Como decíamos en la entrega anterior, Aristóteles, en su tratado sobre la comedia, refiere que la trama de una obra de teatro tiene tres fases, presentación de personajes y situación, desarrollo y desenlace. En el desenlace, en un momento determinado se tiene que producir “el salto de fe”, que es una decisión que al protagonista le supone un dilema entre lo que los demás esperan de él y lo que realmente desea él, a riesgo de no ser aceptado por los demás.
Un buen amigo mío me comentaba que él no le encontraba
sentido a mezclar ciencia y espiritualidad, que eran cosas diferentes y que
tratar de explicar la religión desde la ciencia, que acaso es lo que había
pretendido Pierre Teilhard
de Chardin, hacer comprender que “No somos seres humanos con
una experiencia espiritual; somos seres espirituales con una experiencia
humana”.
Sea
como sea, posiblemente, la misión más trascendental en nuestra vida es tomar
consciencia de que no somos un cuerpo con un alma, sino un alma que
temporalmente está instalada en un cuerpo físico. Y la cuestión es descubrir
qué es lo trascendente, lo esencial y qué lo temporal y aparente. Por eso es
tan importante saber armonizar lo físico y lo espiritual, la Ciencia y la
Espiritualidad.
Como
quería explicar en anteriores entregas, no sé a quién se le ocurrió la idea de
hacer a la carne, enemiga del alma y así, mantenernos en lucha interna toda
nuestra vida. Acaso sea un intento inútil tratar de desmontar esas creencias
que aprisionan al común de las gentes, pero el hecho esencial de que hasta que
no nos dejamos en paz (“hasta que no nos dejamos en paz a nosotros mismos”), no
podemos iniciar la senda de nuestro desarrollo como seres humanos. Porque una
cosa es comprender que “algo” es inmaduro o primitivo en la vida humana, que
por razones genéticas, epigenéticas o culturales o del tipo que sea, nuestra
realidad aspira a ser otra realidad mucho más pura y evolucionada, dejando atrás
todo lo que de ponzoñosa es nuestra vida, todo lo que ha convertido nuestra
vida y nuestra sociedad en “algo distópico”, y otra cosa muy distinta es la
condena en vida a tener que ser enemigos de nosotros mismos.
Es
cierto que Jesús apunta a que “los enemigos son los de la propia casa”, pero
hay que saber encontrar en sentido de la frase, que estamos llenos de fantasmas
en nuestro cerebro, que nuestra mente ha sacado los pies del plato y pretende
ser lo que no es y que, realmente, estamos destinados no a vencer a nuestro
cuerpo, a derrotarlo, sino a tomar consciencia de nuestra auténtica realidad.
No se trata de vencer y derrotar, sino de abrazar y saber convivir con nosotros
mismos; a que cesen las hostilidades en nuestro interior.
Ese
proceso que consiste en reconciliarnos con nosotros mismos, en reconciliar a
nuestra mente, a Marta con nosotros Yo Real, el alma que somos, María, es una
experiencia vital absoluta y abarca toda nuestra vida. Es el Camino de la vida,
un camino físico, largo y agotador, porque nada hay más agotador que
perdonarnos a nosotros mismos, sobre todo cuando se nos enseña desde niños a
vernos a nosotros como enemigos de nosotros mismos, a vivir en la culpa
permanente y constante; a tener los chacras cerrados a cal y canto.
Camino de Santiago
Alan Watts, conocido autor
británico sobre taoísmo y zen, refiere algo curioso; que salvo en el idioma
Chino, que sí dispone de expresiones directamente espirituales, el resto de
idiomas y, en especial, los occidentales, no tenemos forma de expresar con
términos propios, las experiencias espirituales, sino sólo utilizando
expresiones de la vida física. Camino, cansancio, oscuridad, luz, miedo,
alegría, subida, descanso, resplandor, comenzar a, llegar a, lanzarse a,
atreverse a, etc. Son descripciones de experiencias físicas de la vida diaria
(por eso Jesús hablaba en parábolas de la vida diaria). Y por eso los místicos
refieren las experiencias espirituales como una noche oscura, una subida a un
monte, un meterse en un castillo, un caminar por cañadas oscuras, el encuentro
de la amada con el Amado, de la doncella con el Rey, etc.
Es decir, estamos tan anclados
en lo físico, en lo material, que las experiencias del alma, para la mente son
inefables, así que estamos forzados a construirnos “modelos espirituales”
basados en lo único que conoce la mente, la vida física. Lo sobrenatural para
nosotros es inimaginable, por eso tenemos que imaginarnos imágenes físicas; por
eso nuestra vida consiste en ese tránsito desde la orilla izquierda del río de
aguas turbulentas, que es lo que conocemos, hacia la orilla derecha, oculta en
la niebla de la ignorancia, envuelta en el misterio de la divinidad.
Por eso, os propongo recorrer
mentalmente ese proceso como si fuera algo tan físico como el físico Camino de
Santiago y como es el también físico y carnal amor entre un chico y una chica,
que viven su amor en bata y zapatillas.
Cada cual puede imaginarse su
vida y sus luchas internas como quiera. No hay dos vidas iguales. El
pensamiento único codificado con un “derecho perfecto” es (perdón por la
expresión) “una puta cárcel”, que nos obliga a vivir encorsetados por el miedo
a errar, de modo que a duras penas si podemos ser perdonados por Yahvé en el
último momento de nuestra vida.
Romper las cadenas de la
cárcel perfecta (pero segura) y lanzarnos a la aventura de vivir, es un salto
de fe que requiere un coraje casi inimaginable. Y cada cual lo va a vivir de un
modo muy personal. Pero por muy personal que sea, las imágenes y los símiles
que utilizamos tienen el factor común de las vivencias que todos experimentamos
en la vida diaria y son para el caso, el recorrido de un largo sendero y la
experiencia amorosa del amor humano de “chico conoce a chica y se enamoran”.
De la experiencia de
vivir el Camino
Recorrer el Camino de Santiago
es una experiencia que para cada cual, supone algo muy personal. Tras más de sesenta años de vida, no precisamente aburrida, si me
preguntaran cómo describiría yo la vida, no tendría mejor ejemplo que la
experiencia de haber caminado como peregrino a Santiago, porque decidir hacer
el Camino es simplemente dar el gran salto de fe. Cuando uno está
acostumbrado a ir en coche hasta para comprar el pan, salvo los aficionados al
footing, decidir recorrer nada menos que 740 Km del tirón en un mes, o poco
más, es una idea de locos y, hay que estarlo para hacerlo.
Habitualmente la vida se compara con un
largo camino. Y nos imaginamos, la mayoría de los humanos lo que se debe
experimentar al caminar por un sendero. Nos imaginamos el cansancio, nos
imaginamos la sed por el calor, el frío, la lluvia, el sueño, el merecido
descanso tras una larga jornada. Pero sólo nos lo imaginamos.
Gracias, o a consecuencia de los medios
de transporte actuales, prácticamente nadie se imagina, ni de lejos, qué
significa, qué se siente al recorrer un largo camino.
Todos caminamos por esta vida, todos
experimentamos el cansancio de las duras jornadas de trabajo, el hambre y la
sed, algunas veces, el relax del merecido descanso, las inclemencias de las
circunstancias en las que vivimos.
Pero casi nadie puede realmente comparar
las vivencias del día a día, con el día a día del físico peregrinar.
Peregrinar a Santiago está siendo para
Paloma, mi esposa y para mí una experiencia jamás imaginada. Digo está siendo,
aunque hace ya quince años que terminamos lo que FUE “oficialmente” nuestra primera
peregrinación, desde Roncesvalles hasta Compostela, con certificado
compostelano incluido, porque cuando uno termina, cuando nosotros dos
terminamos, yo comprendí que los 736 kilómetros recorridos no suponen el final,
sino casi se podría decir, el principio de un nuevo paradigma para nuestra
vida, tanto personal, como de pareja. Ser peregrino a Santiago se convierte, cuando
llevas a cabo la peregrinación y la concluyes, en un estilo de vida, en un
carácter especial, en un sello muy personal que ves se imprime en tu espíritu
que hace que, cuando te ves con la compostela en la mano, te des cuenta de que
tu vida ya no volverá a ser la misma a partir de entonces.
Cuando, con permiso de la bruma, pude
divisar desde el Monte del Gozo las agujas de la catedral, me vinieron a la
mente un sin fin de evocaciones de cuál era el significado de ese momento. El
más claro y evidente fue el de mi propia muerte.
Cuando, con permiso de la bruma, eres
capaz de ver las múltiples bifurcaciones del camino, la incertidumbre te inunda
al no saber qué dirección tomar, hasta tanto no ves la socorrida flecha
amarilla, o hito, que te garantice que vas por la senda correcta, una marca, una
indicación, o un buen mapa donde puedas tomar el camino correcto; todo ello son
experiencias vividas físicamente que poco a poco van calando en la imagen que
tienes de tu propia vida. Y te vas dando cuenta de hasta qué punto cada
instante vivido en ese largo caminar que es el Camino, se constituye en un
símbolo de tu propia vida, en un “es como si…”.
Cuando en las largas etapas de Castilla,
donde el horizonte se torna en una perfecta línea recta horizontal trazada a
tiralíneas desde cualquiera de los cuatro puntos cardinales al otro, con el Sol
implacable marcando las horas, tu caminar se transforma en un sacramento de tu
propia vida que simboliza las largas épocas en las que parece que nada cambia,
en las que el paso del tiempo se ralentiza, y no evidencias que estás
avanzando, porque el paisaje por el que caminas es todo igual, kilómetros y
kilómetros de lo mismo.
Cuando durante un instante te das cuenta
de que estás solo, con sólo la compañía de un solitario cuervo y el ulular del
viento, sin nadie a tu alrededor, emergen en ti los miedos de la soledad, o la
paz del silencio total y absoluto.
Cuando un peregrino de algún lugar lejano
te alcanza y durante unos kilómetros te hace compañía y se entabla una animada
conversación sobre lo que sea, te inunda la alegría de compartir con alguien
que no conoces las mismas sensaciones y experiencias, e incluso las mismas
preocupaciones por un problema común, tal como las ampollas o las rozaduras, o
las dudas sobre qué ruta seguir.
Cuando tras coronar una elevada colina,
no sin esfuerzo, eres capaz de admirar el grandioso horizonte, con las nubes a
tus pies, sientes como te inunda la alegría del desafío personal superado y la
recompensa que supone contemplar la obra de Dios en todo su esplendor.
Cuando llegas al albergue tras una larga
etapa y en hacinadas salas consigues una humilde litera donde desplomar tus
doloridos restos mortales, experimentas la paz del merecido descanso, como
cuando tras una dura jornada de trabajo, con la conciencia tranquila de tu
sincero buen hacer, te rindes al cansancio y abandonas tu cuerpo y tu espíritu
al relax del sillón o de la cama, y ruegas a Dios te proporcione una noche
tranquila y una muerte santa.
Cuando renunciando al remilgado pudor,
eres capaz de ponerte en calzoncillos ante una desconocida que por un instante
te muestra su lencería íntima antes de calzarse su pijama, o sales de la
comunitaria ducha sin más armadura que una toalla, igual que otros y otras
camino a la literas contiguas a la tuya, te das cuenta de cuánta tontería nos
han inculcado durante tantos años, y de cómo la convivencia en un hospital,
rayando en un inevitable hacinamiento a veces, a pesar de vernos en paños
menores está tan lejos de la lascivia y de la impudicia, que casi parece
ridículo siquiera pensar que ver a una mujer en bragas a tu lado sea
constitutivo de malos pensamientos.
Cuando en un alto del camino, te sientas
junto a otros peregrinos, a los que a caso no volverás a ver nunca más, y
compartes agua, alimento, tiritas y pomadas anti inflamatorias, tímidamente te
imaginas qué podría ser eso de compartir y de, en el extremo, obrar el milagro
de los panes y los peces.
Cuando experimentas el peso del macuto,
y reconoces el exceso de carga que llevas encima, pudiendo ir, como se puede
realmente, ligero de equipaje, te das cuenta de hasta qué punto, nos cargamos
en la vida de verdaderos fardos absurdos, que no tienen sentido, que suponen un
lastre para nuestro caminar y nuestro crecimiento. Reconoces que para vivir no
es necesario ni el diez por ciento de los bienes con los que nos atamos de por
vida, y que con los años se tornan en pesadas cargas, no sólo económicas, que
también, sino sobre todo afectivas; eso de “donde está tu tesoro, allí está tu
corazón”, que nos desvían y entorpecen en nuestro crecimiento y aprendizaje
personal.
Cuando Dios te regala un compañero/a de
viaje, y puedes recorrer el Camino al lado de la persona que más amas, y aunque
por causa de la diferente velocidad de paso, uno se adelante en ocasiones
respecto del otro, te das cuenta de la inmensa felicidad que supone saberte
acompañado, compartiendo en todo momento las mismas sensaciones, las mismas
experiencias, las mismas alegrías y penas, la misma salud y enfermedad,
contemplando los mismos paisajes, las mismas noches estrelladas, el mismo Sol
abrasador, el mismo viento refrescante, las mismas duras literas, el mismo peso
en el macuto, el mismo camino, la misma vida.
Y finalmente, cuando alcanzas el
objetivo, y entras por la puerta del peregrino a la catedral, y te arrodillas
ante el Apóstol, cogido de la mano de tu pareja, te das cuenta de que aquello
no ha hecho más que comenzar. Que aunque físicamente hayas concluido la
peregrinación, y te den un certificado que dé fe de tu hazaña, realmente sabes
que lo que has conseguido ha sido levantar un auténtico Sacramento de tu propia
vida, donde tu condición de peregrino hacia Dios se ha materializado en una
imagen sagrada que en tu memoria quedará para siempre reflejada en cada
instante de esos cientos y cientos de kilómetros recorridos día a día, con tu
macuto de diez kilos a la espalda y tus sandalias o zapatillas de caminante
empedernido, ya desgastadas las pobres. Y comprendes por qué lo has hecho.
Un sacerdote en Nájera nos decía que la
pregunta importante no es ¿por qué voy a hacer el Camino?, sino cuando
terminas, preguntarte ¿por qué lo he terminado? Al empezar se puede ir por
razones muy diversas, motivos religiosos, devoción al Apóstol, desafío
personal, interés cultural, deportivo, de ocio, de diversión. Sin embargo, tras
cientos de kilómetros a la espalda, al concluir las razones son bien distintas.
¿Qué te ha mantenido firme en la voluntad de seguir y terminar? Sin minorar los
motivos originales, salvo que se sea un necio o alguien sin principios humanos,
todos, al entrar en la catedral, de algún modo experimentamos la sensación de
que algo ha cambiado en nuestra vida interior; que acaso no seamos capaces de
expresarlos, pero somos otros.
Y no es cuestión de experimentar la
alegría de venerar al apóstol. Probablemente en la tumba de Santiago ni
siquiera estén los restos reales de Santiago el mayor, o sí, vaya usted a
saber. Eso no es lo importante. Lo importante es la transformación del Camino
físico de Santiago en el Sacramento de tu propia vida.
Esa es la auténtica dimensión cristiana y
diría que humana, del Camino de Santiago, transformar las piedras del camino,
los innumerables albergues, la lluvia, el viento, el calor, el frío, las
ampollas, el sudor, la relación con otros peregrinos, y todo el sinfín de
detalles en el Sacramento de tu propia vida.
Y a partir de ahí, saber, que cada
instante de tu propia vida se te representará como un instante vivido en el
Camino.
La Física de la Espiritualidad
Recorrer el Camino es, según mi
particular forma de verlo, la mejor expresión de lo que trato de explicar como la
Física de la Espiritualidad, porque todas las fases por las que el alma
y la mente pasan en ese largo caminar, tienen su expresión física en lo que el
cuerpo, el corazón, la mente y el alma experimentan, como un todo, a lo
largo de semejante aventura. Es ese sentir lo físico y ver y descubrir cómo
realmente supone un perfecto Sacramento de la Vida. Y cómo acaso, ese salto de
fe, ese optar por lo que tú necesitas y no por lo que los demás esperan de ti,
cobra vida física y espiritual tras haber recorrido el Camino.
Es decir, acaso, cuando uno está en
Roncesvalles, listo para iniciar la ruta jacobea, ni siquiera sabe que está
dando el salto de fe, pues, como diría el cura de Nájera, el Camino se comienza
por las razones más peregrinas (valga la redundancia), como hacer deporte,
pasar unos días agradables con los amigos, ver paisajes o iglesias románicas… a
saber.
Pero al comenzar, ya has dado el salto
de fe, que lo harás consciente cuando al llegar a Santiago te preguntes, por qué
lo has hecho. Ahora, en el momento de comenzar, lo importante es averiguar qué
te ha hecho saltar de tu vida normal, controlada por Marta, por la mente y
lanzarte a la aventura que tu loca hermana María te anima a vivir.
El relato de la Física de la Espiritualidad
estará marcado por el Camino de Santiago, por donde alma y mente, María y
Marta, vivirán el proceso del Amor en carne viva, paso a paso, siguiendo los
pasos del Amado, ese peregrino que “casualmente” comienza el Camino contigo en
Roncesvalles el mismo día que tú también lo comienzas y que como chorlitos,
caeréis locamente enamorados, porque hace falta toda una vida de físico y
espiritual caminar, para que mente y alma sean una, siguiendo los pasos del
Amado.
Pero Compostela sólo es el final de los
estudios, con certificado en mano.
A partir de Compostela es cuando
comienza realmente el Camino a Finisterre y más allá, el verdadero camino
espiritual, donde ni Marta ni María pueden dar un paso más y, sin embargo,
queda por delante “toda la eternidad”.
Fin de la Primera Parte
Con este capítulo, con esta entrega,
podríamos concluir la Primera Parte de la Física de la espiritualidad, donde,
en estos diez capítulos, he tratado de dibujar el escenario de lo que os
propongo como ese proceso vital de transformación, de cruzar ese río de aguas
turbulentas que es la vida. Sé que es una propuesta heterodoxa, extraña y que
rompe con los moldes más conservadores que conocemos por las doctrinas
religiosas y sistemas de pensamiento filosóficos.
Es una propuesta que rompe con el modelo
de pensamiento único; una propuesta que no se ajusta casi a nada de lo
establecido por el Sueño del Planeta, porque es la propuesta que sólo adquiere
entidad si se vive, no si se estudia o se conoce. Es decir, de nada sirve
leerse estas entregas, si cada cual no toma consciencia de lo que está viviendo
en su vida interior. No sé si me explico. Esto no es la exposición de un
conocimiento sobre filosofía de la vida, sino simplemente el compartir de una
experiencia personal que pudiera servir para que cada cual se mire a sí mismo y
vea si le encaja…, o no.
Y todo está bien, tanto si la
experiencia del Camino te vale o no. Porque cada cual vive su vida “como Dios
le da a entender”. Y ese “como Dios te dé a entender a ti” es importantísimo
descubrirlo, porque ese “entender” sólo te sirve a ti, lector que lees este
texto.
Así que a partir de la próxima semana,
viviremos la aventura de dos hermanas, Marta y María que emprenden el Camino de
Santiago y donde, “mira tú por donde”, también comienza el Camino un “joven
peregrino” que también comienza ese mismo día el Camino.
Veremos a ver en qué queda el más que
probable idilio entre María y el joven peregrino.
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Autor: José
Alfonso Delgado
Nota: La
publicación de las diferentes entregas de La Física
de la Espiritualidad
se
realiza en este blog, todos los lunes desde el 4 de enero de 2021.
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