Agenda completa de actividades presenciales y online de Emilio Carrillo para el Curso 2023-2024

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3/3/10

Arpas Eternas: Jesús y Juan el Bautista, siendo niños, oran en un templo esenio

Arpas Eternas se encuentra entre los llamados “Libros Revelados”. Y es uno de los más importantes de los últimos tiempos. Fue editado 20 años antes de lo publicado sobre los Manuscritos de Qumram y el contenido de ambos es, en lo esencial, coincidente, aunque Arpas Eternas es más rico en detalles y datos. De su amplio contenido, Pepe Navajas, editor de Ituci Siglo XXI y amigo del Blog, ha seleccionado una serie de pasajes que todos los miércoles pone a nuestra disposición.

1. Una Profecía del Maestro Jesús referida a estos tiempos (ver entrada publicada el pasado 19 de febrero)

2. Encuentro entre Jesús y Juan el Bautista siendo niños (24 de febrero)

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3. Jesús y Juan el Bautista, siendo niños, oran en un templo esenio

El día pasó sin incidentes notables, pero esa noche a primera hora, Jhoanan se acercó al Servidor del Quarantana y muy sigilosamente le dijo:

-Jhasua quiere que yo vaya con él a orar a Jehová en el Santuario, ¿nos dejáis?

-¿Y por qué no? Vuestro deseo me hace pensar que el Señor os está llamando con determinados fines. No podemos poner trabas al Dueño de todas las cosas. Id pues, hijos míos.

Y el Anciano al hablar así, obedeció a los anuncios de uno de los Esenios de Moab que recibió esa mañana, a fin de que, durante todo el día dejasen a ambos niños en completa libertad de acción, pues las Inteligencias Superiores realizaban trabajos para que se manifestara al exterior su verdadero Yo, no por medio de la hipnosis, sino en plena conciencia.

Cuando Jhasua se encontraba en el Santuario vieron que fue a postrarse al centro, delante de las Tablas de la ley, copia igual al viejo original que conservaban en el gran Santuario de Moab. Jhoanan le había seguido, y junto a él se postró también. Ambos se pusieron luego de pie, y acercándose al atril de encina, donde estaban las Tablas de la Ley, quedáronse unos instantes quietos como estatuas de piedra. La luz dorada del gran candelabro que pendía de la techumbre daba de lleno sobre los rostros de ambos niños, clavados con insistente fijeza sobre aquellas piedras grabadas hacías más de diez siglos. Vieron que colocó el índice de su diestra sobre aquel versículo final que dice: “Estos diez mandamientos se encierran en dos: Amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo”. Y con una vibrante y sonora voz que no parecía salir de aquel cuerpecito oyéronle decir:

-¡Jhoanan!...Acabo de descubrir que a esto, solo a esto, hemos venido tú y yo a la Tierra, en esta hora de la humanidad. Mira Jhoanan, mira.

Y continuaba marcando con su dedito rosado, firme como un punzón de hierro aquellas inflexibles palabras: “Amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo”.

Una extraña y fosforescente claridad iluminó aquellas frases que Jhasua tocaba con su dedo, hasta el punto de hacerlas visibles a la distancia en que se hallaban los espectadores silenciosos. La gruta se llenó bien pronto, pues fueron llamados todos los Ancianos a presenciar el espectáculo. La fosforescencia de las frases se fue tornando en un hilo de fuego que las agrandaba más y más, hasta que aquellas frases llenaron por completo esa parte del Santuario donde estaban los libros de los profetas, por encima de los cuales se extendía la radiante claridad como una llama viva.

-¡Esto es todo Jhoanan!...¿lo ves? ¡esto es todo! –continuaba diciendo la voz sonora de Jhasua-. Cuando cada hombre en esta Tierra ame a su Dios sobre todas las cosas, y a sus semejantes como a sí mismo, todas las otras leyes sobran porque ésta lo encierra todo.

-Echas fuego de tu mano, Jhasua- exclamó casi espantado Jhoanan. Retira tu dedo porque consumirás así las Tablas de la Ley...

-No, no. El fuego que ardió en la zarba de Horeb ante Moisés un día, arde ahora nuevamente para consumirlo todo...los templos, los altares, los dioses, los símbolos, porque una sola cosa debe quedar en pie después de haber brillado esta llamarada ardiente: “Amarás a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo”.

-Todo lo demás es hojarasca seca que se lleva el viento, es flor de heno que se torna en polvo al correr del tiempo y de la vida...

-¿Lloras Jhoanan?...¿Por qué lloras?

-Porque tu fuego ha quemado los velos que me escondían las cosas que pasaron, y vuelvo a vivir tu sacrificio, como si de nuevo bebiera tu sangre y la mía derramadas juntas en aras de la humanidad. ¿Hasta cuando, Jhasua hasta cuando?...Hasta la hora presente que es para mí la final, la que marcará la apoteosis, y será la más ignominiosa de todas mis muertes.

-¡Eres Elías!...¿el terrible Elías que esgrimía rayos de fuego en sus manos y hacía temblar de espanto a los tiranos y a los malvados, y lloras ahora Jhoanan, lloras ahora?...

-Aquí no están los tiranos ni los malvados, Jhasua...querubín del séptimo cielo. Aquí estas tú, cordero de Dios, y tu ternura me invade como una ola gigante que sacude mi ser, estremeciéndolo de horror y de espanto...

Jhoanan abrió sus ojos como presa de un deslumbramiento súbito, y sin poder pronunciar ni una sola palabra, exhaló un profundo gemido y cayó exánime sobre el pavimento. Este clamor y el ruido de la caída, cortaron la corriente de luz, de amor, de sabiduría infinita, y Jhasua, se vio de nuevo con su debilidad de niño que teme de todo y por todo, y arrojándose también al suelo junto a su amiguito sollozaba amargamente:

Jhoanan!...no te mueras Jhoanan...¿quién me acompañará a llevar las cabritillas al abrevadero y a pastorear? Y cubría de tiernos besos la helada frente del niño desmayado.

Entonces los Esenios salieron de su escondite y corrieron hacia ambos niños. José y Nicodemus levantaron a Jhoanan y le condujeron a su lecho, mientras los Ancianos consolaban a Jhasua que seguía repitiendo:

-¡Jhoanan, no te mueras!...yo quiero que no te mueras...

-Calma hijito, calma- le decía el Gran Servidor que le había levantado en abrazos y le estrechaba sobre su corazón. Jhoanan sólo está desvanecido, y pronto le verás perfectamente bien.

Y pasando de brazo en brazo como cuando era muy pequeñito, llegaron al gran comedor donde el fuego del hogar semi consumido, sólo dejaba ver un montoncito de ascuas que brillaban en la penumbra.

La ola de amor había consumido la ola de espanto, y Jhasua iba olvidando todo cuanto había ocurrido. El Gran Servidor hizo sobre sus labios, la señal de silencio porque tuvo la intuición que el niño iba a quedarse dormido.

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