera, porque no tienen papeles para poder
entrar y además están hechos unos pordioseros y huelen mal. Ya dentro,
descubres que sí, al menos un catre y un trozo de pan te ofrecen en el CIE.
En la vida interior, si
consigues atravesar todas las barreras a la entrada, que no sólo las pone el
demonio, queda la barrera más importante de todas, la de frente a frente con
Jesús, en la casa de María, cerrar los ojos (aunque en la oscuridad en la que
vivimos, de poco sirve tener los ojos abiertos), agarrar la mano de Jesús y
confiar. Y el sacerdote jamás debería ser parte del problema sino siempre parte
de la solución.
Este acto de confianza
supone entregar los mandos de nuestra vida a Jesús, consentir en que Él
desbarate nuestros planes de vida y mostrarnos los suyos, que percibiremos con
el don de la escucha, y comenzar a caminar agarrado a Él como una lapa.
Pero la confianza supone
todo un proceso de transformación de nuestro entendimiento en fe, que diría S.
Juan de la Cruz, en creer sin ver, para poder lograr finalmente ver a través de
los ojos de Dios.
Incluso, veremos que los del
alzacuello no son tan hoscos como parecían en el exterior de la muralla. Aunque
habrá que tener cuidado, no sea que descubran que no tenemos papeles (los que
saltamos la valla). Y Jesús nos volverá
a decir una y otra vez…
“No temas, estás en mi Reino y yo te acojo,
olvídate de los papeles, que son sólo burocracia barata que te perdono, pero
ayúdame a que todos esos que están afuera intentando entrar, puedan asaltar la
valla y entren”
Y ¿entonces los check points?
Tú, al que tiene hambre dale de comer, al que
quiere entrar en mi Reino, ábrele un boquete en la muralla, porque lo que hagas
con ellos, me lo haces a mi.”
El sentimiento que siempre
he tenido de inmigrante ilegal, sumado al de colaborador secreto de Jesús para
que entren todos los ilegales que lo deseen, ha cambiado mi vida completamente.
Jesús me ha demostrado una y
otra vez en mi vida que, lejos de gustarle estar en el trono que las
autoridades le han construido en el centro del castillo, le gusta salir de
incógnito por las noches y juntarse con nosotros, los ilegales para repetirnos
ese “venid a mí los que estáis agobiados y angustiados, que yo os aliviaré”.
Jesús es un tipo de fiar. Yo
al menos así lo confirmo, porque tuve hambre y Él me ha dado el pan de cada
día, la sabiduría necesaria para discernir y me ha perdonado todas mis
debilidades y me ha permitido quitarme esa falsa máscara y me quiere tal y como
soy. Esta es una increíble historia que quisiera compartir con mis amigos.
Los gatos recelan
Hace bastantes años, tuvimos un gato precioso, que nos regalaron ya
mayor, con tres años. Le tuvimos casi dos meses, pero no conseguimos que se
hiciera a nosotros. Recelaba y se escondía en cualquier rincón de la casa. Y
sólo salía para ir al arenero o para comer y beber. Al final, tuvimos que
devolvérselo a su anterior dueña.
La confianza es una virtud que nuestro distópico mundo se encarga
de negarnos, dado el nivel de desengaños, de mentira y de falsedad que nos
rodea. Los políticos sólo con abrir la boca mienten; son capaces de afirmar
algo para, con la misma actitud convincente, afirmar lo contrario un día o una
hora después. Y lo que sirve para los políticos, sirve para el común de los
mortales. Desde pequeños, nuestros abuelos nos enseñan a no fiarnos ni del
cuello de nuestras camisas. El muro que nos divide en “nosotros y los otros”
hace que sólo en el entorno de nuestro confinador, de nuestra zona de confort,
podamos o nos atrevamos a abrir un poco nuestras defensas y hacer como que
confiamos.
Si esto es en la relación normal con los demás, en la relación de
amor, sorprendentemente no es diferente. La relación de pareja se basa en la
confianza, en saber mostrarnos al otro sin esa máscara fabricada para ser
aceptado por el otro. Este es el gran engaño del enamoramiento, que el
embalamiento emocional, que diría Ortega hace que por el hecho de mostrarnos
desnudos frente al otro creamos que entrambos reina la plena confianza, pero
bien que nos guardamos de mostrar los puntos débiles y de hacer creer al otro
que vamos de príncipe azul o de princesa por la vida. Tratamos de darle gusto y
placer, hasta que se nos inflan las narices si no nos vemos correspondidos, si
viviendo de esperas, estas no llegan y nos convertimos, poco a poco en esos egoístas
guiñapos de Bernard Shaw, “que no hacemos otra cosa que quejarnos porque el
otro no nos hace feliz” y, lo que parecía ser una relación de plena
confianza, poco a poco mengua en un estado de sutil recelo; lo que era una
relación “I win, you win” pasa a ser una relación “deudor acreedor” donde la
desconfianza termina asentándose peligrosamente.
Y cuando se establece este estado de desconfianza, donde el otro
nos reprocha un comportamiento impropio de un príncipe o princesa azul, si
pretendemos mantener las apariencias, la cosa tenemos experiencia de que suele
terminal mal, porque esa apariencia azulona, es sólo fachada, útil para el
enamoramiento (ese estado de estupidez transitoria), pero no para una relación
de amor verdadero e incondicional. Sólo cuando el más inteligente de los dos es
capaz de dar el primer paso y mostrar al otro sus propias debilidades y
defectos, de romper esa máscara estereotipada y poner en evidencia su auténtico
yo, su auténtica realidad, es cuando es posible recuperar la armonía perdida y
darse la pareja cuenta de que esa armonía, ese embalamiento emocional, era sólo
el bello envoltorio de la auténtica realidad de ambos.
Lo mismo arriba que abajo
En la Espiritualidad se cumple perfectamente el famoso adagio de la
Tabla Esmeralda:
Lo que está abajo es como
lo que está arriba, y lo que está arriba es como lo que está abajo, para
consumar el milagro de la Unidad.
Así que nuestra relación de amor a Dios es exactamente
igual que la relación de amor entre el hombre y la mujer. Así que si alguien
quiere aprender a relacionarse con Dios, sólo tiene que recordar su vida
amorosa y revivir tanto los momentos o épocas dulces como las amargas. De esto
Salomón se percató perfectamente cuando escribió “El Cantar de los Cantares”,
lo mismo que es abajo es arriba.
Y en ese “lo mismo”, de la misma forma que hasta que la
confianza no rompe el recelo hacia el otro, por desvelar y mostrarle sus
defectos, manías y debilidades, lo mismo el alma, hasta que no confía en Dios,
no puede dar un paso por la vida espiritual.
Y aquí volvemos al “check point” o a la alambrada
electrificada, que hasta que no te confiesas ser un puto y empedernido pecador,
no puedes entrar en el camino del Reino de los Cielos. O bien, hasta que no te
das cuenta de que lo de la alambrada y el check point no es más que un perverso
elaborado de nuestra mente, no podemos rendirnos ante el hecho de que hemos
vivido atenazados por el miedo, que TODO LO QUE OS HE CONTADO no es más que el
reflejo de la tragedia humana de la incertidumbre mezclada con la mentira.
Os he querido contar la historia de los curas como
guardias armados de la valla, para que veáis las paranoias que los humanos nos
podemos montar. Me las he montado yo.
Y aquí volvemos al contraste entre el “derecho perfecto”
de cumplimiento frente a las amenazas de eternas sanciones y el “derecho
imperfecto”, de amar porque sí, porque “te quiero y no puedo vivir sin ti”.
Sólo desde la confianza con Alguien que supo encarnarse en una persona de carne
y hueso para mostrarnos el camino hacia Dios, es como esa desconfianza y esa
vergüenza a mostrar nuestras debilidades, puede desaparecer.
La reconciliación con Dios no puede ser jamás un mero
acto administrativo ante un funcionario eclesiástico, ante un notario diocesano
que da fe del arrepentimiento del publicano. Pero así ha sido durante siglos.
Pero ahora eso ya no vale. El derecho perfecto no cabe en la Espiritualidad,
sólo es posible la confianza frente a alguien que sabemos nos ama.
Del riesgo a la dicha de confiar
Mientras la mente ha sido educada para desconfiar, el alma sólo
vive para confiar. Cuando la mente hace el delicado y costoso proceso de
discriminar el trigo de la cizaña, de ver más allá de las apariencias, el
verdadero corazón del amor de Dios se manifiesta desde la mirada del hermano
que sabe practicar la misericordia o, que sabe pedir perdón y perdonar. Eso es
confiar, estar dispuesto a perdonar y a pedir perdón por desconfiar, por
mantener levantado el invisible muro que nos separa los unos de los otros, al
amado de la amada, al Amado de la amada, al individuo de su comunidad.
Si la desconfianza nos produce “alergia”, la
confianza nos produce “alegría” (cambiar RG por GR); es pasar de
una reacción antígeno anticuerpo, a una reacción de simbiosis, de unidad, de
aceptación y de felicidad mutua en suma.
Pero para ello, es necesario superar ese recelo que genera la
desconfianza ante el riesgo de sentirnos engañados, y lo más doloroso,
engañados por aquel en quien confiábamos.
Las noches del alma son el largo camino hacia la confianza plena,
hacia el abandono al amor de Dios, un amor que a veces está oculto entre la
incertidumbre, pero que siempre está. Todo lo que he escrito aquí, reconozco
que me ha costado un gran esfuerzo, porque parece como si pusiera en cuestión
las bases de mi fe. Pero creo que podréis ver que no es así, que la cizaña no
está para entorpecer nuestro crecimiento espiritual, sino para fortalecerlo,
aunque ella crea que sólo está para su propio beneficio.
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Autor: José Alfonso Delgado
Nota: La publicación de las diferentes entregas de La Física de la Espiritualidad
se realiza en este
blog, todos los lunes desde el 4 de enero de 2021.
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