De cómo no ser
un egoísta guiñapo
El júbilo es la consecuencia
de la transformación del alma en Dios, de la evanescencia progresiva de la
naturaleza humana centrada en la búsqueda de la satisfacción personal a costa
del abandono de los demás, para comprender que el objetivo de la vida es la
armonía de todos los seres en torno a su Creador.
Esa transformación supone la
renuncia de uno mismo a sus apetencias y deseos, igual que en la relación de
pareja, su crecimiento requiere la renuncia de sí mismo y la donación al
otro. Si el amor parece que entra por la atracción sexual y parece crecer
con la relación de amistad, cuando realmente madura y se hace adulto es cuando
surge el agapé o donación total al otro.
Mientras que ese vector de
entrega y donación no aparece en el horizonte de la relación, por mucho
embalamiento emocional que experimente la pareja (o el alma e incluso la
mente), no se ha salido del ámbito egoico de la satisfacción personal. Y esta
necesidad de satisfacción personal exige que “los planes salgan bien”, que
tanto lo que nosotros hacemos, como las circunstancias que nos rodean, resulten
de nuestro agrado y, si no, pues “me enfado y no respiro”, es decir, fruncimos
el ceño y no hacemos más que quejarnos porque el mundo no nos hace felices.
Si extendemos esta actitud
estúpida a nuestra relación con Dios, pues nos comportamos igual que la pareja
que descubre que su príncipe azul no es tan azul y ronca por las noches. Porque
exigimos a Jesús que cumpla con su amor misericordioso y me ayude a que “mis
planes salgan bien”. Y si mis planes y los del mundo no salen bien, nos
preguntamos “¿por qué Dios permite el mal en el mundo?” y todas esas chorradas.
Revertir toda esta situación
requiere la transformación de lo que es el motor del comportamiento humano,
basado en las tres potencias, el entendimiento, la memoria y la capacidad de
decisión o voluntad. Es la transformación del entendimiento en la virtud de la
fe, de la memoria en la esperanza y de la voluntad en amor.
En vez de ver y comprender
para creer, mente y alma han de confiar en Aquel del que el alma está “supuestamente
enamorada” y fiarse de que su voluntad (la de Jesús) guía los pasos de la vida.
Esta transformación se basa en el ejercicio de la confianza. Creer para ver.
En vez de recordar y llevar
cuentas, el alma y la mente han de saber escuchar la voz de Dios en el
silencio. Esta transformación se basa en el ejercicio de la escucha.
Y, por último, la voluntad
ha de dejar de dar cumplimiento a mis deseos, para ser centrada en la
satisfacción de las necesidades del otro. Esa entrega sin condiciones a lo que
el otro necesita es lo que se conoce por “Amor incondicional “, agapé.
En la relación de pareja, el
otro es el otro, el amado o la amada, que se denomina así porque es a quien
hemos decidido entregarnos en cuerpo y alma. De modo que yo me entrego a su cuidado
y el otro se entrega al mío. De esa entrega mutua se vive el amor de pareja. Es
una mutua decisión de “te entrego, te doy mi vida entera”.
En la relación del alma con
el Amado, ella se entrega en primera instancia a un ser espiritual que siente
dentro de sí, y no sabe muy bien cómo corresponderle. Le han enseñado que
expresar el amor a Dios consiste en la práctica religiosa y, en la mayoría de
las ocasiones el alma y la mente se enredan en multitud de ritos y liturgias, a
ver si así consiguen expresar su amor a Dios. De modo que “tanto más amo a Dios
cuanto más rezo y participo de los actos religiosos”. Es una evidente relación
directamente proporcional a la actividad religiosa. Aún el alma no ha caído en
la cuenta de que la cosa no va de atiborrarse a rezos y liturgias, sino de
escuchar en el interior el silencio de Jesús que se manifiesta en la relación
con los hermanos.
23Por tanto, si
cuando vas a presentar tu ofrenda sobre el altar, te acuerdas allí mismo de que
tu hermano tiene quejas contra ti, 24 deja allí tu ofrenda ante
el altar y vete primero a reconciliarte con tu hermano, y entonces vuelve a
presentar tu ofrenda. (Mt. 5, 23-24)
Es decir, de nada sirve la
participación y cumplimiento litúrgico, si tu hermano tiene quejas contra ti.
En otras palabras, o tu vida interior se evidencia en tu relación con los
demás, o estás viviendo una farsa. Así que nada consigue el alma (y la mente)
hasta que no toma consciencia de que ese Jesús del que está supuestamente enamorada,
la está mirando a los ojos en todos aquellos que tiene a su lado, que cada ser
humano es Jesús de carne y hueso y que lo que necesitan aquellos que conviven
con él, es lo que necesita Jesús.
El sufrimiento
es opcional
Un guiñapo, la Real Academia lo define como una
“persona moralmente abatida, o muy débil y enfermiza”. Es decir, una persona
desilusionada, que viene de “des – ilusa”. Y una ilusa es alguien “propensa a ilusionarse con demasiada facilidad o sin
tener en cuenta la realidad”. El alma y la mente, que en esto van a ir
juntas, como no puede ser de otra manera, caen en des-ilusión cuando “yo
pensaba que… y resulta que…”; cuando yo pensaba que amar a Jesús consistía en
inflarme a rezos y liturgias para que Él satisfaga mis planes y resulta que no
me hace ni puñetero caso y encima las cosas me salen mal. Me ha quitado la
ilusión y se ha ido de mi lado “
¿A dónde te escondiste, Amado
y me dejaste con gemido?
Y el alma se cubre de
sentimientos negativos, de tristeza, de miedos y hasta de enfado. Ha
desaparecido la alegría, el contento. Y hasta se siente engañada porque Dios la
ha camelado con consolaciones que al final y a la primera de cambio, alguna
petición egoica, no ha salido bien.
Descubrir que el amor de
Dios y a Dios no consiste en rezar oraciones suplicantes para que “mis
planes salgan bien”, ciertamente es duro, porque duro, durísimo, es salir del
inmenso error en el que nuestra naturaleza humana o la inercia impresa por el
pecado original (o nuestra primitiva naturaleza humana reptiliana del cerebro
primitivo) nos ha introducido y hecho creer. Ante los acontecimientos
personales y del entorno que nos afecta, los humanos, para superar esa
des-ilusión, tenemos obligadamente que pasar del rechazo a la adversidad, a la
tolerancia para finalmente abrazar la aceptación de los hechos como vienen, en
la medida en que no esté en nosotros solucionar las situaciones adversas.
Rechazo,
tolerancia y aceptación; éste es el
camino que va desde “querer a Dios” a “amar a Dios”. Querer expresa deseo de
tener, de poseer, que en la pareja se expresa en los componentes “eros” y
“philias” del amor. Al poseer y disfrutar, la pareja goza y disfruta el uno del
otro, pero no se aman (aunque eso parezca), ni de lejos, porque la desilusión
aparece con la rutina y al comprobar que el otro no es como yo le idealizaba,
como alguien que satisface todos mis deseos, me des-ilusiona “yo pensaba que…,
y resulta que…”
Y la desilusión produce en
primera instancia un fuerte rechazo, y eso produce dolor y lamento, decepción y
sí, somos unos guiñapos egoístas, probablemente, como en la llegada a Zubiri
(primera etapa del Camino). Pensamos que esto no es lo que yo pensaba.
Para superar esta adversidad
de “yo pensaba que Jesús satisfaría mis planes y resulta que no es así”, lo que
me suceda he de tolerarlo, aunque sea a regañadientes. Es eso de aguantar el
dolor y los sentimientos negativos que me genera ver que Jesús no responde a
mis súplicas y que ante el peligro o la adversidad “huye como el ciervo,
dejándome herido”.
Además, esto casa con lo que
me han enseñado en catequesis, que esta vida es un valle de lágrimas y que
hemos de sufrir para alcanzar la Gloria. Así que a sufrir toca. Si no sufro, no
purgo mis pecados y todas esas cosas. Así que cuanto más sufra, mejor.
Y dice Buda: “el dolor es inevitable, pero el sufrimiento
es opcional”. Que a veces,
los filósofos orientales nos demuestran su gran sabiduría milenaria. Porque es
verdad, nadie te puede recriminar el dolor por una adversidad o una pérdida,
pero una vez superado el duelo, seguir regodeándote en el sufrimiento es de
idiotas, (idiota: “el que sólo se preocupa de lo propio” (“idio”), que
sólo ve su ombligo dañado. Así es que tolerar el dolor y regodearse en él, es
decir, tolerarlo, con ser el primer paso, ni es suficiente ni conduce a ninguna
parte, porque no es del agrado de Dios, de Jesús verte sufrir, como no es del
agrado del otro ver sufrir a su amada. Vivir así, centrado en el sufrimiento es
una soberana gilipollez (que a veces un taco refuerza el argumento).
Así que no queda otra, si
quiere el alma salir del fango de la desilusión, aceptar los hechos, que no
significa resignarse y exclamar “¡qué se le va a hacer!”. Eso es mezquino e
inútil. Eso es rendirse a la adversidad; eso es reconocer el completo fracaso
de mi vida.
Aceptar la
adversidad es algo sublime, porque es el
comienzo de todo un proceso encaminado a comprender que la relación profunda
del alma con Jesús y la transformación de la amada en el Amado se basa en la
transformación de mis deseos en los suyos, de mis planes en los suyos, de mi
vida en su vida, en suma, la transformación de “yo” en “Él” y comprender que
amar a Dios, amar a Jesús es que “ya no vivo yo, sino que es Jesús el que vive
en mí” (que diría San Pablo en Gálatas 2,20), que vacío mi templo de mis deseos
y de mis planes, para que Él reine sin obstáculo alguno por mi parte.
Y en esa
aceptación, entra de lleno mi prójimo, el que tengo a mi lado y me necesita y comprender
que lo que Jesús me pide se está expresando en lo que mi prójimo necesita de
mí, porque él, las personas que cada día se cruzan en mi camino, son la
encarnación constante de Jesús en mi vida. Amar a Jesús, no es, por tanto, amar
a un espíritu en mis adentros, sino en el hermano, el que tiene quejas contra
mi y Jesús me pide que deje mi ofrenda y vaya a atenderle. Eso es donación,
agapé, amar como decisión de la voluntad.
Es por tanto ese descubrir a
Jesús en la persona que tienes a tu lado, lo que te transforma en el mismo
Jesús encarnado también.
Y así el alma llega al
júbilo, que no es un sentimiento exultante, sino el gozo sereno y sosegado, la
profunda paz interior que experimenta el alma (y la mente) al sentir la
vivencia del Amor. Es el resultado de comprender que amar es la decisión de
entregar la vida entera a Jesús, el hijo de María, la aldeana de Nazareth que,
mira por donde, le veo transfigurado, no tanto en el altar, que por supuesto también,
sino en aquel que tengo a mi lado y acaso tenga quejas contra mí.
En el fondo el júbilo es
aquello que nos decían nuestras abuelas: “Si
pones todo en manos de Dios, verás la mano de Dios en todo”
Resurrección
Una cosa que, creo, más les
raya a los escépticos de los cristianos, es nuestra fe en la resurrección de
Cristo. Físicamente es imposible, con lo cual, la mente lo descarta sin
contemplaciones, con lo que el cristianismo como religión resulta ser un cuento
chino. Y es que estamos tan habituados y convencidos en que los milagros son
imposibles, que poco a poco, la “decepción”, esa actitud de derrota se adueña
de nosotros y de nuestra vida y nos convence de que sólo podemos fiarnos de
nuestras capacidades para superar la adversidad. Esto es lo mismo que vernos
obligados a comernos el polvo del desierto de la vida, un desierto, una meseta
castellana que termina por hacer que maldigamos en qué hora vinimos a este
mundo; en qué hora se nos ocurrió comenzar el Camino.
Y cuando todo parece ya
perdido, cuando la aridez de la llanura mesetaria parece no tener fin, el
caminante se encuentra, durante la tediosa etapa entre Hospital de Órbigo y
Astorga, a la altura de San Justo de la Vega, con la Cruz de Santo Toribio, un
cruceiro con el que el caminante se encuentra un poco antes de llegar a
Astorga. Aparte de las tradiciones lebaniegas al respecto, este cruceiro tiene
la curiosa cualidad de mostrar al cansado peregrino, allá, en lontananza, nada
menos que ¡la montaña! Yo, al menos, cuando vi este panorama, harto y hasta las
narices de etapas absolutamente mesetarias, dije para mis adentros, ¡Por fin! Porque
a partir de Astorga comienza la montaña y, ya nada será igual, dejas atrás la
travesía del desierto de la vida y comienzan unas etapas más difíciles desde el
punto de vista físico y de esfuerzo personal, pero espiritualmente mucho más
reconfortantes. Pasado Astorga, tienes que caminar por la Maragatería y subir
al empinado puerto de Foncebadón, donde te encuentras con otra cruz, la Cruz de
Ferro, donde la tradición dice que los peregrinos, que han llevado en su macuto
una piedra que representa sus pecados y sus inútiles apegos tiran esa piedra
(de peso proporcional a los mismos), a esa pequeña cruz de hierro, rodeada de
un caramullo de piedras apiladas que representa cómo el alma es capaz de
desprenderse de la carga inútil que le ha acompañado toda su vida.
Y así, ligera de equipaje,
el alma puede enfrentarse a Galicia, a la tercera parte del Camino, plagado de
montes y umbrías, de paisajes nebulosos, nada fáciles, pero, una vez superado O
Cebreiro, echando la vista atrás la inmensidad del paisaje leonés que
representa tu pasada vida de lucha contra ti mismo y viendo el paisaje gallego
con inmensos valles cubiertos de nubes bajo tus pies, sientes la sensación de
transformación total de tu vida (de peregrino). Y mira por donde, María se
encuentra de nuevo con su apuesto peregrino que de nuevo se une a ellas para
iniciar el descomunal descenso a Triacastela, donde las zapatillas y los pies
“echarán el resto”, antes de rendirse y amenazarte con “sigue tú que nosotros,
los pies, nos quedamos”.
Amar es una
decisión
La larga travesía castellana
es esa noche oscura de los sentidos, de la mente, de nuestra Marta, que ha de
saber comprender, ser consciente de que la felicidad no depende de que “mis
planes salgan bien”, de que nuestros deseos, nuestra forma de ver la vida, sea
la que el mundo tiene que aceptar y, si no es así, “me enfado y no respiro”. Que amar es algo mucho más sublime que el
embalamiento emocional del ya lejano enamoramiento y que si no es así, me
decepciono, me desilusiono y creo que el amor se fue cuando se fueron los
deliciosos juegos amorosos de chico y chica enamorados.
Es duro, a veces durísimo,
tener que reconocer que amar es saber superar esos sentimientos negativos que
te surgen cuando la vida te enseña los dientes o, simplemente, el maromo no
responde a tus deseos e ilusiones. En las etapas castellanas mucha gente se
desanima y regresa a casa, a su primitiva casa, a su “zona de confort”. Otros
hacen trampa y creen que el Camino puede comenzar en Sarria, ahorrándose la
aridez castellana y, en cuatro agradables días inflándote a “pulpo da feira”,
llegas a Santiago y ¡ya está!
El júbilo es la recompensa
de haber sabido amar contra todo pronóstico; cuando la mente comprende todo
esto, cuando llega a alcanzar la consciencia de que la vida consiste en
aprender a amar como acto de la voluntad.
Poca gente cae en la cuenta
de que la clave del Camino de Santiago, al menos para mí, así fue, es saber
comprender, ser consciente del significado profundo que el Camino oculta entre
esas dos cruces, la Cruz de Santo Toribio y la Cruz de Ferro. Es en esos 35
kilómetros, donde física y espiritualmente, Mente y Alma, Marta y María, han de
tomar consciencia sobre de qué va la Vida y el Camino que decidieron iniciar.
Antes de Santo Toribio, la cosa ha sido “un puto coñazo” (perdón por el
lenguaje) de eternas etapas planimétricas; después de la Cruz de Ferro, ambas,
mente y alma, Marta y María, comienzan a tomar consciencia de que acaso pasarse
toda la vida discutiendo, queriendo la una prevalecer sobre la otra, ha sido
una infantil estupidez. Y los 35 kilómetros entre ambas cruces, acaso supongan
esa iluminación que te hace comprender, como advertía el cura de Nájera, ¿por
qué has llegado hasta aquí? Porque para llegar hasta Sto. Toribio, has tenido
que madurar mucho, que sufrir mucho, que curarte muchas ampollas y calmarte
muchos dolores de piernas y de hombros. En suma, has tenido que aprender que amar
NO ES un sentimiento, sino la decisión que ha conseguido hacerte
levantar cada mañana y enfrentarte a una nueva etapa mesetaria, sólo
recompensada al contemplar los impresionantes monumentos románicos y góticos
del Camino y, la compañía de otros peregrinos que, como tú, también estaban
cometiendo la insensatez de hacer lo mismo que tú.
El pequeño tramo entre Sto.
Toribio y Foncebadón es crítico, porque antes de él recorres tu Camino personal
como un “egoísta guiñapo que no hace otra cosa que quejarse porque el mundo
no te hace feliz”, superada y más que superada la etapa del idílico
enamoramiento. En ese tramo entre las dos cruces, empiezas a caer en la cuenta
de lo mucho que has crecido, de cómo, aún estando cabreado, cada día has
madrugado y comenzado a andar antes de salir el sol hasta llegar a la siguiente
etapa y, una tras otra, hasta Santo Toribio y, de repente, ¡por fin, la
montaña!
Y tomas consciencia de que gracias
a la “tediosa senda” castellana, has forjado tu voluntad y has aprendido a no
responder con enfado a “las ausencias de tu Amado”, sino a responder con el
cotidiano esfuerzo de seguir adelante. Y al final, te das cuenta de que NO HAS
sido tú el artífice del milagro, sino Aquel que te fascinó en un principio y
que después te desilusionó porque no atendía a tus plegarias.
Y finalmente, en la Cruz de
Ferro comienzas a darte cuenta de que llevabas la mochila llena de un pesado e
inútil fardo que te agotaba; así que tirando tu piedra al caramullo de la Cruz,
te sientes liberado y ahora sí, puedes comenzar a caminar siendo consciente de
lo que supone amar, primero de todo amarte a ti mismo, dejando en la Cruz de
Ferro todos los escrúpulos que te inyectó el Sueño del Planeta; segundo, amar a
tus compañeros peregrinos, con quienes has compartido toda tu vida y tus
dolores de pies y rodillas y, tercero y fundamental, amar realmente al
Resucitado, ser consciente de que más allá de tu personal esfuerzo, NO HAS
SIDO TÚ el artífice de la proeza de llegar hasta Foncebadón, sino Él, que te ha
ido aportando ese plus de voluntad que no tenías y que poco a poco, etapa
mesetaria tras etapa mesetaria, en la más rutinaria cotidianeidad, hasta tomar
consciencia de toda esa mercancía inútil (esa piedra) que finalmente lanzas con
orgullo a los pies de la Cruz de Ferro, para por fin, estar dispuesta (mente y
alma) a entrar por las cañadas oscuras de Camino gallego, agarrada a la mano de
Aquel en quien confías para aprender ahora sí, a caminar a ciegas.
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Autor: José Alfonso Delgado
Nota: La publicación de las diferentes entregas de La Física de la Espiritualidad
se realiza en este
blog, todos los lunes desde el 4 de enero de 2021.
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