Saber
escuchar
Nuestros
diálogos con Jesús suelen ser monólogos suplicantes, aun dentro de una
razonable confianza con Él, de modo que nos permitamos abandonar las
solemnidades litúrgicas para, en bata y zapatillas, saber ponernos en su
presencia en lo escondido de nuestro cuarto, orientados a que Él nos ayude a
conseguir cumplir nuestros planes en la vida, a sanar de las enfermedades, a
lograr el éxito profesional, el júbilo amoroso del cariño de nuestros seres
queridos, es decir, nos ayude a conseguir la salud, el dinero y el amor, como
reza la canción, y el que tenga esas tres cosas, que le dé gracias a Dios. De
modo que los rezos consisten en pedirle (y cierto es que pedid y se os dará), a
ver si nos escucha Él. Pero no está en nosotros, tener el oído atento para
escucharle.
Cuando
caemos en la cuenta de que también hemos de saber escucharle, qué nos tiene que
decir, solemos hacernos un descomunal lío, porque para nosotros “escuchar”
supone escuchar palabras y Dios, habitualmente no habla, es más, se dice que el
que habla con Dios es un creyente, pero el que oye la voz de Dios es un psicópata,
alguien lo suficientemente trastornado como para afirmar que oye la voz De Dios
y le habla y le da órdenes, que va y las cumple, diciendo que tiene que cumplir
la voluntad De Dios, porque le ha dicho esto y aquello.
Cuando
Santa Teresa explica en el “Libro de la vida”, los grados y niveles de la
Oración, describe cómo el alma va pasando de la Oración verbal, donde
básicamente habla el alma expresando sus cuitas, sus anhelos y sus
aspiraciones, a la Oración mental, más reflexiva y meditativa sobre aspectos de
la vida de Jesús, o pasajes de la Biblia; es aquello de la lectio divina y
demás métodos para la meditación. Continúa con la Oración de recogimiento,
donde el objetivo es hacer silencio interior. Y el silencio interior es
esencial para escuchar.
El
alma, poco a poco ha de comprender que la Oración NO ES sólo hablar con
Dios, sino fundamentalmente escucharle. Él sabe de qué tenemos necesidad, no es
necesario relatarle nuestra lista de la compra de nuestras necesidades
materiales y afectivas, Él ya lo sabe, aunque de vez en cuando, tampoco está de
más expresarle nuestros anhelos. Es aquello de confiar a nuestro mejor amigo, a
nuestro Amado, nuestros sentimientos, tanto positivos como negativos, porque
esta es una necesidad vital en el ser humano. Luego está bien hablarle a Jesús
de nosotros mismos; no le vamos a contar nada que no sepa, pero supone
satisfacer una necesidad básica, compartir nuestra vida con nuestro Padre que
está en los Cielos, con Jesús que, en casa de María, que es nuestro más íntimo
interior, nos escucha y nos consuela, “venid a mi, los que estáis agobiados”.
Pero
más allá de cubrir esta necesidad, el fin último de la Oración es aprender a
escuchar a Jesús, qué nos tiene que decir, qué quiere de nosotros, porque la
Oración NO ES sólo un momento o un rato de recogimiento en nuestra estancia o
ante el sagrario. Es algo más, mucho más; la Oración es un “estado del alma” de
permanente unión y presencia del alma ante Dios, ante Jesús, ante María. Y
consiste en aprender a escuchar, a leer, a saber, qué quiere Jesús de mí en
cada momento de mi vida. Y para lograr eso, el alma debe mantenerse y vivir en
un estado constante de silencio interior, de oscuridad y de vacío.
Estos
son los tres atributos del estado contemplativo, silencio para saber escuchar,
oscuridad para arriesgarse a confiar y vacío para estar en total disponibilidad
para obedecer la voluntad de nuestro Amado, es decir, disponibilidad total para
amar, es decir, para seguir en cada momento de nuestra vida, los pasos de
Jesús.
Tal
y como hemos visto, al referirnos a las bifurcaciones de Dios, la vida está
llena de momentos de decisión, en los que de un modo en principio voluntario
optamos por una de dos o varias alternativas, como por ejemplo ponernos tal o
cual vestido para salir, o coger el metro o el autobús para ir a trabajar, o
salir a las once a tomar un café de media mañana con mis compañeros de trabajo
o quedarme en mi puesto y coger uno de máquina. Es decir, decisiones
rutinarias, intrascendentes. Pero también tenemos opciones de más enjundia,
como dar una limosna a un pobre, pero no al otro, ayudar a una señora a cruzar
la calle (derecho imperfecto), o hacerle un favor a un amigo, tal como
explicarle el modo de resolver un trámite en el ayuntamiento, o advertirle
sobre los riesgos de hacer tal o cual operación financiera. O simplemente
tratar con amabilidad a tus clientes. O no guardar rencor por algo que alguien
te haya podido hacer.
Es
decir, en el estado de vigilia, nos tropezamos continuamente con situaciones en
las que tenemos que decidir hacer esto o aquello. En la inmensa mayoría de las
ocasiones son opciones rutinarias e intrascendentes, al menos para mí. Y esta
es la cuestión, “al menos para mí”. Es decir, siempre optamos por esto o por
aquello en función de nuestras apetencias o de nuestros intereses personales,
pero no solemos reparar en las consecuencias de nuestras decisiones en los
demás, sean amigos, conocidos o simples personas desconocidas con las que nos
cruzamos por un instante en nuestra vida y nunca más volveremos a ver.
En
cada decisión que tomamos en la vida, desde las más rutinarias como qué pongo
hoy de comida hasta las más importantes, como si abro un negocio o no, siempre
nos enfrentamos ante la “opción de compromiso”, el “dilema coste de oportunidad”,
o a qué he de renunciar con tal de conseguir esto o aquello. Porque no se puede
tener todo ni optar siempre por lo mejor. De igual forma, en nuestras
decisiones, muchas veces intervienen y colisionan nuestros intereses con los de
otras personas, de modo que optar por una de las opciones puede perjudicar o
beneficiar a los otros o a nosotros. Y en esto es donde hemos de tener presente
los cuatro principios de la ética, primero no hacer daño, después tratar de
beneficiar al otro además de a mí mismo; tercero, caso de tener que repartir
beneficios y consecuencias, ser ecuánime y cuarto, respetar la autonomía de los
demás y no forzar nada, a ser posible.
Es
decir, en la vida, se nos educa y enseña a vivir según un código de buenas
prácticas y costumbres, que son todas las normas de ética y moralidad, para
conseguir que nuestra relación con los demás sea fructífera y beneficiosa para
todos. Al menos antes era así; ahora no lo sé, pero puede que se haya
instaurado en la sociedad un falso progresismo que, imbuido de permisividad
total, derive en un comportamiento salvaje, donde cada cual sólo vele por sus
propios intereses.
Escuchar
la voluntad de Dios, lo que nos quiere decir Jesús, es ese “cargo de
conciencia”, que nos permite reconocer qué debemos hacer para no hacer daño,
hacer el bien, ser ecuánimes y respetar la libertad del otro. En suma, qué
debemos hacer para respetar la ética o los principios morales. Y no hay mucho
más que hurgar para reconocer la voluntad de Dios en nuestra vida. Pero esa
disposición es el reflejo de la presencia de Dios en nuestra vida, porque
supone ir pasando de vivir con una actitud mayoritariamente egocéntrica y
egoísta donde el otro se beneficia de los efectos colaterales de mis actos a
una actitud mayoritariamente compartida, donde ambos, el otro y yo, nos
beneficiemos de los efectos de la decisión y, en el extremo, a una actitud
abnegada y altruista (alter: el otro e ismo: pensar en el otro). Es decir,
pasar del ego-ismo al altru-ismo, o la vida centrada en los demás, en la philias,
amistad, pero sobre todo en el agapé, o donación de uno mismo. Esto es a lo que
Jesús se refería cuando hacía referencia al “amaos los unos a los otros como yo os he amado”.
Esta
forma de vivir hace que las bifurcaciones de Dios, de las que está llena la
vida y que configura el devenir de todos los seres humanos, se entrecrucen en
una infinita tela de araña, que es la trama de la vida, de la que
participamos todos de forma infinitesimal y extremadamente dispersa, de modo
que no podemos ser capaces de comprender ni el por qué ni el para qué de cada
una de sus pequeñas bifurcaciones. Sólo
Dios sabe y comprende por qué y para qué suceden las cosas, desde las más
nimias, hasta las aparentemente más trascendentales; desde el movimiento de las
hojas de los árboles hasta la devastación de un terremoto o de una guerra entre
los hombres.
La
Historia del Mundo, la Historia del hombre, es un misterio para el hombre,
donde sólo desde la perspectiva histórica de los años o de los siglos, podemos
comprender los acontecimientos históricos, pero somos incapaces de predecir el
futuro. Por eso, sólo en la confianza en Dios, en Jesús, podemos vivir
tranquilos de que Él se manifiesta en todo lo que sucede, o aquello de que, “si ponemos todo en manos de Dios, veremos la mano de Dios en todo.”
La
contemplación la define Consuelo Martín, como el simple “ver cómo caen las hojas de los árboles”. No se trata de interrogarnos sobre cómo se altera la fisiología
vegetal como para que las hojas se desprendan, no. Es simplemente verlas caer,
sin preguntarnos ni el cómo, ni el por qué, ni el para qué. Es decir, contemplar los acontecimientos de
la vida sin ánimo de comprender, ni de juzgar, sino guardando esas cosas en
nuestro corazón y esperar el momento en el que cobren sentido para nosotros, si
es que eso llegará a suceder, porque sabemos que todo tiene sentido dentro de
la trama de la vida, de la que nosotros sólo podemos ver simples destellos,
simples cruces de caminos que no sabemos ni de donde vienen ni a donde van.
Sólo
la falta de Fe transforma la vida en algo aleatorio, casual, porque sí, sin
sentido concreto. Sin embargo, igual que un ateo puede llegar a comprender el
principio antrópico, por el que el Universo ha evolucionado de modo tal que el
resultado ha hecho que nosotros estemos aquí, habitando este Planeta, puede
comprender que nosotros participamos también en ese principio, para que dentro
de varios siglos la vida sea de una determinada manera. Pero su principio de
casualidad hace que, para el ateo, el futuro no pueda ser predecible, porque sí
lo fuera, lo tacharía de determinista, lo que atentaría contra el libre
albedrío.
La
persona de Fe sabe que todo tiene sentido y que ella, la persona, viviendo de
modo altruista, es decir, enfocada en el Amor, participa directamente en el
cumplimiento del Plan de Dios sobre la vida. Que en eso consiste amar, en ser
partícipe consciente del Plan de Dios en la vida. Y en este ser conscientes
de participar en el Plan de Dios con nuestros actos cotidianos, consiste saber
escuchar.
Saber
escuchar significa saber orar, vivir en permanente presencia de Dios, en
saber escuchar lo que Jesús y María tratan a todas horas de decirnos, alinear
nuestra consciencia y nuestra conciencia a la suya. Y esto sólo se consigue con
el silencio interior, con esa oración contemplativa, que nos hace ponernos en
presencia de Jesús, en casa de María, y escuchar, acallando nuestras potencias,
que sólo actúan en nuestro propio interés, sin reparar en nuestra participación
en la trama de la vida.
Dicen
los teólogos que la pedagogía del amor tiene cuatro pasos. El primero, saber
que Dios nos ama, que nos lo dice el catecismo. El Segundo es tomar conciencia
y ser conscientes de que Dios nos ama, que se alcanza con la Oración de
recogimiento, con la escucha. El tercero es dejarnos amar por Él, que se
alcanza con el riesgo de la confianza, confiándole nuestra vida entera y
dejando que el guíe nuestros pasos. Y el cuarto es hacer nosotros lo mismo,
amar como Él nos ama cada día, actuando en nuestra vida, y actuando nosotros en
la trama de la vida, en esas innumerables casualidades, con ánimo altru-ista,
donando nuestra vida a los otros, tanto amigos y conocidos, como a los
desconocidos.
Longanimidad: el amor sobre las espinas
Si un componente importante en la
escucha a Dios es saber identificar, discriminar, discernir esas bifurcaciones
ante las que Dios nos pone en la vida, para dejarnos aconsejar por Él y saber
tomar la alternativa adecuada a su Plan para nosotros y para los demás, el
segundo componente, igual de esencial en la oración, es saber aceptar su
voluntad “cuando vienen mal dadas”.
Bendito seas, Señor
porque pones con amor
sobre espinas de dolor
rosas de conformidad
Este es el comienzo de uno de los
poemas más bellos de José María Pemán, que él tituló “resignación” y debemos
titular “aceptación”, esa capacidad de encajar la adversidad y que el
Castellano recoge sabiamente con el vocablo “longanimidad” cuya definición es “la grandeza y constancia de ánimo ante la
adversidad” y también la benignidad y la generosidad.
La longanimidad es un término que se
emplea poco y que hace que consideremos las catástrofes como molestias y no las
molestias como catástrofes. Admiramos a personas así por su fortaleza de ánimo
en un mundo donde, estando acostumbrados a nuestro welfare state, estado del
bienestar y que todo nos sea propicio, nuestra capacidad de resistencia a la
adversidad ha quedado reducida a la mínima expresión.
Colectivamente, la vivencia de esta
pandemia del coronavirus nos está poniendo contra las cuerdas a todos y ya
estamos viendo cómo, serias secuelas psicológicas están haciendo a la gente
presa del miedo y de la angustia, porque este suceso nos ha sacado de nuestra
zona de confort y nos somete a un ambiente absolutamente hostil, tanto en lo
sanitario, en lo relativo a la salud, la nuestra y la de los demás, como en lo
relativo a la economía, amenazándonos con volver a vivir en la pobreza, a veces
extrema.
Reconozco sinceramente que, cuando
rezo o hago oración, no sé muy bien a quién dirigirme, si a Dios Padre, a Jesús,
al Espíritu Santo, a la Virgen, a todos a la vez, o al santo de mi devoción o a
mi ángel de la guardia. Es un lío; muchos seres celestiales a los que acudir a
veces me saturan, tanto más cuanto que van y te cuentan que cada virgen está
especializada en un problema, como nos dijeron en Torreciudad, donde monseñor
Escribá tenía y tiene tres capillas para la Virgen, la de Pilar, la de Loreto y
la de Guadalupe, creo. Y cada cual está especializada en un problema, la
primera para asuntos de salud, la segunda para temas de dinero y la tercera
para temas de amores. Y cuidado con confundirlas, porque entonces la cosa no
funciona.
Sin ánimo de ridiculizar esta
especialización en asuntos de las vírgenes, respeto las devociones de la gente,
que mejor es eso que el abandono de la fe. Pero a donde quiero llegar es a que
la vida interior es mucho más que esas cuestiones devocionales.
Orar es vivir con Jesús en casa de
María.
Al menos para mí.
¿Qué quiero decir con esto? Pues que
para la persona de fe y que realmente vive la espiritualidad cristiana, el
corazón del alma es la casa de María, donde el Jesús humano habitó durante
treinta años de su vida y a la que acudía con mucha frecuencia durante su vida
activa, dado que María nunca se despegó de Jesús siendo, además de madre, su
primera discípula.
Sin decir una sola palabra, María supo
enfrentarse a esa dramática sentencia que le echó el sabio Simeón al bendecir
al niño en la presentación al Templo: “Y
a ti, una espada atravesará el alma”. (Lc. 2, 35). O cuando los pastores fueron
a adorar al Niño: “María guardaba todas
esas cosas en su corazón” (Lc. 2, 19)
Es decir, saber, ser conscientes de
que la vida, en algún momento no nos va a ser propicia (el alma traspasada por
la espada) y nuestra incapacidad para comprender (guardar estas cosas en el
corazón) suponen la base de la longanimidad, de esa grandeza y constancia de
ánimo que nos permite “escuchar a Dios” en la tormenta, en el huracán, no sólo
en el susurro de la brisa que escuchó Elías en el monte Horeb (1R. 19, 12).
Es duro escuchar a Dios en la
tormenta, en la adversidad. Posiblemente esta es una de las razones
fundamentales de tener a María en nuestra vida, tomarla como ejemplo de vida y
de longanimidad, de grandeza y constancia de espíritu; tanta, como hasta el
punto de soportar de pie el dolor de ver clavado a su hijo Jesús en la Cruz y,
también el derecho de llorar amargamente ante Él muerto y hasta pedirle cuentas
a Dios ¿por qué?
Ser longánimo no significa ser duro
como el hierro, frío como el hielo y soportar el dolor sin derramar una
lágrima; todo lo contrario, es saber llorar amargamente, porque detrás de las
lágrimas viene el consuelo.
Posiblemente la oración ante la
adversidad sea la más dura. Solemos acudir a María para que como buena madre
nos proteja de la ira de Dios y hacemos como los niños “mamá dile a papá que lo
compre”, es decir, nos han educado tanto en la dureza de Jesucristo o de Dios
Padre, que lo que no nos atrevemos a pedirle a Él, se lo pedimos a la Virgen,
“a ver si cuela”.
No, María no está para ser intercesora
de nosotros ante Dios, la abogada nuestra (eso creo), porque ya sabe el Señor
de qué tenemos necesidad. No está María para conseguir nuestros caprichos a
base de rosarios y jaculatorias. Esto queda para los principiantes, que diría
San Juan de la Cruz.
María es mucho más; es nuestro modelo
de vida, junto con Jesús. Tenemos que bajarles a los dos, a María y a Jesús del
celestial pedestal como “Virgen Reina de los Cielos” y “Pantócrator” a los que
venerar y adorar respectivamente, para sentarnos en la mesa con los dos en la
casa de Nazareth, y hablar con ellos, con los dos. Pedirles consejo, como se lo
pedimos a nuestro padre y nuestra madre, sin remilgos litúrgicos, sino en bata
y zapatillas y hablarles sinceramente; decirles “esto no lo entiendo”, o
pedirle fortaleza de espíritu o simplemente que ellos nos concedan las virtudes
necesarias para caminar por la vida.
Es
decir, saber escuchar en la oración no es otra cosa que hablarles alrededor de
la mesa de María, contarle nuestras penas y nuestras ilusiones escuchar y
decirle al Señor.
Porque lo mandas y quieres
porque es tuyo mi dolor
bendita sea Señor
la mano con que me hieres.
Marta y María
El pasaje de Betania, en el que Marta,
enfrascada en sus tareas se quejaba de que María estuviera embobada escuchando
a Jesús, es el ejemplo evidente de cómo actúan la mente y el alma. La mente
está permanentemente enfrascada en sus tareas domésticas, que es pensar,
razonar, reflexionar, meditar incluso, rezar. Es decir, la mente no se calla ni
debajo del agua; le es imposible hacer silencio, es extremadamente “lenguaraz”
y no sabe dejarnos en paz. Sólo sabe pedir y suplicar y, le encanta reconocer
lo mucho que sufre, porque sufre de victimismo, ese comparar permanentemente el
grado de sufrimiento, ese “si tu sufres esto, yo más”. Y así, enredada en sus
pensamientos y, no digo que sean todos egoístas, pueden ser altruistas, se pasa
la vida pensando sobre todo, hasta sobre el mar y los peces.
María sólo escucha embobada. El alma
humana es Eva (o Adán) antes de ser engañada con la manzana puñetera, a partir
de cuando se creyó mente autónoma capaz de “yo me lo guiso, yo me lo como”. Y
surgió la mente, la dualidad, el pecado. Por eso el alma es la víctima inocente
de la mente que es lo que ha hecho el llamado pecado original, engañar al alma
y desdoblarla en mente y alma, siendo la mente esa creencia en la capacidad
de autogestión de la propia vida, sacando a Dios de la ecuación. De ahí
procede el pecado.
Así que nuestra capacidad de escucha
no viene de lo que pueda lograr la mente, sino que la mente (lo que creemos
ser, y quienes creemos ser), comprenda que ha de dejar paso al alma dormida,
porque es ella, el alma, María, la que es capaz de quedarse embobada escuchando
a Jesús. Así que la gran tarea de la mente, para aprender a escuchar a Dios, es
dejar paso al alma y ser consciente de que nuestra verdadera identidad no es
mental sino espiritual.
En la vida de pareja, saber escuchar
supone “exactamente lo mismo”, dejar que el alma (el corazón) pueda escuchar al
otro, que ha tomado el riesgo de confiar en nosotros, sin juicios de valor, sin
cuestionarnos ni cómo, ni por qué el otro se siente de determinada manera.
Cuando eliminamos los juicios mentales, nuestra alma emerge, acepta, comprende
y sobre todo, es capaz de amar y de perdonar, esa bendita “decisión
unilateral de esperanza”.
Igual arriba como es abajo. Siempre es así; nuestra relación con
Dios es exactamente igual que con nuestro ser amado en este mundo. Por eso el
matrimonio es un sacramento, porque es signo y símbolo sagrado del Amor de
Dios.
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Autor: José Alfonso Delgado
Nota: La publicación de las diferentes entregas de La Física de la Espiritualidad
se realiza en este
blog, todos los lunes desde el 4 de enero de 2021.
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