Si navegar de día en semejantes condiciones es de por sí, angustioso para la mente, para Marta, hacerlo por la noche es ya pavoroso.
¿Quién me mandaría a mí hacer caso a la loca de mi hermana? – se
diría a sí misma Marta en más de una ocasión, sobre todo cuando en plena noche,
mirando por popa, hace ya varias singladuras (cada día de navegación), que ha
dejado de ver el faro de Finisterre, con lo cual, ni siquiera esa tenue luz
amiga que ilumina desde tierra…
¿Señor por qué quisiste
subirnos a las dos en esta nave
y cómo nos dijiste
con voz serena y suave
que íbamos a volar como las aves?
Le pregunta Marta a Dios, como si desilusionada de las promesas
hechas por Jesús, por el práctico del embarcadero, tras haber aceptado subir a
bordo (no sin dudas y elevado escepticismo), ahora, cuando ya no hay marcha
atrás, porque ni siquiera se ve ya el faro en tierra, Marta se enfrenta a la
cruda realidad de una travesía sin rumbo ni control.
¿Promesas sin fundamento?
Para Marta quizás o,
más bien certeza de un engaño.
¿Por qué te angustias, Marta?
¿No sabes que tu Dios está contigo?
¿No te sientes tan harta,
no sientes harto hastío
de una vida llena de desvaríos?
Es decir, Jesús le pregunta a la escéptica Marta, a la que siempre
duda, a la mente, por qué no confía en Él, por qué siempre ha
de estar llena de un mar de dudas que no hace otra cosa que confirmar lo que
siempre ha sabido, que está harta de desconfiar, hastiada de sí misma, de no
saber, porque “no puede saber lo que a ella le es imposible saber”. Pero no
quiere aceptarlo.
Marta se revuelve, aparentemente contra Dios, como si fuera Él el
culpable de una mentira que en realidad se ha forjado ella misma. Porque es
ella la que se ha imaginado mundos felices, salidos de la chistera de un Dios
mago que, si se subía a la barca, ella, Marta, sería feliz como una perdiz.
Ella se imagina, ella se monta las películas que quiere vivir, pero
abre los ojos y se encuentra en medio del mar, anocheciendo, mirando a popa y
no viendo ya la línea de costa y ni siquiera el faro. Y se ve que anochece y no
sabe dónde vá. O sí lo sabe.
Va hacia el abismo. Porque cuentan las leyendas que, tras el mar no hay nada
más, tan sólo un abismo aterrador.
Y sin embargo Marta ve a María tranquila, casi sonriente.
Marta, la racional Marta, comprueba cómo ya le es imposible
controlar nada. Constata el total abandono a la Providencia a la que ella se ha
visto sometida, muy a su pesar.
Pero ve a María tranquila y sonriente.
¿Y tú por qué sonríes?
Hermana, cuéntame que no lo entiendo.
Me pides que me fíe,
que deje libre al viento,
cuando veo que está anocheciendo.
María sólo le puede contestar de un tranquilo modo:
Jesús está conmigo.
Le veo junto a ti y a nuestro lado,
también está contigo,
su amor nos es ya dado
y, el riesgo junto a Él, está alejado
#1.- Jesús y María
María ha abordado el tema fundamental que hace, que esta para la
mente, incierta travesía, pueda ser posible, aún en los momentos más
arriesgados, cuando la Mar océana se embravezca con olas arboladas que casi
hagan naufragar a la nave. Y la clave es Él, Jesús.
Cuentan que un periodista que entrevistaba a Teresa de Calcuta,
exclamó que él no se atrevería a hacer lo que ella hacía ni por un millón de dólares. “Ni yo
tampoco”, le contestó ella, porque “yo no lo hago por algo, sino por Alguien”.
María ha comprendido las tres personas de Dios, el Padre
trascendente, que está ahí, en todas partes, hasta en los confines del Universo, inabarcable,
infinito, inabordable, pavoroso, temible e incomprensible.
Pero también ha descubierto, desde que estaba confinada en la Torre
de doña Urraca, que Dios, su Santo Espíritu estaba en lo más profundo de su ser
y la inundaba hasta el último rincón de sus entrañas. Pero también ese Espíritu
que aguarda en el hondón de la séptima morada, para ella es también
inaccesible, porque necesita recorrer las seis moradas anteriores y no se veía
capaz.
Pero María descubrió su “as en la manga”, Jesús y… María.
Ambos son dos personas de carne y hueso, que le demostraron “cómo”
caminar, mientras recorría el Camino de Santiago. Caminaron al lado de María (y
de Marta) y, aunque Marta no se lo crea, porque sigue creyendo que ella
recorrió el Camino gracias a su entereza y voluntad, hicieron posible llegar a
Finisterre.
La figura de Jesús y de María, su madre, son esenciales para
abordar la oceánica navegación, porque son esa mano amiga que te dice “aquí
estamos los dos, Jesús y María. Sólo tienes que confiar y agarrarnos la
mano.”
Y esta es la diferencia abismal que existe entre la mística
cristiana y la de los demás sistemas espirituales de los demás pueblos de la Tierra, la figura de Jesús y de
María.
El abismo de la noche es tan abrumador, que realmente es imposible
atreverse a él sin aceptar la ayuda directa de la mano física de Jesús y de
María, su madre.
María, la hermana de Marta, tiene un enfoque aparentemente distinto,
aunque complementario al de su hermana. Marta, la intelectual, concibe a Dios
trascendente y eterno, el inabarcable, y pretende meter el Océano en un hoyo en
la arena de la playa, como intentó San Agustín y, Santo Tomás e intenta,
cualquier teólogo que se precie. Pero María tiene un enfoque más práctico.
María sabe que Dios Padre está ahí, en las inmensidades cósmicas, que para eso
es el Creador, pero también es inmanente y reside en el interior de su corazón,
aguardando en la séptima morada. Pero también sabe que tiene dos colegas que
están dispuestos a caminar a su lado, Jesús y María. ¿Qué problema hay? Se
pregunta María. Ninguno, se responde a sí misma y a su hermana. No es que esté
chupado, pero la travesía, sí es posible.
Este as en la manga, Jesús y María, que descubrió (o mejor dicho,
describió), Teresa del Niño Jesús en su “caminito”, el camino de
perfección para niños pequeños.
Y todo concuerda, la mano de Jesús y de María extendida, no a los
soberbios, sobrados de sí mismos, sino a los niños pequeños que realmente están
dando sus primeros pasitos.
Yo creo que la figura de Jesús y de María, como compañeros de
viaje, en este caso de navegación, va más allá del argumentario teológico que
los califica de redentores de la Humanidad, que también. Es algo más de andar
por casa, algo más doméstico. Es un, yo no sé navegar y me monto en el barco de
un amigo que sí sabe, en el que yo voy como pasajero. O algo así. O yo ciego,
me agarro a un buen amigo que impide que me extravíe.
Es algo como muy tangible, que no necesita de grandes circunloquios
filosóficos y metafísicos para comprenderlo. Es muy simple. Yo no sé y me
arrimo a aquel que sabe. Y ese es Jesús.
Como modelo de actitud y comportamiento está bien, incluso para que
lo entienda Marta, aunque creo que no se fía demasiado de su hermana. Demasiado
bonito y simple para ser verdad, sospecha.
No sé si hacerte caso
María, ¿no será que tu confías
tanto que a ver si acaso,
tu mente desvaría
de ilusiones llenas de fantasía?
Puede que existan otras razones más profundas para que Marta y
María se crean que no son la misma persona, pero esta es, para mí, sin lugar a
dudas, una razón muy convincente: la diferente percepción de la realidad entre
ver para creer o creer para ver, una fundamental exigencia para dar el salto de
fe, como referí en el capítulo 7 al hablar de las tres exigencias para
desenmascarar nuestro yo real, transformar el entendimiento en fe (creer para
ver), la memoria en esperanza (perdonar para soñar) y la voluntad en amor (amar
para vivir). Marta cree en lo que su mente elabora a partir de sus
percepciones, mientras María simplemente cree.
¿Y vosotros, quién decís que soy?
Tu eres el Mesías, el hijo de Dios vivo.
Bienaventurado tú, Simón porque no ha sido tu mente ni tu carne
quien te ha revelado esto, sino mi Padre que está en los Cielos.
Que María sepa que Jesús camina a su lado, no es una conclusión
meditada. Ni siquiera es una verdad transmitida por las enseñanzas del
catecismo. Simplemente lo sabe; y lo sabe porque le ha sido revelado. Es un
conocimiento sobrenatural. Pero consentido, como María de Jesús consintió en la
anunciación del ángel.
En la vida espiritual en modo de oceánica navegación,
la diferencia entre “algo y lo mismo”, a veces puede llegar a ser abismal. Un
ejemplo; la diferencia entre aceptar y aceptar puede ser como la noche y el
día. La diferencia entre saber que Dios me ama y saber que Dios me ama es
radicalmente distinto. Así que la diferencia entre saber que Jesús está a mi
lado y saber que está a mi lado, puede llegar a ser radicalmente diferente.
Es la diferencia entre saber y ser consciente. Saber indica
conocimiento adquirido por el aprendizaje, muchas veces académico. Ser
consciente indica vivencia personal, experiencia de vida. Así que saber que
Dios me ama, me lo enseñaron en la catequesis de primera comunión. Pero ser
consciente de que Dios me ama, supone haber tenido experiencia, haber vivido su
amor en mí, en mis carnes y en mis huesos y en mi corazón. Nadie tiene que
enseñarme qué es el amor de Dios, porque lo he vivido y lo sigo viviendo.
En la navegación oceánica del Espíritu de Dios, la persona (y me
refiero a la persona, por primera vez, en vez de referirme a la mente y o el
alma), entra en el terreno de la Sabiduría, donde la lógica de Dios, ni de
lejos tiene nada que ver con la lógica ni de la mente ni del alma. Es terreno
totalmente desconocido, así se empeñen los teólogos en que no lo sea.
Mientras durante el Camino de tierra la lógica mental prevalecía de
tal modo que la mente, Marta, podía acceder a aceptar sus condiciones (las impuestas
durante el Camino), en la fase de navegación, todas las reglas, simplemente
saltan por los aires. La mente ha de aceptar sin comprender y el alma
simplemente contemplar.
Así que, en este escenario de vida, las figuras de Jesús y de
María, entran en la realidad de la persona, por revelación consciente. Y además
lo hace adaptándose como el agua, al recipiente que le contiene, a la
personalidad de alma y mente.
#2.- Las noches
Y aquí comienzan Marta y María a percibir que sus límites, lo que
separan a ambas, la una de la otra, comienza a desdibujarse, a difuminarse. Ya
Marta no tiene tan claro lo que en realidad le hace distinta de María, ni María
acierta a ver con claridad lo que le hace distinta de Marta. “De noche todos
los gatos son pardos.”
Así que, si consideramos que la división entrambas fuera meramente
metodológica, es decir, para entendernos, para comprender el porqué de las dos
formas de ver la vida, en prosa la primera y en poesía la segunda,
comenzaríamos a entender un poco, sólo un poco, las dos formas en las que Dios
tiene y se emplea para abordar la evolución de la persona, la primera como
Dios-luz y la segunda como Dios-amor.
La luz de Dios ilumina la mente, esa potencia humana que nos hace
inteligentes, pero como, debido al empecinamiento humano de ser independientes
y de valernos por nosotros mismos (“yo solito”, que diría el niño), el
entendimiento falla más que una escopeta de feria, o es tan poco evolucionado,
que sólo alcanza a comprender lo que para ella es tangible, dicha luz, adquiere
tintes de tiniebla, de noche.
Dios-amor, habla a la voluntad, motiva, emociona y arrebata para
transformar la voluntad en amor.
Por todo ello, la persona en su faceta intelectual ha de ser
sometida a las pruebas de la noche de los sentidos
Las noches son pruebas muy severas de resistencia a la adversidad,
según refieren los místicos, en especial Teresa y Juan de la Cruz. En ellas,
tanto la mente como el alma han de ser probadas como el oro en el crisol. En
ellas, las figuras de Jesús y de María, más allá de lo expuesto formalmente en
la doctrina de la Iglesia (o acaso no haga falta llegar a tanto), suponen
simplemente “la mano amiga” que te guía y la propia oración se transforma de
algo solemne y cargado de ritualidad, en un sencillo y sereno diálogo allí, en
lo escondido, con aquel y aquella que sabes, te aman, como hermano mayor y como
madre amorosa. Y lo más importante, te ayudarán a soportar el proceso de
“deprivación”.
Las noches son en esencia todo un proceso de deprivación, sensorial
primero y espiritual después. Es como si te encerraran en una celda a oscuras,
donde nada sucede, no se puede ver, ni oír, ni oler, ni sentir nada. Por eso a
las noches, los místicos la califican de aridez, sequedad, desierto o,
cualquier otro estado o situación en el que los sentidos, primero y el espíritu
después, no recibieran ningún estímulo ni información. O aún peor, lo que
recibieran fuera todo menos lógico, comprensible o estimulante.
En esta situación, es razonable que la mente y el alma experimente
un insoportable sentimiento de soledad que puede llegar a ser demoledor. Así
que disponer de una “mano amiga”, que sabes, ya pasó ella misma por todo eso y,
que te agarra fuerte y puede enseñarte cómo atravesar tú ese mismo trance, es
un verdadero alivio.
De todo eso, tanto Jesús como María tienen mucho que contarnos.
Empezaría María cómo una chiquilla se ve embarazada de un divino ser, por el
anuncio de un ángel, seguiría Jesús con sus treinta años de vida oculta, que
fue (esto es muy importante) el tiempo que le costó a su naturaleza humana,
aceptar su naturaleza divina. Y las tentaciones, y la incomprensión de las
gentes y su pasión de cruz. Y a María, cómo se vio obligada a guardar durante
toda su vida, todos estos acontecimientos en su corazón, sin entender absolutamente
nada de lo que sucedía. Así que, si nos empleamos sólo un poco, cada momento de
nuestra vida, tiene un equivalente en la vida, tanto de María como de Jesús.
Y esta íntima cercanía en la oración y en cada momento de nuestra
vida es lo que convierte en única la mística cristiana, respecto de cualquier
otra forma de aproximación a Dios en el resto de culturas y religiones. Porque
tanto Marta como María, pueden tomar el báculo de Jesús y de María para
caminar, durante el Camino de tierra o izar las velas de la nave para que la
brisa del Mar la lleven donde el corazón de Dios disponga.
#3.- Amar
es una decisión
La descripción de la noche espiritual tiene también su equivalente
en la vida de pareja; lo de allí arriba se corresponde con lo de aquí abajo.
En la vida de pareja nadie se escapa del trance de tener que tomar
la decisión de amar, a pesar de que los sentimientos que provoca la situación
creada inciten al conflicto o incluso a considerar si acaso fue un error amar a
esa persona.
Quien no haya vivido una situación así, que levante la mano.
Así las cosas quedan dos opciones; la primera, entrar en un bucle
reforzador del conflicto o de los silencios donde cada cual experimentará un
cada vez mayor alejamiento del otro hasta que acaso lleguemos a pensar “¿qué
hago yo aquí, con ese señor (o esa señora) en mi vida?”. Ese sentimiento de
extrañeza es el principio de lo que puede terminar en una ruptura.
La otra opción es, a pesar de los sentimientos negativos, acaso muy
fuertes generados, tomar la decisión de amar, de perdonar o de tratar de pedir
perdón, que por eso el perdón es esa “decisión unilateral de esperanza”,
que es el origen de la reconciliación, de pasar página.
Cuando la pareja entra en estos escenarios de obligado
fortalecimiento del ánimo, vive esa “noche de los amantes”, donde no parece
haber esperanza si el verdadero amor no actúa. Si el amor no actúa, sobreviene
finalmente el fracaso de la relación, pero si lo hace, sobreviene el júbilo del
coraje ante la adversidad y, al final, siempre amanece, siempre el sol
deslumbra en el horizonte.
Cuando el amor prevalece y, lo hace voluntariamente optando por esa
“decisión unilateral de esperanza”, Sobreviene la paz y el sosiego, ese
“salí sin ser notada, estando ya mi casa sosegada”
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Autor: José Alfonso Delgado
Nota: La publicación de las diferentes entregas de La Física de la Espiritualidad
se realiza en este
blog, todos los lunes desde el 4 de enero de 2021.
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