Si alguien es feliz, es sospechoso.
Se ha dicho que la felicidad es muy difícil de alcanzar o algo
imposible. Y cuando alguien llega manifestando, asegurando y exhibiendo que es
feliz, no se le cree, pues en lo que se cree es en la infelicidad.
Una persona que llega a ser feliz es tremendamente envidiada.
Llega, por tanto, el pecado capital –la envidia–, la moneda que impera en este
mercado mundial que sufre la inflación de la codicia.
A partir de ahí, se inicia el ataque a quien posee la felicidad. Se
procura su destrucción. Los ataques suelen ser viles, queriendo socavar el
tesoro que no se posee.
¿Se consigue algo? La mayor parte de las veces, lo irracional, dado
que a la felicidad nada la puede destruir. Quien realiza la merma sólo consigue
mermarse.
En todo caso, quien ya es feliz sólo recibe la insolidaridad, el
vacío, la crítica, el menosprecio...; pero le resbalan, no le afectan.
Y los depravados persisten una y otra vez en sus renovadas
lanzadas. No pueden ver la felicidad a su alrededor, porque constituye la prueba de
que es algo factible que ellos no pueden tener. La felicidad del otro desmonta su creencia y convicción de que la
felicidad es inviable. Les rompe sus principios obsoletos, que se empeñan en
mantener esperando que todos sean iguales que ellos. Esto es: infelices.
Si tú eres una de esas personas felices entiendes bien lo que he
querido decir.
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Autor: Deéelij
Fuente: De su
libro Alas sin plumas (Ediciones Ende, 2016):
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