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El blog El Cielo en la Tierra publica todos los lunes, desde el 3 de septiembre de 2018, una entrada relacionada con el Proyecto de investigación Consciencia y Sociedad Distópica. Por medio de este enlace se puede tener información sobre sus objetivos y contenidos y cómo colaborar con él:
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La obsesión de la medicina
moderna por prolongar la existencia puede recortar la libertad de las personas
en la última fase de sus vidas.
Joseph Lazarov padecía un cáncer de
próstata incurable. Un día su pierna se paralizó y fue hospitalizado. La
enfermedad se había extendido a la columna. Pese a que no existía la
posibilidad de una recuperación razonable, que le permitiera una calidad de
vida aceptable para él, quiso someterse a una operación de alto riesgo para
extirpar la creciente masa tumoral. “No deis mi caso por perdido”, suplicó a
los médicos. La intervención fue técnicamente perfecta. Pero supuso el
detonante de decenas de molestas y dolorosas complicaciones (fallos
respiratorios, infecciones, coágulos, hemorragias…). El paciente, de sesenta y
tantos años, pasó sus últimas horas postrado en una cama en una fría sala de
cuidados intensivos, entubado. Todo salió mal. Murió 15 días después. “Le torturamos
durante dos semanas, y luego murió; pasara lo que pasara, lo cierto es que no
podíamos curarle”, reconoce Atul Gawande, uno de los
cirujanos que le atendió, hace ya una década.
El paciente no estaba preparado para
morir, ni sus médicos supieron cómo hablar con él sobre la verdad de su estado,
a pesar de que las consecuencias de la operación eran muy previsibles. “Aprendí
muchísimas cosas en la facultad, pero la mortalidad no figuraba entre ellas. Nuestros
libros no decían casi nada sobre el envejecimiento. A nuestro modo de ver, y al
de nuestros catedráticos, el objetivo de la enseñanza de la medicina era que
aprendiéramos a salvar vidas, no a cómo ocuparnos de su final”, afirma Gawande,
también profesor de Harvard, en la introducción de Ser mortal, la medicina y
lo que importa al final (Galaxia Gutenberg). El libro, publicado en España
el mes de marzo, refleja uno de los grandes debates actuales: el papel de los
médicos en un mundo en el que cada vez más gente vive hasta bien entrada la
vejez.
Los importantes avances registrados en
medicina en el último siglo han proporcionado gran parte de la humanidad una
existencia más larga. En 1790, las personas de 65 años o más suponían menos del
2% de la población en Estados Unidos; hoy son el 14%. En Alemania, España,
Italia y Japón, rondan el 20%. China se ha convertido en el primer país del
mundo con más de 100 millones de personas ancianas. Y las cifras van en
aumento. Pero existe cierto consenso en que, en más ocasiones de las deseadas,
se llevan demasiado lejos los intentos por prolongar la vida y se habla poco
con el paciente sobre sus preferencias.
La definición de cómo debe ser la última
parte de nuestra existencia está en el centro de un intenso debate. Frente a la
creencia de que vivir muchos años suele dar la felicidad, cada vez se pone más
el énfasis en que no todos aspiran a batir marcas de longevidad. “Somos
criaturas mortales, con cada vez menos salud, y debemos aspirar a tener la
mejor vida posible hasta el final. La medicina debe ayudar en ese proceso.
Hemos medicalizado la última fase de la vida, que cada vez dura más años. La
gente tiene más objetivos aparte de vivir más”, explica Gawande en una
entrevista telefónica desde Boston, donde vive y trabaja.
¿Morir en casa o en el hospital?
¿Reanimación en caso de parada cardiorrespiratoria? ¿Suministro de antibióticos
si se detecta una infección, pese a que se trate de un enfermo terminal o de
muy avanzada edad? ¿Afrontar los riesgos asociados a una operación o vivir
fuera de un hospital los últimos meses? ¿Vivir menos pero con mayor calidad de
vida o ir tirando? Las respuestas son extraordinariamente personales y únicas y
deben de ser respondidas. Iona Heath es una de las profesionales de la salud
que han analizado las repercusiones de la negación de la muerte para el
paciente. En un libro de referencia en este tema, Ayuda a morir, (Katz Editores), la médica británica cita un estudio
esclarecedor al respecto, realizado en Estados Unidos entre pacientes con
cáncer avanzado y demencia avanzada: en el 24% de los casos se intentó reanimar
al moribundo, mientras el 55% de los pacientes con demencia murieron con los
tubos de alimentación. “Uno de los encuentros más desafortunados de la medicina
moderna es el de un anciano débil e indefenso, que se acerca al final de su
vida, con un médico joven y dinámico que comienza su carrera”, explica la doctora
de familia.
“La gente tiene más objetivos además del
de vivir más tiempo”, explica el cirujano y escritor Atul Gawande.
Uno de los efectos del enorme avance
científico es que la muerte se ha trasladado a los hospitales. La gente fallece
rodeada de máquinas y de profesionales sanitarios a los que no conoce. En 1995,
la mayoría de los fallecimientos en Estados Unidos se producían en el
domicilio; en los ochenta, solo el 17% de los casos. La tendencia en Europa es
similar. “La medicina actual ha convertido las vidas cortas y las muertes
rápidas del pasado en unas vidas largas y unas muertes lentas”, según el psicológo Ramón Bayés, profesor emérito de la Universidad
Autónoma de Barcelona de 84 años, y estudioso de la salud (oncología, sida,
envejecimiento y cuidados paliativos), que también ha escrito sobre el tema. El
problema es que la posibilidad de demorar el proceso de morir se ha convertido,
en muchos casos, en el objetivo a alcanzar. Bayés cita un ejemplo de este
cambio de paradigma: “Un campesino viudo que durante su larga existencia ha
vivido siempre en un entorno familiar físico y afectivo le sobreviene un
derrame cerebral y una ambulancia lo traslada con rapidez a un gran hospital de
la ciudad, donde muere solo, en un lugar extraño, en ninguna parte”. Hace 50
años, casi con toda seguridad, habría muerto en casa.
Lo cierto es que, pese a que la sociedad
occidental envejece a pasos de gigante, el número de médicos geriatras
–especialistas en mayores-- está estancado. En España, apenas hay un millar,
según el presidente de la Sociedad Española de Geriatría y Gerontología, José
Antonio López Trigo, que pone el énfasis en que se deben respetar las
decisiones de los más mayores: dónde quieren vivir, cómo quieren gastar su
dinero, qué tratamiento están dispuestos a emprender.
El neurólogo Oliver Sacks ha elegido.
Sin dudar. El también escritor, que acaba de publicar sus memorias (On the
move), publicó una emotiva y esperanzadora carta en febrero en The New
York Times en la que anunciaba que sufría un cáncer terminal y le quedaban
semanas de vida: “Por el contrario, me siento increíblemente vivo, y deseo y
espero, en el tiempo que me queda, estrechar mis amistades, despedirme de las
personas a las que quiero, escribir más, viajar si tengo fuerza suficiente,
adquirir nuevos niveles de comprensión y conocimiento”.
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Autora: Cristina Galindo
Fuente:
El País
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