Estaban todos esperando a la sombra de una
higuera, aquella mañanita de domingo, que había quedado con ellos, sin importar
que todavía las sombras no se habían lavado la cara y el sol, aún se estaba
despidiendo de las montañas chinas, donde había pasado la noche envuelto en sus
misterios.
Los primeros que salieron a mi encuentro
fueron mis padres y me asombró mucho que la vieja no viniera llorando, como
casi siempre que iba a visitarlos, estando vivos allá en el pueblo.
Andaba derecha y ya no tenía el ojo chueco,
con más soltura y menos años, como si mudarse al barrio de los muertos le
hubiera sentado de maravillas. Y qué decir de mi padre que ahora era más alto y
apuesto, sin rastro de aquella expresión de víctima de todas las desgracias del
mundo.
Se acercaron también los abuelos paternos, que
ahora de ancianos no tenían nada, a tal extremo que me costó reconocerlos: él
ya no era calvo, ni arrugado siquiera y ella no llevaba su moño canoso, ni su
delantal eterno.
Un hombre simpático y risueño se acercó junto
con el abuelo y cuando lo miré bien, supe de repente que era su padre, el
bisabuelo que había ido a Cuba de polizonte en un velero. Lo sorprendente era
que todos parecían de la misma edad y más aún que no podría definir qué edad
era.
Los demás, un grupo bastante numeroso, se
quedó a prudencial distancia, al parecer disfrutando mucho algo parecido a una
fiesta, que sin música que yo pudiera escuchar, los envolvía en una atmósfera
de alegría y esparcimiento.
El Papá me dijo sin decir nada, que este momento
era muy especial porque desde aquí, yo había aprendido a sentirme entre ellos
allá y que agradecen toda la intención que he ido desempolvando para que venga
al mundo de las formas esa presencia.
Has trascendido una creencia que nos atascaba
de que los objetivos son difíciles de conseguir y se nos iba de las manos la
rienda para ir por el camino del éxito en las relaciones afectivas. Hoy esa
creencia se esfuma por lo valiente que has sido en esta vida. Te agradecemos.
Y se fueron todos, excepto mi madre que hizo
un gesto y se acercaron un grupo de desconocidos.
Bueno, de repente por alguna razón que no
estaba al alcance de mi comprensión, los fui reconociendo uno por uno: Al
abuelo que se fue cuando yo era pequeñito, la abuela que no estaba cuando llegué,
un tío que heredó la finca del abuelo, donde a mí me encantaba ir a montar a
caballo.
Sin poder comprender la forma en que llegaba
un entendimiento, supe que de ellos venía, en gran medida, una voluntad de
cedro que resiste el embate del viento y ofrece lo mejor aún cuando sus raíces
no están en la tierra.
Hablamos mucho sin hablar, supe razones que
tenía cerca y no había descubierto, desde aquel día no me volvieron a parecer
ajenos los naranjos ni las flores, las hormigas ni las estrellas.
Cuando iba a emprender el regreso a casa,
observé que había alguien del grupo que no se alejaba como los otros. Entonces
me acerqué curioso y faltó poco para que se detuviera mi corazón cuando
descubrí que era yo mismo, yo mismo en esencia, en ese campo cuántico donde
todo es posible.
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Autor: José Miguel Vale (josemiguelvale@gmail.com)
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