La familia había esperado con gran expectación
este día. Desde hacía semanas, se planeaba esta salida a la playa. El niño
apenas había podido dormir la noche anterior, dentro de él, bullía una mezcla
de alegría y nerviosismo. Sus salidas preferidas eran las que incluían un día
de playa. Le encantaba chapotear en el agua y zambullirse en el agua límpida
del mar.
El trayecto hasta el tan deseado destino, se le antojó larguísimo. Era
tal su ansiedad por arribar al punto deseado que se pasó todo el camino, moviéndose
de manera compulsiva en el asiento del automóvil. Finalmente para alegría y
descanso de los padres, se divisó al horizonte el mar. La atmósfera adquiría el
tan conocido olor salino y los ojos de la criatura parecían quererse escapar de
su ubicación.
No habían aparcado todavía, cuando la puerta trasera se abrió
rápidamente y el crío ya ponía un pie en el pavimento del aparcamiento. El
padre, alzó su voz por encima de todos los sonidos exteriores, prohibiendo
taxativamente al muchacho que se apeara del auto. Este contratiempo, injusto a
todas luces, bajo el prisma personal del niño, no le restó en modo alguno ni un
ápice de emoción, a la aventura que se presentaba y se forjaba, en la mente del
pequeño. Cuando el pote de hojalata, nombre con el cual designaba al coche de
su padre, se hubo detenido, esperó “pacientemente” a la señal del cabeza de
familia, para, por fin y después de una eternidad, poder bajar a tierra firme.
Oteó el horizonte, quedando extasiado por el retumbar de las olas y la brisa
tibia de aquel soleado instante.
La familia se dirigió hacia un punto
determinado de la extensa playa. Colocaron la sombrilla y las toallas. El niño
ardía en deseos de zambullirse en las aguas que rompían ante él. Era un
espectáculo maravilloso, observar aquel brillo esplendoroso en la mirada de la
criatura. Su padre lo agarró de la mano y caminaron hasta la misma orilla de la
playa. El agua gélida del mar, comenzó a besar suavemente los piececitos del
niño. Estaba encantado de sentir aquel cosquilleo y decidió avanzar un poquito
más, hasta que el agua bañó sus rodillas. Estaba encantado de la vida y cada
momento era un regalo maravilloso para sus sentidos. Tan solo ocho años de
vida, pero vividos intensamente, se decía así mismo. Finalmente no pudo
aguantar más y se zambulló de golpe en aquellas aguas de color esmeralda. ¡Que
maravillosa y gozosa sensación!, pensaba. Naturalmente, su padre no le había
dejado adentrarse en demasía, aunque portara unos manguitos. Esto le
fastidiaba, porque le confería un halo demasiado infantil para su gusto. Pero
nada podía hacer al respecto; si no llevaba manguitos, no había chapuzón.
Después de una larga estancia en el interior del mar y saliendo más arrugado
que una pasa, llegaba el momento tedioso y aburrido de tumbarse en la toalla,
para poder secarse y no agarrar demasiado frío, según palabras textuales de su
mamá. Tras una eternidad, según el reloj personal del crío, se le concedió la
autorización para poder jugar con la arena. Sacó su juego de cubo, pala y
rastrillo. Comenzó a escarbar la arena y a formar montículos con ella. Lo tenía
decidido, ¡construiría un castillo!
Marchó hasta la orilla y llenó el cubo de
agua. Mojó una y otra vez la arena, hasta que decidió que la textura de la
misma, era la idónea, para comenzar su obra “arquitectónica”. Modelaba con gran
soltura la arena y sus manos iban dándole forma a un enorme castillo. De vez en
cuando mojaba la arena, para conferirle la suficiente dureza y que aquella
“magna” obra no se viniera abajo a las primeras de cambio. Era tal su
concentración, que no se había apercibido, que todos aquellos que pasaban por
su lado, quedaban atónitos ante aquella preciosa obra de arena. Él continuaba
ensimismado con su trabajo, ajeno a todos los comentarios de la gente. Después
de mucho quitar aquí y poner allí, dio por terminada su obra. La verdad, había
quedado bastante bien; se decía para sí. Fue a buscar sus juguetes.
Era el
momento de disfrutar de una aventura medieval; aunque el apuesto caballero,
había sido cambiado por un tal, Toro Sentado y las lanzas y escudos, suplidos
por rifles y pistolas. Allí se dieron cita enormes batallas, infinitas muertes
y resurrecciones. Las heridas se curaban rápidamente y los indios se hacían
dueños del castillo una y otra vez. Su padre observaba desde la distancia
aquella preciosa estampa: El niño ensimismado en su juego, feliz y
despreocupado, creando una y mil historias. Además, se sentía orgulloso de su
vástago; todos se maravillaban del precioso castillo que había modelado su
pequeño.
Se acercaba la hora de partir y se debía comenzar a recoger.
Ciertamente, el padre sentía un poco de tristeza por interrumpir el juego del
niño. Pero por otra parte, pensó: Aquí quedará constancia del genio artístico
del muchacho, a través de este castillo de arena.
Tras haber guardado todas las pertenencias la
madre comenzó a llamar al crío. Se encontraba tan absorto en su batalla, que no
oía la voz de su madre. Finalmente, el padre se acercó hasta él. Le tocó en el
hombro y le dijo:
-Cielo, es hora de marcharse.
El niño salió de su mundo onírico, mirando de
forma ausente al padre, le respondió con un hilo de voz:
-Ahora voy, papá.
Comenzó a recoger sus pertenencias, limpiando
cuidadosamente sus intrépidos y valerosos guerreros. Cuando ya se encontraban
todos sus valientes, en el interior de la bolsa, se quedó observando
detenidamente su obra. El padre, a corta distancia, seguía mirando con gran
satisfacción el castillo de arena que con tanto esfuerzo había construido su
hijo. Se sentía orgulloso de él. Sin duda alguna, pensaba, será un gran
artista; tiene madera de escultor. Mientras el padre se regocijaba en el
futuro tan glorioso de su retoño, este, continuaba observando el castillo de
arena fijamente...
Súbitamente, un brillo cruzó por su mirada y una tenue sonrisa
se contorneó en su rostro. Sin pensarlo dos veces, saltó hacia delante, cayendo
encima de aquella magnífica obra, esculpida con tanto mimo. Una y otra vez
saltó sobre él, hasta dejarlo totalmente derruido. El padre quedó en estado de
shock. No podía dar crédito, a aquella imagen que se presentaba delante de él.
Tras reponerse del estado inicial de estupefacción, se dirigió hacia su hijo,
pidiéndole una explicación del por qué de aquella acción:
-¿Pero que haces?- le dijo en tono aireado.
El muchacho se encontraba ensimismado en su
particular tarea de destrucción. Haciendo caso omiso del padre. Es más, por el
gesto que reflejaba su rostro, ¡se lo estaba pasando en grande! Riendo a
mandíbula batiente, saltaba y saltaba, ajeno de la presencia del padre.
Finalmente, el padre lo agarró por el brazo, zarandeándolo fuertemente, para
sacarlo de aquella vorágine destructiva.
¿Qué haces?- le volvió a preguntar.
La cara del crío era la sorpresa manifestada
en toda su amplitud. Su mirada se encontraba ausente, perdida en el espacio
interior. No entendía, aquella reprimenda de su padre. Finalmente miró hacia
donde provenía la voz iracunda y se quedó mirándolo fijamente. No movía ni un
solo músculo. Nuevamente, el progenitor del muchacho habló:
-No entiendo que haces. Tanto tiempo y trabajo
invertido, para luego acabar con él, en un abrir y cerrar de ojos. ¿Puedes
explicármelo?
Al fin el niño, atinó a vocalizar unas
palabras:
-¿Explicar?, ¿el qué?- dijo entre susurros.
-¡Tú forma de actuar!, ¡a eso me
refiero!-contestó a gritos su padre.
-No te entiendo papá. Tan solo jugaba- dijo el
muchacho con suave voz.
-¿Tan solo jugabas?- repitió atónito el padre.
-Sí, jugaba- afirmó contundentemente el niño.
Su padre no entendía aquella contestación, tan
simple y directa. Antes de que pudiera articular palabra alguna, su hijo
prosiguió con su explicación:
-Cuando construía el castillo de arena, me
divertía hacerlo. Cuando se acabó de construir, me divertí inventando batallas.
Y, cuando me llamaste para irnos, me divertí destrozándolo... Es solo un juego, lo hago por diversión. ¿Es
que hay algo más a parte de poder divertirme con ello?
Ahora era el padre quien se había quedado sin
habla. De la forma más simple y sencilla, había sido aleccionado por un niño de
ocho años. No existía rastro de satisfacción personal, ni de orgullo. Ni tan
siquiera, apego a lo construido; tan solo se trataba de divertirse, de jugar,
de disfrutar ese momento. Una sonrisa preciosa iluminaba el rostro de la
criatura y una voz resonaba en el interior del padre:
“Es solo un juego. La vida
tan solo es real, cuando las cadenas de la personalidad, del apego y de la
identificación con un personaje ilusorio, son destruidas por la claridad de lo
evidente y despiertas a la realidad prístina y original de tu verdadero SER”
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Autor: Matías Márquez (gaudapada@hotmail.com)
Fuente: De su libro Alma embriagada (Editorial: Visión
Libros)
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