https://www.youtube.com/watch?v=82PVjqNvuqM
77. Ieoshúa ha dicho:
Soy la luz quien está sobre todos, Soy el todo. Todo salió de mí, y todo vuelve
a mí. Partid la madera, allí estoy. Levantad la piedra y allí me encontraréis.
Del Evangelio de Tomás
Rasa en sanscrito significa
“la esencia del amor divino”. Rasa
es un dúo musical que en los años setenta - ochenta realizó “bhajan” (música devocional india) con
tintes occidentales y en 1978 produjeron el álbum “Everything you se is me”,
todo lo que ves soy yo, que es un canto a la Divinidad. Trata de expresar la
omnipresencia de Dios en todas las cosas. O como expresa Tomás el evangelista
en su apócrifo evangelio, “Partid la
madera, allí estoy. Levantad la piedra y allí me encontraréis”.
Cuando Marta y María son
una sola entidad y cuando ambas se fusionan con el Océano de Dios, ese divino
proceso se manifiesta en algo maravilloso; eres capaz de ver el mundo con los
ojos de Dios y, todo lo que ves es Él.
Cuando esto sucede, cuando
te sientes inundado de tanta belleza, abres los ojos y no ves nada, porque nada
existe que no sea Él; porque no ves nada que no sea Él. Las
criaturas agachan la cabeza, y dando un paso atrás, dejan que Su Presencia se
haga evidente en ti y en todo lo que te rodea; y tus ojos sólo ven el esplendor
de una Luz ante la que el Sol queda totalmente eclipsado. Si has experimentado
“eso”, has experimentado a Dios dentro de ti.
Así describía el Maestro
Eckhart la ceguera de San Pablo al ser arrebatado por Jesús en el Camino de
Damasco. Cuando “sólo en amar es tu
ejercicio”, nada existe que no sea Él u no ves nada que no sea Él.
“Everythings you see is me”. Todo lo que ves soy Yo. El Universo soy Yo.
Los teólogos y
doctrinólogos (esos que tienen estudios) dirán que eso es panteísmo. No lo sé.
No tengo estudios teológicos para discriminar semejantes matices. No lo sé ni
me importa si, al ver a Dios en todo lo que existe, tras haber atravesado la
oceánica noche en la que me he sometido a dejarme amar por Él, abro los ojos al
mundo y no veo nada que no sea Él.
Al comprobar que todo lo
que ves es Él, experimentas dos maravillas casi sobrenaturales, la primera, que
la Divinidad lo impregna todo y lo segundo, que “el muro”, esa división que
hemos creado los humanos para separarnos unos de otros se desvanece como el
azúcar en el café. No hay ya fronteras entre las religiones, porque todas son
una. Esta fue la experiencia de San Francisco de Asís en su encuentro con el
sultán egipcio Al Kamil. ¿Eres tú sufí? Le pregunta el sultán a Francisco.
“Como si lo fuera”, le respondió.
Es como quitarle los
papelillos que envuelven los caramelos y ver que en esencia, todos los
caramelos son iguales. Los envoltorios religiosos, la apariencia de atrayentes
colores hacen su labor de atraer al personal, pero impiden tomar el caramelo y
disfrutar de la esencia. Así que cuando decides tomar el caramelo, has de
quitarle el envoltorio. La barca que te permitió navegar en el Océano de Dios
ya no sirve si de lo que se trata es de que tu cuerpo, mente y espíritu, se
funda con el Mar, y ser el propio Océano; si la ola ha de fundirse con el
Océano ha de desvanecer como tal ola.
Como Yo os he amado
Este es el final del Camino,
ser consciente de que tú y todo lo que ves es Dios.
Solamente si el alma y la
mente, como una sola entidad, es capaz de ver la vida así, sólo así es capaz de
abordar la cuarta fase de la pedagogía del Amor.
Ya lo apuntábamos en el “capítulo
18.- Saber escuchar”, cómo aprender a amar tiene cuatro fases, la primera es saber
que Dios nos ama, esto lo aprendemos en el catecismo y es lo que nos dicen
nuestros padres (si son creyentes, claro). La segunda es ser conscientes de
que Dios nos ama; esto ya requiere cierta experiencia Dios, no se aprende,
sólo se puede vivir y experienciar. Acaso la vivencia del Camino supone esa
experiencia de Dios necesaria para tomar consciencia de que Él nos ama.
La tercera fase, esos
encuentros en la Tercera Fase, donde nos enfrentamos cara a cara con Dios
comienza en Finisterre, donde aceptamos dejarnos amar por Él. Es lo que
hemos estado viendo en la aventura oceánica de Marta y de María, donde ni la
mente ni el alma son capaces de hacer nada que no sea dejarse llevar por el
viento que sopla donde quiere él. Esta tercera fase es la que los místicos
describen en las noches del alma, en las cuartas moradas de Teresa en adelante.
O en el caminito de la infancia espiritual de Teresa de Lisieux, usando ese
“ascensor” que la eleva sin que ella tenga que hacer nada.
“No hagas nada para que nada quede sin hacer”, que diría Lao Tse.
En todas las culturas, en
todas las religiones, el final del Camino pasa por la evanescencia del yo, ese
concepto que nos hemos montado para creernos que somos “algo” separado del
entorno. Cuando eso sucede, cuando la mente rinde el barco al viento, entonces
y sólo entonces “todo tiene sentido” y, algo fundamental, la persona está
realmente preparada para “amar como Él
nos ha amado”.
Lo que impide el amor, lo
que lo convierte en un desiderátum imposible a los efectos humanos, es
justamente esa lucha entre la mente y el alma, esa historia de Marta y de María
enfrentadas permanentemente a ver quien puede más y vemos que, en condiciones
normales, el alma ni pincha ni corta. Y es por eso que el amor lo calificamos
de simple sentimiento, de ese embalamiento emocional, que diría Ortega, que nos
impulsa a (más o menos) tratar de hacer feliz al otro o a los otros, en la
medida en que yo me cobre los réditos de mis buenas acciones. Y de ahí no
salimos.
Y si lo que vemos delante
de nosotros es el desastre desastroso de mundo que se nos muestra en los
canales de televisión y en la prensa y, el desastre desastroso de nuestra vida
diaria personal, donde vemos como “los demás” no hacen más que hacernos daño y
ni siquiera nuestra pareja, de la que nos enamoramos “in illo tempore” es capaz de hacernos felices, entonces, que
diría Bernard Shaw, terminamos siendo “egoístas
guiñapos que no hacemos otra cosa que quejarnos porque el mundo no nos hace
felices”, que hemos repetido en anteriores entregas.
Así que el único mandato de
Jesús que fue amarnos los unos a los otros como Él nos amó, queda reducido en
una bella aspiración imposible de ver cumplida, salvo que hayamos pasado por la
oceánica experiencia de dejarnos amar por Él.
En otras palabras, amar con
la exigencia que nos propone Jesús, pasa por verle en todo, que diría Tomás en
su evangelio, o Rasa en su canción, “todo
lo que ves, soy Yo”. Y esto es un conocimiento y experiencia (el fin,
el objetivo) a la que llegan todas las religiones y sistemas filosóficos
del mundo (los medios para alcanzar el fin). Ver a Dios en todo lo que
existe.
De ahí el contrasentido de
“amar a nuestros enemigos”
"Ama a tus
enemigos, bendice a los que te maldicen y perdona a los que te hieren." (Mateo
5:43)
Nada más comenzar el Sermón
de la Montaña, Jesús se descuelga con lo más difícil, “ama a los que te odian”, es decir, comienza su predicación con
las bienaventuranzas, con el máximo exponente de su mensaje, con el final del
camino. Luego desgranará cómo llegar a eso, pero abre su boca por primera vez,
diciendo sin anestesia, cuál es el ideal de todo ser humano, allá donde esté,
viva donde viva y practique la religión que practique. Ha de llegar a eso, a
amar y bendecir a los enemigos.
Y para eso, para ver en tu
enemigo alguien a quien amar y bendecir, sólo lo puedes conseguir si en él ves
a Dios mismo clavado en la cruz.
Este es el misterio de la
fe en Jesús, verle en lo peor de este mundo, porque ese “lo peor” es la máxima
evidencia de por qué tuvo que morir de la forma que lo hizo, para que logremos
amar a todo lo que es un desastre, porque ese desastre es Dios esclavizado por
el odio. Y si no amamos a ese o eso que vive esclavizado por el odio, no podrá
ser liberado de esa cárcel y resucitar.
El Misterio de la Cruz
Probablemente, uno de los
atributos más “escandalosos” del cristianismo es la Cruz, seguir los pasos de
alguien que terminó sus días ejecutado de la forma más innoble, más
despreciable, bajo la atroz tortura de la crucifixión, tortura en extremo
cruel, pues consistía en clavar al reo en el madero, habitualmente en forma de
“T”, al que previamente se le flagelaba y después se le obligaba a llevar el
travesaño cobre sus hombros, hasta el patíbulo donde era clavado y dejado
durante horas o incluso días, allí colgado hasta que muriera desangrado y con
unos edemas pulmonares que finalmente le provocaban la agonía final por
asfixia.
Los romanos utilizaron este
método de ejecución durante todo el Imperio, hasta el año 337 en tiempos ya de
Constantino. Era la máxima pena aplicada a la peor calaña de delincuentes y
asesinos, como máximo exponente de un método ideado para alcanzar el máximo
grado de ensañamiento, porque con ello el reo no pagaba sólo con su muerte
(como era el caso de la decapitación), sino que se le condenaba en vida a un
sufrimiento en extremo lento y extremadamente doloroso; un “sufre todo lo que aguantes” antes de
morir. No era concebible un martirio superior a la crucifixión.
Lo que cualquiera de
nosotros se puede preguntar, viendo el tema con objetividad, es por qué
semejante y despiadada forma de morir es elevada al máximo símbolo de la
Divinidad. ¿Por qué la Cruz es el máximo exponente de la acción salvadora de
Jesús? Es verdad que cuando una ideología quiere calar en el imaginarium
popular con fuerza, lo de siempre, “nos hace falta un mártir” para fortalecer
“la causa”. Siempre viene bien un mártir para afianzar el sentimiento de
defensa de un ideal para ver lo bueno que somos nosotros y lo malo que son los
otros. Algo a modo de motivo que induzca a la venganza y a la lucha con más
coraje si cabe, en memoria de los caídos por nuestro ideal.
Esta interpretación en
primera instancia no deja de tener un componente de lucha contra el que le
hicieron esto a nuestro héroe, a nuestro líder. Hasta el año 2008 los católicos
tachaban a los judíos de “pérfidos judíos” y así se les denominaba en las
plegarias del Viernes Santo, “recemos por la conversión de los pérfidos
judíos”, hasta que en ese año, Benedicto XVI eliminó la frase y el calificativo
de pérfido y la cambió por la que dice simplemente “recemos por los judíos”.
Con el debido respeto a los
que saben más que yo (obviamente) en doctrinología católica, me atrevería a
decir que el misterio de la Cruz va mucho más allá del simple hecho de cómo
mataron a Jesús, enarbolando la cruz como símbolo de la maldad del mundo y la
salvación divina y todas esas cosas que nos enseñaron en el catecismo.
La figura de Jesús clavado
en la cruz, máximo símbolo cristiano, refleja algo tan tremendo como ver en “todo
lo que existe”, en todo lo que pueden ver mis ojos, a Dios condenado a la cruz; ver la propia
Vida crucificada, maltratada, destruida.
Es fácil ver a Dios en la
belleza de la naturaleza, en el cielo nocturno, en los límpidos amaneceres o en
el delicioso sonido de las cascadas y torrentes de los ríos y demás ejemplos
como los que describe San Juan de la Cruz.
Visto así, cualquiera ve a
Dios en semejantes bellezas naturales, pero ver a Dios en los desastres de
nuestro mundo, en la agonía de la propia Naturaleza por la contaminación
ambiental o en los horrores de las guerras, de las cárceles, de los míseros
barrios de Calcuta, de la maldad de los hombres, como que cuesta bastante.
¿Cómo podemos ver a Dios en el ensañamiento de los ricos con los más pobres? Y
sobre todo, ¿tiene sentido ver en la ejecución horrible de una sentencia de
muerte el referente de la victoria de nuestro amado líder?
Visto todo esto con los
ojos de Marta (de la mente), no tiene ningún sentido, salvo el de “necesitamos
un mártir”, un chivo expiatorio, alguien que pague los platos rotos. Pero ni siquiera,
porque no es el hecho del martirio de nuestro líder lo que le da sentido al
propio martirio, sino el mismo procedimiento de ejecución, la cruz y lo que
aconteció después.
Como diría San Pablo, nada de esto tiene sentido si Jesús no
hubiera resucitado (1 Cor, 15, 13 – 14).
Es la Resurrección la que
da sentido a la Cruz. Y porque Jesús ha resucitado, ahora podemos ver la
tragedia del Mundo, o el Mundo, el propio Dios que sigue clavado en la Cruz,
con la esperanza cierta de la Resurrección.
A partir de aquí, del
Misterio de la Cruz y la Resurrección, la Iglesia católica tiene amplia doctrina
que justifica los fundamentos de la fe del cristianismo con la que yo, como
católico comulgo. Pero ya que ellos, los teólogos, saben explicar los recovecos
doctrinales mucho mejor que yo, no me voy a encorsetar en el bloque doctrinal
católico ni meterme donde no me llaman, porque esta no es la narrativa que yo
estoy pretendiendo aplicar a este proceso donde Física y Espiritualidad (Marta
y María) han de darse la mano y fundirse en una sola entidad. Para eso, para
explicar la doctrina católica no hace falta llegar a Finisterre; con quedarnos
en Compostela es suficiente. Prefiero conversar con aquellos que llegando a
Finisterre, decidieron aventurarse en la Mar océana, lugar de encuentro de
“Todos los Santos de Dios”.
Todos los Santos de Dios.
Hace doce años (2009)
escribí un libro titulado “Sendas de
Vida interior”, que finalmente he decidido publicar por mí mismo ahora,
en este mes de julio, ya que por entonces, ninguna editorial católica me dio su
confianza. Posteriormente, en 2010 -2014, me lancé a publicar un blog titulado
“Todos los santos de Dios” y cuyo enlace es
https://
http://sendasdevidainterior.blogspot.com, donde despliego en 190 entradas, básicamente lo que estoy
tratando de exponer en esta serie, en este blog de mi buen amigo Emilio. Lo que
expongo en ese libro, se centra en el concepto que recoge la expresión “Todos los Santos de Dios”.
Lo más cercano al término
“todos los santos de Dios” es “Humanidad”. “-dad” es la cualidad del nombre que la contiene. Así, la cualidad
de lo humano es la humanidad; la de lo divino es la divinidad y, así como otros
muchos términos, tales como feminidad, felicidad, humildad. Es decir, la cualidad
es algo es la “algolidad”, si fuera admisible este palabro que me acabo de
inventar.
Pero más allá del
significado, llamémosle gramatical, de la palabra, en determinados nombres
adquiere un sentido de pertenencia, un sentido de unidad en torno a una
cualidad común. Es el caso de “Cristiandad” con mayúscula o “Humanidad” también
con mayúscula. Se dice que los cristianos de la Alta Edad Media formaban
iglesias locales y regionales, pero cada una vivía su realidad de modo aislado;
es decir, no existía un sentimiento de pertenencia a una Comunidad global,
surgida y constituida en torno a la figura de Jesucristo. Se dice también que
el descubrimiento de la tumba de Santiago el Mayor en 820 y la paulatina
configuración de las peregrinaciones a Santiago de Compostela, de alguna forma
fue generando en los cristianos un sentimiento de pertenencia a algo muy
grande, a una comunidad europea, “mundial”, donde un cristiano que peregrinaba
a Santiago de Compostela, al juntarse en el Camino con otros de los más lejanos
rincones de Europa, hizo crecer ese sentimiento de pertenencia a la Gran
Comunidad de Cristianos, es decir, surgió espontáneamente el sentimiento de
Cristiandad. De modo que el Camino se convirtió en el parénquima, en la
argamasa, que fue uniendo poco a poco a la miríada de comunidades cristianas,
hasta tomar consciencia de que todas ellas pertenecían al Gran Pueblo de Dios.
Así las cosas, el
surgimiento del sentimiento de Cristiandad lo era frente a los otros pueblos no
cristianos, los musulmanes, los paganos, los orientales. Con ser un gran avance
en la toma de conciencia del ser cristiano, las religiones, igual que los
ejércitos de un rey, tienden a establecer muros de separación, dualidades que
lamentablemente son “mutuamente excluyentes”, donde queda inyectado el deseo de
conquista religiosa que, en el caso del islam se denomina Yihad o Guerra Santa
y en el caso del cristianismo se denomina Evangelización. De modo que al igual
que sucede con el conflicto territorial entre reinos, en el religioso, también
se ha vivido a lo largo de la Historia cruentas guerras de religión, bien es
verdad que con bastantes tintes de interés político.
El concepto “Todos los
Santos de Dios” no va ligado ni a la esfera católica y ni siquiera a la
cristiana, sino al propio concepto de Humanidad. Ya sabemos que la Humanidad es
el conjunto total de seres humanos de este Planeta, pero aquí tiene y hemos de
darle un significado más profundo, el significado de “Todos los Hijos de Dios”,
todo ser humano que habita en la faz de la Tierra, bautizado o no bautizado, de
cualquier rincón del mundo, bueno o malo, blanco o negro o amarillo, guapo o
feo, alto o bajo, creyente o no creyente, rico o pobre, del Norte o del Sur,
del Este o del Oeste. Es decir, cualquier ser humano nacido de mujer, por el
solo hecho de serlo, es con todo el derecho, hijo de Dios y en potencia, un
Santo de Dios.
Todo ser humano tiene en su
interior mente y alma, una Marta y una María, ante las que se presenta la
aventura de la fe que os he narrado hasta aquí, con su vivir en su casa o bien,
andar el Camino desde sus muchos orígenes y desde los muchos trazados,
oficiales o personales, para llegar finalmente, unos a Compostela, pero todos a
Finisterre. Es decir, múltiples caminos en tierra que todos convergen en
Finisterre, donde todo peregrino, al asomarse al Océano, “todo lo que ve, es
Dios”
“Todo lo que veis soy Yo”; “Everything you see is Me”
Letra de la canción:
http://www.songlyrics.com/rasa/everything-you-see-is-me-lyrics/
Fin de la Tercera Parte
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Autor: José
Alfonso Delgado
Nota: La
publicación de las diferentes entregas de La Física de la
Espiritualidad
se
realiza en este blog, todos los lunes desde el 4 de enero de 2021.
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