Cuando
te identificas con el yo físico, mental y emocional (el coche que usas para
desplegar la vivencia humana) y te olvidas de lo que realmente eres (el Conductor
que ha encarnado en ese coche para experienciar en este plano), la mente, ante
la ausencia de un mando consciente, activa un piloto automático, el ego, que pasa
a dirigir tu vida. Y el ego, transitando entre creaciones mentales, ni sabe en
qué consiste la esencia subyacente, permanente e inalterable del momento
presente. Sólo reconoce su dimensión superficial, la forma del aquí-ahora que
varía y se transforma de instante en instante. Por ello, el ego cree que es el
propio momento presente en su totalidad el que cambia de momento en momento.
Casi ni existe, llega a pensar, dada su volatilidad, oscilando mentalmente entre
el momento que ya ha pasado y el que después vendrá. Pero hay una esfera no
superficial del momento presente que escapa a la comprensión del ego. Valga el
ejemplo de un río, verbigracia el muy milenario Guadalquivir, el Baetis o
Beitis de antes de los tartesios, que fluye desde tiempos inmemoriales por
tierras andaluzas. El ego, el falso yo, sentado a su orilla, sólo atiende a las
formas y observa el curso de sus aguas, que en un punto concreto varían de
forma a cada momento por el influjo de la corriente, el viento, el volumen de caudal,
etcétera. Es incapaz de entender que el río, por encima de tales cambios, es el
río; que el Guadalquivir existe y es con independencia de las formas que
adopte, más allá del discurrir de sus aguas, de las modificaciones que estas
muestren y del transcurrir del tiempo…. Y exactamente lo mismo ocurre con el
ser humano, que, como el momento presente, cuenta con una dimensión superficial
–el coche, su forma percibida por los sentidos corpóreo-mentales- y otra subyacente
–el Conductor divino, infinito y eterno-. La primera es la identidad pasajera y
temporal, cuya fisonomía y circunstancias mutan a cada momento y cuyo fin, al
cabo de unas pocas décadas, se halla en el cementerio. Allí serán enterrados o
quemados todos sus anhelos, dramas, temores, ambiciones, éxitos y fracasos;
allí quedará su forma reducida a polvo o ceniza. Por el contrario, la esencia
subyacente no sabe de variaciones ni de muertes. Es inalterable, es la existencia,
es ser. Y se es en el aquí-ahora, en el momento presente. La forma de este sí
se transforma continuamente, pero sólo la forma. Por debajo del cambio hay algo
que no tiene forma y vive ajeno al cambio. Y ese algo no es algo; es sólo algo
cuando pensamos en él y pretendemos llevarlo al mundo del ego y la mente. Pero,
realmente, carece de forma, no es un objeto mental: es vivir, existir, ser… No se
puede ir más allá de este punto con el entendimiento. De hecho, ni hace falta
ni es conveniente. Paramos el ajetreo incesante de los pensamientos, nos
contemplamos a nosotros mismos y sentimos internamente que ser es existir y
existir es ser. ¡Vivimos, ya está! Ni más, ni menos. No necesitamos pensar en que
existimos y somos. Se trata, sencillamente, de tomar consciencia de ser -de
existir, de vivir- y, a partir de ahí, Vivir Viviendo… La mente está a nuestro
servicio, no al revés; la mente está al servicio del ser, no a la inversa. Y
ser conlleva atributos y potestades que pierden su esencia -se desnaturalizan-
si son mentalmente tratados. Vivir, existir, ser no precisa de racionalización
alguna. Cuando intentamos situarlo al nivel del entendimiento lo convertimos
mentalmente en algo, lo empaquetamos en un objeto mental; y desvirtuamos su
esencia y entidad. Si lo nombramos, clasificamos y etiquetamos, ya no es real,
sino una mera interpretación mental.
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Una nueva entrega
de Recordando lo que
Es se publica en
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