Agenda completa de actividades presenciales y online de Emilio Carrillo para el Curso 2023-2024

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22/3/21

El romance (Proyecto “La Física de la Espiritualidad”: 12)

Tras milenios de entender la relación del hombre con Dios como una relación basada en ese derecho perfecto consistente en no pecar y en ofrecer sacrificios y holocaustos para mantener aplacada la ira de Dios o de los dioses, Jesús viene a decirnos que nos dejemos de pamplinas ceremoniosas y que vayamos a lo que es el mollar de la vida humana, transformar nuestra imperfecta conducta egoísta y cerrada en nosotros mismos en una actitud basada en dos principios fundamentales, la verdad y el amor; transformarnos en personas de buena voluntad (amor) y de sincero corazón (honestidad y veracidad).

No hace falta saber alta teología para ser personas de buena voluntad y sincero corazón, pero sí que hace falta saber desprenderse de todos los apegos que nos hacen esclavos de nuestros deseos.

En nuestra experiencia humana, carnal del amor, ¿qué es lo que nos impulsa a ese embalamiento emocional que nos hace caer a los pies de la persona amada? ¿qué vemos en ella o en él, para rendirnos apasionadamente? La respuesta es casi un oxímoron que refleja la simplicidad de lo complejo que es ver en él o ella aquellas virtudes de la que nosotros carecemos y que con el otro, sucede como que alcanzamos la plenitud y la felicidad. Y poco más podemos expresar, porque lo demás es pura experiencia amorosa básicamente inefable.

Amar a Dios sobre todas las cosas bajo el criterio ceremonioso de Algo infinitamente poderoso, eterno, inaccesible, que no podemos ver y que siempre estaremos bajo la sospecha del pecado y etc., etc., no es, que se diga, una agradable invitación a caer a los pies de Su Divina Majestad. Pero conocer a un ser humano que me ofrece su mano carnal para levantarme, que me alivia en mis penas, con el que puedo hablar casi de igual a igual, que puedo notar en mi alma y en mi cuerpo su presencia, por ahí sí que cabe la posibilidad de llegar a amarle apasionadamente. Por eso, el amor a Dios, encarnado en el amor a Jesús, sí que puede ser similar a la experiencia amorosa del amor entre un hombre y una mujer.

Es ese amor en bata y zapatillas el que hace posible amar a Dios sobre todas las cosas, el que en suma, hace posible esa transformación del ser humano desde sus más profundas entrañas.

Cuando se es consciente de esta realidad, todo lo vivido institucionalizadamente en el contexto religioso pasa a ser accesorio, porque en esencia, la Vida se convierte en una relación de amor en la que la amada es en el Amado transformada.

Y todo empieza por el romance de dos enamorados.

El flechazo

Todo comienza como lo hacen los cuentos de hadas o las novelas románticas, con el bello episodio del romance. Eso sí, comienza despertando en una inmensa nave llena de literas donde los peregrinos a Santiago se desperezan para iniciar la primera etapa del Camino.

El relato va a ser atolondrado, mezclando el romance de la chica y el peregrino con escenas del Camino y, cada cual, que lo interiorice como le venga en gana o mejor le sirva.

El romance es esa sensación de arrebato, de avalanchas de amor casi sin control en el que el alma se siente abducida por el Amado, Dios encarnado, y en concreto por la humanidad de Jesús, por ese maestro al que escuchas embelesado cuando Él deshoja las bienaventuranzas o, por ese joven peregrino que ha cruzado su mirada con María y un concierto de cosquillas les ha invadido el corazón a ambos.

Es una experiencia idéntica al romance entre dos enamorados.

12 Mientras el rey yacía en su diván,
mi nardo exhalaba su perfume.
13 Bolsita de mirra es mi amado para mí: 
entre mis pechos descansa.
14 Es mi amado para mí un manojito de alheña, 
en las viñas de Engadí.
15 ¡Qué bella eres, amada mía, 
qué bella eres! 
¡Palomas son tus ojos!
16 ¡Qué bello eres, amado mío, 
cuán delicioso! 
¡Y nuestro lecho es frondoso!
17 El techado de nuestra casa es de cedro, 
y nuestro artesonado, de enebro.

Versos como estos del Cantar de los cantares, salen de lo más profundo del corazón.

A fin de cuentas, ¿cómo se puede sentir un alma que, habiendo estado largos años adormecida y viviendo una vida inercial, de ritos y liturgias, no digo que, sin sentido, pero sí con un sentido casi protocolario ante Su Majestad severo y apabullante a los ojos de los fieles, siente el beso de amor del “hijo del carpintero”?

En el fondo es pasar de honrar y adorar a Jesucristo Nuestro Señor, al Pantócrator, a encontrarte con Jesús, el hijo de María, el humilde carpintero que te mira a los ojos y pronuncia tu nombre, “¡María!”. Y te da el beso de un Amor jamás imaginado.

En el fondo es pasar del respeto colectivo al Salvador de la Humanidad, al glorioso Rey del Universo que venció a la muerte y nos abrió las puertas del Cielo y nos envió el Espíritu Santo al que ofrecemos constantemente ofrendas de vida y sacrificio; es pasar de esa admiración sobrecogedora que nos hace arrodillarnos sin atrevernos a levantar la cabeza, al encuentro personal de una chica con un chico, del que cae rendidamente enamorada. Sin subestimar ese respeto por Su Majestad, porque es ese mismo Rey el que se fija en esta pobre plebeya, en esta miserable aldeana, aunque con apariencia de carpintero; es este encuentro y este romance entre tan Gran Señor y tan pobre súbdita, entre el Infinito y el cero, lo que realmente transforma el alma y la eleva a las más altas cimas del amor de Dios. Es como si el pobre pajarillo, el pardillo, se subiera a lomos del águila y ambos alzaran el vuelo hacia altas cumbres.

Volar a lomos del Águila

¡El pardillo ve cómo está volando como las águilas! Arrebatado de este mundo, y siendo capaz de alzarse a altas cotas de Amor, en la infinita paz de las alturas…

Este inicial romance, para aquellos que lo han vivido, supone la aventura más maravillosa de sus vidas. No hay nada igual que se le parezca. Nada tiene parangón con aquellos primeros tiempos de encendido amor entrambos.

En mi caso, lo viví en muy corta edad, pero recuerdo que fue los años más hermosos de mi vida, porque se aunaban la inocencia de un chaval de diez años, con la experiencia de ese amor inigualable; acaso algo inconsciente, porque no sé hasta qué punto me daba cuenta de lo que sucedía en mi interior. Sólo recuerdo que me sentía volar como un pardillo a lomos del Águila. Si a esto añado el fundamental hecho de que mi madre, justamente en esos años me enseñó, no sé cómo, los principios de la mística de San Juan de la Cruz y de Santa Teresa, pues resulta que todo lo que es la relación del alma con Dios en clave “Subida al Monte Carmelo” o “Camino de Perfección” o “Cántico espiritual”, lo viví en primera persona. El resultado fue que jamás (esto es importantísimo), me he sentido solo. Y me explico.

Cuando uno piensa para sus adentros, establece una relación consigo mismo o, a lo sumo, con su almohada. Pero no hay nadie más a su alrededor. Yo no recuerdo esa sensación jamás en mi vida. Siempre que pienso para mis adentros, piense sobre lo que piense, sé y soy consciente de que “Alguien” está a mi lado. No me dice nada, nunca dice nada, pero sé que no estoy solo. Para mucha gente esa sensación será un incordio, supongo, porque es como sentirte fiscalizado, pero para mí, como ha sido una constante en mi vida desde que tengo uso de razón, pues resulta lo más normal.

Esa consciencia de esa presencia de “Alguien” que está a tu lado es lo que los místicos denominan “estado de oración”, por lo que orar deja de ser echar unos rezos prefabricados, con toda la solemnidad que sea precisa, para ser simplemente una “constante relación de amistad con Aquel que sabes, te ama”, siguiendo la definición de Teresa de Jesús.

Sin embargo, esa experiencia de enamorados no es permanente. En el amor, las parejas de novios y los matrimonios lo sabemos muy bien, no todo es un sendero de rosas. Pronto aparecerán las espinas en el camino, cuando la pareja comienza a darse cuenta de que el amor no es un sentimiento, que el enamoramiento es un romance o, al dicho del genial Don José Ortega y Gasset, “un estado de estupidez transitoria”, ese “embalamiento emocional” fruto del tiro violento del flechazo inicial que te hace ver todo como un cuento de hadas infinito.

Es una ilusión “ilusa”, realmente falsa, en el sentido de que el éxtasis depende de esa avalancha de amor que el alma siente al encuentro con su Amado.

Vivir esa “falsa ilusión” es tan falsa como necesaria, dado que sin ese violento empujón que supone el enamoramiento, el alma (la pareja), no iniciaría el auténtico camino del Amor, esa entrega mutua rendidos ante la belleza del otro. Y sabemos que ese es el caso de Jesús, que me ama tanto que sé, fue y es capaz de dar su vida por mí. Es pasar de saber doctrinal y teológico de que Dios me ama, a “vivir en mis carnes y en mi corazón”, físicamente, que Jesús, el hijo de María, se ha fijado en mí, me ha llamado por mi nombre y me ha dicho “sígueme”. Es como decían tanto Teresa como Teresita; está bien honrar y rendirse ante Jesucristo Nuestro Señor, pero quien les movía a ambas sus entrañas era la humanidad de Jesús, ante quien María, la hermana de Marta, se quedaba como una boba escuchándole.

Dure lo que dure el precioso romance, supone como el encendido de los cohetes que lanzarán a las estrellas esa nave espacial que es el alma enamorada. Sin ese estallido inicial de “falso amor” que te arranca de este mundo, poco más se puede hacer.

Pero todo está bien, el ingenuo entusiasmo es la más bella e irrepetible experiencia de la vida.

Las tres vías

La orografía del Camino francés tiene la peculiaridad de mostrar tres fases claramente diferenciadas, que en mi opinión tienen la virtud de asemejarse en términos generales a las tres vías del camino de perfección descrito por nuestros místicos San Juan de la Cruz y Santa Teresa. La vía purgativa, la iluminativa y la unitiva.

La primera describe los primeros compases del camino de perfección donde el alma se lanza a tumba abierta a entrar por la senda de la vida interior, tras sentir la Llamada,  el flechazo, esa primera mirada cómplice entre el chico y la chica. Es costosa, pero al ser los primeros tramos, la persona los recorre pletórico de fuerzas, acompaña el paisaje montañoso al principio, y un clima no demasiado caluroso, aunque pronto, las primeras dificultades y en realidad la escasa preparación, sólo compensada con el visceral entusiasmo, hace que finalmente el alma sucumba ante las primeras dificultades y tenga que reposar y tratarse las heridas y a veces descomunales ampollas que les han hecho un calzado nuevo y poco trotado. En el Camino esta primera fase se podría equiparar a las cuatro primeras etapas, Roncesvalles, Zubiri, Pamplona, Puente la Reina hasta Estella.

La segunda comienza cuando se han superado los primeros obstáculos y el alma comienza a entrar en una fase en la que las primeras alegrías, el viento a favor, el paisaje agradable, dan paso al páramo mesetario. Dios hace como que se oculta, y somete al alma a un largo proceso de sequedad, de aridez espiritual en la que quedan atrás las intensas emociones de los primeros tiempos, para dar paso a un caminar hasta cierto punto monótono, donde parece no suceder nada salvo días, meses y años de una monotonía espiritual que puede llegar a hacerse insoportable. San Juan de la Cruz la denomina la Noche oscura del sentido. Esta fase de duro entrenamiento espiritual, donde el alma es probada en su capacidad de resistencia, tiene su símil en las etapas castellanas, desde Los Arcos en la Rioja hasta prácticamente Astorga. Casi suponen dos tercios del Camino, y son realmente una dura prueba de resistencia, donde las temperaturas extremas, duro calor en verano o duro frío en invierno con perfiles absolutamente llanos, exceptuando los Montes de Oca y algún que otro repecho por los terrenos calizos de Castrogeriz, son un escenario perfecto para representar físicamente las sequedades del alma a las que Dios decide someterla.

La tercera vía es la unitiva, y comienza con la aparición en lontananza de la montaña, visible ya en Astorga. Es la subida al Monte Carmelo, donde el alma afronta la larga etapa final de su noche oscura, la noche oscura del espíritu. Cambia el paisaje, se pasa de la monotonía de la árida sequedad a los puertos de montaña, primero Foncebadón y la Cruz de Ferro, después O Cebreiro, la dura bajada a Triacastela y las interminables colinas gallegas que son un continuo tobogán, una infinita montaña rusa de sube y baja, que no te deja descansar, donde la niebla y la lluvia terminan de envolverte en un ambiente fantasmagórico, con larguísimos túneles vegetales propicios para la aparición de todo tipos de meigas y santas compañas. Es la fase final en la que Dios, más cerca que nunca del alma la acompaña de noche y de día hasta la trepada final del Monte del Gozo, pasando por montes y collados, por sotos y espesuras, acompañada del Esposo dejándolos a todos vestidos de su hermosura.

Para llegar al final a la séptima morada, a la cumbre del Monte Carmelo, (en principio) del Monte del Gozo, desde donde se puede intuir la Catedral del Cielo. En realidad, la visión desde el Monte del Gozo no es tan idílica, pues la catedral se confunde entre el penacho de edificaciones y las autopistas que tejen una tupida red de cemento, donde en la antigüedad sólo destacaban imponentes las tres agujas. Es el umbral de la muerte, el atrio del Cielo, donde el alma ve cumplida su misión en este mundo, y sólo le restan los cuatro kilómetros del instante final de entregar su vida al Padre y con ello regresar a casa…

O no, para comenzar, a partir de Compostela, el auténtico Camino de Santiago más allá, hacia Finisterre y aún más allá…

Primera vía

El peregrino en Roncesvalles está dispuesto a todo. No está excluido un cierto temor de no saber si se podrá, pero el entusiasmo supera todos los temores, de modo que habitualmente entre brumas y llovizna se sale en sentido descendente hacia Burguete y Viscarret. Al principio todo fácil hasta que el Camino nos presenta la primera dificultad, el Alto del Erro. Subida moderada, pero gran bajada hacia Zubiri. El resultado es al final una primera etapa literalmente brutal, donde las tendinitis, ampollas y rozaduras hacen su aparición, en algunos casos con violenta intensidad.

Uno siente cómo, en los recorridos iniciales, se las prometía muy feliz, pero nada más empezar surgen las primeras dificultades, las primeras desilusiones.

Acostumbrados como estamos a que las cosas salgan a nuestro deseo, ver como la naturaleza nos hace arrodillarnos ante las primeras de cambio, es duro para nuestro ego.

Llegar a Zubiri con ampollas como habas y con las rodillas ardiendo, lo que nos dice es que, no podemos dejarnos llevar por el desmedido entusiasmo de haber descubierto el Camino de Dios, el nuevo estilo de vida que nos han enseñado en nuestras adoratrices comunidades de fe.

Tras la primera cura de humildad, que puede verse agravada incluso con tener que dormir en un polideportivo por falta de literas en el albergue, nos queda llegar a Pamplona, y a Zizur menor, que aunque no es tan duro, no deja de suponer una etapa de casi 25 kilómetros.

Ya en esta etapa se producen los primeros abandonos, de peregrinos que ven cómo esto es más duro de lo que parece, y al llegar a Villaba se cogen un taxi para regresar a su antigua vida.

Estas etapas, para cualquiera que no se haya esforzado en el ejercicio del amor con sus múltiples matices, escucha, confianza, voluntad de amar, aceptación, entrega, abnegación etc., no dejan de suponer una muy dura prueba para todo aquel que está acostumbrado a dar tan sólo unos pasos al día con zapatos de tacón o calzado de calle. Las ampollas, las rozaduras y las tendinitis son el Sacramento de nuestras heridas del alma, la humillación que supone la desilusión ante las primeras dificultades, ante la repetición de los conflictos, de las tensiones de la vida diaria, y ver que tus aparentemente grandes fuerzas no son tales.

Pronto Dios nos ofrece un perfecto banco de pruebas para ensayar nuestra capacidad de auto superación. Se trata del Puerto del Perdón, al Sur de Pamplona, con una naturaleza que deja atrás ya las frescas umbrías pirenaicas, para anunciar los rigores del duro paisaje castellano. Es un puerto de no demasiada dificultad en el ascenso pero de brutal pendiente de bajada que terminará por llevar a cabo la selección natural entre aquellos que deciden afrontar las durezas del camino, de los que se acuerdan de las comodidades de su hogar, que añadidas a las ya graves lesiones de pies y rodillas, les obligarán en Puente la Reina a cogerse un autobús de vuelta a casa.

Así termina, más o menos la vía purgativa, donde el alma se da cuenta lo que vale un peine, y que no sólo con el inicial entusiasmo es posible caminar. Entiende que es necesario superar la desilusión de las ampollas, rozaduras e incomodidades de los albergues y los madrugones, para recorrer todos los días 25 kilómetros de un camino cada vez más monótono en el paisaje. Esto no es lo que uno se imaginaba. Pensábamos que sería más divertido.

Un hecho importante que acaece durante la primera vía es la convergencia de otros caminos. Por ejemplo, en Óbanos se unen el Camino francés y el aragonés, en Logroño se une el que viene de Zaragoza y Barcelona, en Santo Domingo de la Calzada se une el vasco. Y por ellos, peregrinos de otros lugares se unen. Esto puede molestar a los ortodoxos de la fe y a los integristas que piensen que el auténtico Camino es el que viene de Roncesvalles. De igual forma, a veces al caminante de esta vida le fastidia que de otras culturas, religiones y tendencias se pretenda incorporarse al camino que marca la ortodoxia católica.

Así es el romance. Así fue el primer tramo del Camino que Marta y María recorren junto al joven peregrino que poco a poco va enamorando a María, mientras Marta, la hermana mayor y con mucha más experiencia y sagacidad, empieza a cabrearse al ver cómo María no hace más que mirar al peregrino y se le tornan los ojos chiribitas cuando ve como el chico la sonríe.

“Este chico no te conviene”, piensa Marta y le susurra a María.

A parte, con las ampollas en los pies y cansada del trote diario, Marta se queja y se pregunta quién me mandó a mi a acceder al capricho de la tonta de mi hermana. Qué consigo yo con este palizón.

Es decir, Marta, la mente, suele pensar en términos de “coste de oportunidad”, a qué tengo que renunciar con tal de conseguir algo.

Y en el Camino, para la mente, para Marta, ese algo es un capricho estúpido de una hermana alocada que, encima, va a caer rendida en los brazos de ese chico que, ya es casualidad que se haya pegado a nosotras como una lapa.

Si al llegar a Zubiri Marta protestaba por las ampollas y, no digamos al llegar a Puente la Reina, después de destrozarse las rodillas en la bajada del puerto del Perdón, Marta casi estuvo a punto de cruzarle la cara a María y obligarle a regresar a casa. Pero para entonces, María ya había caído rendida a los pies del Peregrino, de modo que le dijo a Marta, sigue tú que yo me quedo.

Pero Marta, muy responsable ella, asumiendo el rol de guardiana de su hermana pequeña, no tuvo más remedio que jorobarse, curarse las heridas y seguir, eso sí, rechinando entre los dientes juramentos inconfesables.

María estaba viviendo ese estado de estupidez transitoria que se suele denominar a la fase de enamoramiento, al romance entre dos enamorados.

El chico parece que tiene las cosas más claras.

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Autor: José Alfonso Delgado

Nota: La publicación de las diferentes entregas de La Física de la Espiritualidad

se realiza en este blog, todos los lunes desde el 4 de enero de 2021.

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