Entre
los filósofos prevalecen algunas ideas equivocadas sobre el ascetismo y
conviene considerar lo que en realidad es y hasta qué punto puede ser útil. El
usual significado de la palabra es el de una vida de austeridad y mortificación
del cuerpo, aunque esta acepción se aparta algún tanto del significado original
de la palabra griega asketes o sea el que se ejercita como un atleta.
Pero
el clericalismo restringió la palabra y transmutó su sentido aplicándola a toda
clase de abnegaciones con propósito de alcanzar progreso espiritual, basado en
la teoría de que la naturaleza corpórea con sus pasiones y deseos es la
fortaleza del mal inherente en el hombre desde la caída de Adán, y que por lo
tanto es preciso debelarla con ayunos y penitencias. En las religiones
orientales descubrimos a veces análoga idea fundada en el concepto de que la
materia es esencialmente mala, y en consecuencia sólo cabe acercarse al ideal
del bien y substraerse a las miserias de la vida subyugando o torturando el
cuerpo.
El
estudiante de Teosofía advertirá desde luego que en ambas teorías hay horrible
confusión de pensamiento. No tiene el hombre otro mal inherente que el por él
mismo engendrado en vidas pasadas, ni tampoco es la materia esencialmente mala,
porque es tan divina como el espíritu y sin ella fuera imposible toda manifestación
de la Divinidad. El cuerpo y sus deseos no son de por sí buenos ni malos, sino
que para progresar debe el hombre someterlos al gobierno del Yo interno.
Torturar el cuerpo es locura; gobernarlo es absolutamente necesario. «Los
hombres que practican rigurosas austeridades... y atormentan insensatamente el
conjunto de elementos constitutivos de su cuerpo, y también a Mí, que en su
interior resido; tales hombres tienen propensiones demoníacas.» (Bhagavad Gîtâ
XVII-5, 6). y por otra parte: «Tenebrosa es la austeridad dimanante de
extraviada mente y practicada con torturas corporales...» (Id. XVII-19). Está
muy difundida la ilusión de que para ser verdaderamente bueno es preciso
mortificarse y que la mortificación es grata al Logos. Nada más grotesco que esta
idea, y los citados pasajes del Bhagavad Gîtâ insinúan que es algo más
que grotesca, pues afirman que quienes torturan su cuerpo, torturan también al
Logos en él residente.
En
Europa esta funesta preocupación vulgar es uno de los más horribles legados de
la espantosa blasfemia del calvinismo. Yo mismo he oído decir a un niño: «Me
siento tan dichoso que con seguridad debo de ser muy malo». He aquí el tremendo
resultado de una enseñanza criminalmente tergiversada.
Los
Maestros, que tan superiores nos son, están henchidos de gozo, llenos de
simpatía, pero no de tristeza. También nosotros debemos sentir simpatía por los
demás, pero no identificarnos con su tristeza. Un hombre conturbado no puede
ver claramente cosa alguna. El mundo todo le parece en tinieblas y se figura
que nadie puede ser feliz. En cambio, cuando está vivamente gozoso, el mundo
entero le parece brillante y se figura que nadie puede ser infeliz. Sin
embargo, nada ha cambiado, ni siquiera él mismo, sino tan sólo su cuerpo
astral. El mundo marcha de la misma manera, tanto si somos dichosos como
infortunados. No os identifiquéis con vuestro cuerpo astral sino procurad
desprenderos del tejido de ilusiones de esta personal actitud.
No
cabe duda de que tan ridícula teoría de la mortificación deriva en parte de que
para progresar el hombre ha de sojuzgar sus pasiones y que este sojuzgamiento
repugna a los no evolucionados. Pero la mortificación está muy lejos de ser
meritoria, sino que por el contrario indica que aún no se ha logrado la victoria.
La mortificación tiene por único fundamento el no estar todavía dominada la
materia inferior y que prosigue la lucha. Cuando el dominio es perfecto ya no
se despierta ningún bajo deseo, y en consecuencia no hay lucha ni
mortificación, El hombre vivirá rectamente y evitará lo inferior porque le es
de todo punto natural hacerla así, no ya porque piense que debe esforzarse
aunque le sea difícil el esfuerzo. Así vemos que la mortificación es tan sólo
un estado intermedio, y que no ella sino su ausencia es señal de éxito.
Otro
motivo del predicamento en que está todavía la mortificación es el confundir la
causa con el efecto. Se observa que la persona de verdaderamente adelantada
evolución es de sencillas costumbres y desprendida de gran número de menudos
lujos que el hombre vulgar diputa por indispensables. Pero semejante
despreocupación por el lujo es efecto y no causa de su adelanto. No le
inquietan aquellas frivolidades porque las ha transcendido ampliamente y ya no
le interesan, y en modo alguno porque las considere nocivas, al paso que quien
vivamente las anhele y por imitarle se abstenga de ellas, no adelantará por
ello.
A
cierta edad el niño juega con trompos y balines; años después, ya muchacho, sus
juegos son la raqueta y el pilapié; más tarde, cuando le apunta el bozo,
pierden para él mucho de su interés estos deportes y emprende los torneos del
amor y de la vida. Pero el niño que desecha balines y trompos y para remedar a
los mayores juega al pilapié, no por ello deja de ser niño. Cuando por natural
crecimiento le llega la hora, desecha los juegos pueriles; pero no puede apresurar
su crecimiento con sólo desecharlos y substituirlos por los de los mayores.
No
hay virtud alguna en mortificarse con el único propósito de la mortificación;
pero hay tres casos en que la mortificación puede formar parte del progreso. El
primero es cuando sirve para ayudar a otros, como el hombre que mantiene a un
amigo enfermo o trabaja penosamente para su familia. El segundo es cuando un
hombre echa de ver que tal o cual vicio, como los del tabaco, bebida, opio,
morfina etc., es un obstáculo para su perfeccionamiento. Si resueltamente se
decide, abandonará el vicio al instante; pero como el cuerpo está acostumbrado
al feo vicio, clama por él y ocasiona mucho sufrimiento. Si el hombre no ceja
en su resolución, acabará el cuerpo por acomodarse a las nuevas condiciones y
entonces ya no habrá mortificación. Pero en la etapa intermedia, mientras se
esté librando la batalla entre el hombre y su cuerpo, sufrirá no poco, y este
sufrimiento debe considerarse como el karma de haber contraído el hábito que se
esfuerza en abandonar. Cuando cese el sufrimiento quedará satisfecho el karma,
conseguida la victoria y adelantado un nuevo paso en la evolución.
Estoy
convencido de que en ciertos casos, cuando la persona es físicamente muy débil,
puede ser peligroso abandonar repentinamente un vicio. El de la morfina es un
ejemplo. La víctima de sus horrores necesita por lo general ir disminuyendo
gradualmente la dosis porque el choque del cese brusco podría ser más violento
de lo que el organismo fuera capaz de soportar. También parece que hay algunos
casos deplorables en que el mismo sistema de disminución gradual ha de
aplicarse a los acostumbrados a comer carne. Dicen los médicos que la carne se
digiere principalmente en el estómago y los alimentos vegetales en los
intestinos, por lo que las personas de quebrantada salud necesitan dar tiempo a
cada uno de dichos órganos digestivos a que se adapten al nuevo régimen para
cumplir sus funciones. Sin embargo, la firmeza de voluntad no tardará en
someter al cuerpo al nuevo orden de cosas.
El
tercer caso en que puede ser útil la mortificación es cuando el hombre violenta
su cuerpo para hacer algo que le disgusta con propósito de habituarlo a la
obediencia cuando sea necesario. Pero aun así ha de entenderse que el mérito está
en la fácil obediencia del cuerpo y no en su sufrimiento. De esta suerte podrá
el hombre no hacer caso de las menudas incomodidades de la vida y ahorrarse
mucho tedio e irritación. Al vigorizar así su voluntad y poner su cuerpo en
obediencia debe ir con cuidado de no intentar más que las cosas verdaderamente
ventajosas. Los hata yoguis vigorizan sin duda la fuerza de voluntad
cuando mantienen el brazo sobre la cabeza hasta que languidece, pero si ganan,
en voluntad pierden en el uso del brazo. La fuerza de voluntad puede
acrecentarse en el mismo grado y con mayor ventaja por medio de algún esfuerzo
cuyo resultado sea de permanente utilidad en vez de perjudicar de por vida.
Así, por ejemplo, el vencimiento de la irascibilidad, orgullo, impaciencia o
sensualidad. Convendría que cuantos sienten ansia de ascetismo grabaran en su
corazón las palabras de sabiduría del Bhagavad Gîtâ:
«La
pureza, rectitud, continencia y mansedumbre se contraen a la austeridad del
cuerpo. La conversación honesta, desprovista de maledicencia, verídica, amena e
instructiva... se contraen a la austeridad de la palabra. Gozo mental,
ecuanimidad, silencio, subyugación propia y sinceridad se contraen a la
austeridad de la mente». (XVII-14, 15, 16).
Observad
que, en el último versículo, el gozo, dicha o sosiego mental es la primera
característica de la austeridad de la mente, el primer signo del perfecto
dominio de sí mismo, tan necesario para quien verdaderamente desee progresar.
Sin
disputa tenemos el deber de ser dichosos. La depresión, el tedio y el
desaliento denotan siempre debilidad y fracaso porque equivalen a egoísmo.
Quien a ellos cede, se convierte en un foco de infección moral que esparce
melancolía en vez de júbilo entre sus hermanos. Y esto ¿qué es sino el más grosero
egoísmo? Si alguien siente afán de ascetismo, que asuma la austeridad mental
aconsejada en el Bhagavad Gîtâ y determínese a que sean cuales sean sus
particulares tribulaciones o sufrimientos los olvidará y se olvidará de sí
mismo por el bien de los demás, de modo que siempre pueda difundir entre sus
compañeros de peregrinación la radiante dicha dimanante del pleno, conocimiento
del teósofo y los guíe siempre a la realización de que «Brahaman es felicidad».
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Autor: C. W. Leadbeater
Obra: La Vida Interna,
publicada en 1910
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Las Reflexiones Teosóficas
se publican en este blog cada domingo,
desde el 19 de febrero de 2017
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