Siempre se dice, al hablar de la vida espiritual, que la fase
ascética del camino de perfección, es aquella en la que el avance del alma es
gracias al esfuerzo y el ejercicio del principiante. De hecho, ascesis significa ejercicio,
entrenamiento. Y este ejercicio lleva consigo la negación de los placeres
materiales y la práctica religiosa activa y podríamos decir que intensa. Eso lo
entiende todo el mundo. Y con esa idea se embarca el alma por la senda
estrecha. Primero va de vuelo, parece que va en volandas, sujeta por el
Espíritu de Dios, pero luego, poco a poco, el Señor va haciendo como que se oculta,
hasta que, en un momento dado, el alma cae en la cuenta de que se siente sola y
pregunta a Dios, ¿a dónde te escondiste,
Amado, que me dejaste con gemido?
A lo que Dios, evidentemente no responde.
Pasó el tiempo de sentir y dar paso al vivir y al desprendimiento,
no ya de lo material, sino de lo afectivo. El alma entra en la senda
estrecha absolutamente llena de sí misma. Y así cree que puede caminar, que
el Mar Rojo se ha apartado y dejado pasar por ella, que ella ha sido la que ha
asombrado al Mar y al Rio y a los montes y collados.
¡Ilusa!
Así que te tocó caminar por el desierto sin comprender por qué
camina “sin noticias de Dios”.
Pero ¿qué quieres que te diga Jesús? ¿Lo que les dijo a los
discípulos?: «¿Por qué
comentáis que no tenéis pan? ¿No acabáis de entender? ¿Tan torpes sois? ¿Para
qué os sirven los ojos si no veis, y los oídos si no oís? Tras verle repartir
cinco panes entre cinco mil, ¿todavía te preguntas cómo te vas a apañar con un
ridículo pedazo de pan? ¿Para qué te sirven los ojos, que no ves o los oídos
que no aciertas a escuchar?
#1.- La segunda puerta.
La cosa, creo o, al menos
por mi personal experiencia, consiste en que en realidad no hay una sola puerta
para entrar en la senda estrecha sino dos. Una al principio, la que cruzas si en
tu condición de joven rico dices “Sí”, pero otra, bastante más allá, mucho más
allá, tras el desierto, tras cruzar el Mar Rojo y el Jordán y los montes y
collados, que bloquea el paso a la otra orilla del Jordán o que impide asaltar
Jericó. De hecho, nadie, ni el propio Moisés, que salió de Egipto, pisó la
tierra prometida. Josué no conoció Egipto y fue el que capitaneó al pueblo ante
las murallas de Jericó.
Es decir, hay una barrera
insalvable para todo aquel que ha vivido en Egipto, es decir, hay una puerta
que tú no puedes abrir, aunque hayas atravesado el desierto, cruzado el Mar, el
Jordán y atravesado montes y collados.
Esa puerta sólo está en manos de Dios abrirla. Se llama la puerta
del abandono o también la puerta de la Transfiguración.
Santa Teresa y San Juan de la Cruz diferencian, en la vida
espiritual dos grandes fases, la primera se centra en las tres primeras moradas
del Castillo interior y la segunda, a partir de la cuarta hasta la séptima. A
parte quedan las almas que no están en el castillo.
Estas últimas, son las personas que “ni tienen noticia de que
tienen un alma”, o si lo saben, como si no la tuvieran, porque el reinado del
“yo” es total y absoluto. Según los santos, están en un gran riesgo de
perdición y, Dios sabrá, de qué modo, siendo gente de buena voluntad y sincero
corazón, puede conseguir aplicar su misericordia y darles nuevas oportunidades.
De alguna forma, son personas que sólo cuentan con sus propias fuerzas y con
los principios de la ética y ley natural, para dirigir sus pasos en este mundo.
Las almas que habitan las tres primeras moradas, son los cristianos
de a pie (Marta y María, malviviendo entre los trajines de la primera y las
ensoñaciones de la segunda), que saben de Dios, le aceptan en sus vidas y su
vida espiritual se centra en las prácticas religiosas convencionales. Conforman
la gran colectividad de “jóvenes ricos” que, siendo honestos cumplidores de los
preceptos religiosos y siendo personas de buena voluntad y sincero corazón, ven
a Dios como alguien exterior a ellos, y le rinden honor, le cubren de oro
(adoran), acudiendo a las celebraciones religiosas y cumpliendo con lo que
manda la santa madre Iglesia. Es decir, son los católicos practicantes, con
mayor o menor intensidad de dichas prácticas. Marta ha llevado la batuta de su
vida y María, medio adormecida, ha hecho lo que ha podido, la primera.
Siguiendo con el símil del Camino de Santiago, cruzar el pórtico de
la Gloria, supone haber logrado atravesar la “Primera puerta”. Es un gran
triunfo, porque ha sido un logro de la persona, de la ascesis y el esfuerzo
personal. La mente está exultante de gozo y el alma, no digamos. Ha sido una
proeza. Las hermanas Marta y María, de tan contentas que están, han decisión de
recorrer el “París – Dakar” por la Rúa do Villar y ponerse ciegas de vino
Ribeiro. Y la Autoridad religiosa, encantada de la vida, les concede el
certificado de haber atravesado la puerta, la primera; aunque no te cuenta nada
de la Segunda.
De la Segunda Puerta, casi nadie habla. Y pocos saben que el Camino
sigue hasta Finisterre, Fisterra, y que supuestamente termina en el borde de un
descomunal acantilado, junto al Faro del Fin del Mundo.
Las almas que pasan el umbral de las moradas cuartas, han cruzado
la auténtica “puerta estrecha”. Es una segunda puerta, donde para atravesarla,
Marta tiene que reconocer que la autoridad la va a tener desde entonces, María,
pero ha de aceptar este hecho; ha de aceptar “no comprender”, es decir, ha de
comenzar a vivir realmente la fe, porque es la única forma de atravesar el
umbral. En el umbral, el giro es copernicano, pues supone pasar de ver a Dios
en el altar y en la comunión, que por supuesto también, a sentirle y vivirle en
lo más profundo de su ser. Es decir, Dios está dentro de sí y ellas (las Martas
y Marías dispuestas a dar el paso) hacen entrega de su vida a Él, es decir,
venden todo lo que tienen, se lo dan a los pobres (enseñan a otros) y pasan el
umbral, desnudas.
Pero antes han de llegar a Finisterre. Recorrer la cuarta morada,
etapa de gran incertidumbre, porque apenas si aparece en las guías turísticas.
#2.- El cuerpo
Pasar el umbral desnudo, puede sonar a impúdico, casi obsceno,
cuando era el estado en el que Adán y Eva vivían en el Paraíso, desnudos. Y es
que, en toda esta película, ha habido un tercero que a todos los efectos se ha
comportado como un invitado de piedra, el cuerpo y sus instintos y emociones,
cuando realmente, a poco que pensemos un poco, ni siquiera es Marta, la mente,
la que gobierna la casa, sino la casa en sí, reclamo permanente de atención de
Marta, para conservarla limpia, hasta convertirla en una maniática de la
limpieza. Marta se pasa media jornada limpiando el polvo, sacando brillo a los
muebles, cuidando las plantas, reparando defectos y, en suma, obsesionada por
la propia casa.
Y es que el cuerpo, por ser un permanente reclamo para la mente, ha
sido considerado por los doctores teólogos, como un enemigo de María al que se
debía torturar a base de penitencias y rigores mortificadores. Y eso, cuando el
propio Jesús califica a través del apóstol San Pablo, al cuerpo como el “templo del Espíritu Santo” (1 Cor, 6:
9).
Así que el cuerpo, si la mente sabe primero, aceptarle como lo que
es, “Templo de Dios” y segundo no temerle como obsceno, puede participar “de
pleno derecho” de todo el proceso de transformación, desnudo, es decir, sin
apegos, sin remilgos, sin pudor, porque todo él es el coche en el que va
sentado el conductor, o el organismo que soporta al peregrino, o la barca que
lleva al marinero.
Así que, llegado en punto y momento de alcanzar la Segunda Puerta,
el trío cuerpo, mente y alma, la casa de Marta y de María, han de estar
dispuestos a someterse a la gran transformación, la gran transfiguración.
Los tres, el cuerpo físico y emocional, la mente y el alma, han de
ser conscientes de que Dios los ama y comenzar a dejarse amar por Él.
Es más, cruzar la segunda puerta supone tomar conciencia de que
Marta y María no son dos personas, sino una sola que forman una sola unidad con
el Espíritu de Dios, el Espíritu Santo y sus dones. Es decir, cuerpo-mente,
alma y Espíritu forman una trinidad en una unidad, como la trinidad Padre, Hijo
y Espíritu Santo.
Además, recordemos que Marta, la mente, la inteligencia, tiene un
problema. Puede imaginarse con toda la mejor intención del mundo, un futuro de
amor y paz y luchar denodadamente por ese ideal, pero como tal, está demasiado
pegada a las emociones, a lo somático y visceral; de modo que, por ella misma,
con sus fuerzas, no puede desembarazarse de sus apegos, así lo desee
infinitamente. No puede, sencillamente le es imposible, sus vicios y defectos,
sus debilidades y torpezas, van a ser un lastre del que no se va a poder
desembarazar por sus propias fuerzas, así se entrene con técnicas de relajación
y meditación. Siempre tendrá el lastre, el pesado lastre de sus miserias, de
sus repentes, sus errores, su soberbia, sus juicios, su egocentrismo. Desembarazarse de ello es una autodisciplina
en esencia imposible para el entendimiento (como dice Jesús, para el hombre es
imposible salvarse… (no a sí mismo, sino de sí mismo).
Sólo el despertar del alma, de María, y la transformación de las
potencias, del entendimiento en fe, puede conseguir que la memoria se
transforme en esperanza y la voluntad en amor. Pero esto ya es un proceso
intrínsecamente espiritual, que la mente, repetimos, tiene que aceptar
humildemente que no lo puede afrontar.
#3.- Trinidad
Aquí, creo que merece la pena pararse a reflexionar, bien es verdad
que, de una forma heterodoxa, sobre la Trinidad. Este misterio triuno, no es de
origen cristiano, Desde los tiempos arcanos de los primeros Vedas, el hinduismo
tenía como pilar fundamental de su fe la Trinidad, la Trimurti o "tres
formas".
La Trinidad hindú está compuesta de tres aspectos de este mismo “principio”
-al que los occidentales llamaríamos “Dios”-, aunque que no se trata en el
hinduismo de una persona sino del Principio de Todo, que trasciende
infinitamente la consciencia humana. Los aspectos son algo así como ropajes que
la Deidad, Îsvara, se pone en diferentes momentos; disfraces que adopta para
cumplir sus propósitos. Cuando crea, es Brahma (o Dios trascendente); cuando
destruye, Shiva (o Dios inmanente), cuando preserva lo existente, Vishnu (o
Dios encarnado). Esta división permite, entre otras cosas, señalar algo que la
idea de “un solo Dios” oculta: crear no es lo mismo que mantener. De hecho, es
justamente lo contrario, en un sentido -así como destruir es su opuesto en
otro-.
Para mayor parecido al cristianismo, a Vishnu, se le asocia con
Krishna, el avatar. Es así que, como muchos investigadores suponen, las ideas
de Oriente y de Occidente (media luna fértil), en los siglos precedentes a
Jesús de Nazareth, no estaban desconectadas. La interesante novela de Gore
Vidal "Creación" muestra como en el lapso de 150 años coexistieron
Zoroastro, Buda, Confucio, Lao Tse, Sócrates y Heródoto; toda una pléyade
increíble de genios y sabios del mundo antiguo, protagonistas de la Era Axial,
que fueron capaces de transformar el mundo, de hacer la primera revolución
mundial.
Sin entrar en temas
teológicos ni estrictamente doctrinales sobre la Trinidad, y siendo consciente
de que parece que es un principio Universal en las grandes culturas del
Planeta, la idea de que Marta (el soma, la mente), María (el alma) y el
Espíritu de Dios, en el fondo sean una sola unidad, aparentemente dividida por
mor de la original naturaleza humana (los teólogos atribuirían la división al
pecado), supone el absoluto y fundamental objetivo final de la vida humana, la
transformación, la transfiguración de aparentemente tres naturalezas, si no
enemistadas, sí al menos separadas y vistas como distintas, en una sola. Y este
es el proceso consciencial y evolutivo del ser humano individual y de la Humanidad.
#4.- Finisterre
Para ilustrar el paso del umbral de la Segunda Puerta, sigamos con
el ejemplo del Camino de Santiago. El final del Camino no es Santiago de
Compostela, que es a donde llegan los jóvenes ricos tras un agotador viaje (no
lo olvidemos), sino Finisterre. En el “final de la tierra”, el peregrino llega
a un enorme acantilado frente a la Mar Océana. Hasta ahí el alma, la mente y el
cuerpo han podido llegar por sus medios y su diaria disciplina de caminante. A
partir de ahí, tiene dos opciones, atarse de nuevo sus botas y volver a su
casa, de donde partió (actitud del joven rico) o quemarlas en un recipiente que
hay para ello (es una larga costumbre de los peregrinos), bajar a la playa (Praia Mar de Fóra), donde le espera una
barca, que no tiene timón ni remos, pero sí un mástil y varias velas arriadas y
recogidas.
Las velas representan los dones del Espíritu Santo. Tenemos todos
los dones por el bautismo (o acaso, por el hecho de ser simplemente seres
humanos de buena voluntad, corazón sincero y haber incluido a Dios en nuestra
vida); otra cosa es cuáles de esos dones utiliza el Señor para sus fines.
Al izar las velas, mostramos una actitud de entrega a Dios de
nuestra vida, lo que llama Santa Teresa “donación de sí” (el don de sí). Y
Dios, cuando quiere y como quiere sopla en un sentido o en otro. Las velas,
hinchadas por el viento, hacen que la barca empiece a surcar la Mar, lo que de
ningún otro modo no sería posible, porque en el Mar no valen nuestros pies y ni
siquiera tenemos forma de saber hacia dónde dirigir nuestra nave porque, en el Mar
“caminante, no hay caminos, sino estelas
en el mar”, como diría el poeta.
Si no izamos las velas, jamás saldrá nuestra nave de puerto.
La maniobra de izado no es otra cosa que recitar una y otra vez la
oración: ”Vuestra soy, para vos nací ¿Qué mandáis hacer de mí?”.
Es decir, el paso de la religiosidad convencional, buena,
respetuosa y de sincero corazón, a la espiritualidad (paso de la tercera a la
cuarta morada), consiste en decir cada día, en cada instante:
Fíat, hágase tu voluntad.
No se haga mi voluntad sino la tuya.
Rómpeme mis planes, si no son de tu agrado.
Ayúdame a comprender los reveses de la vida.
Ayúdame a reconocer que yo ya no puedo caminar,
que dependo totalmente de ti.
Y el “yo” tiene que aceptar todo esto y con una altísima dosis de
humildad, asumirlo, aunque no lo comprenda, porque si la mente no acepta la
decisión, el alma poco tiene que hacer. Esta es la gran dificultad, la
educación de la mente y de los sentidos, porque ambos, acostumbrados a que de
Dios deberíamos recibir “refuerzos positivos”, encajamos muy mal los largos
períodos de sequedad. Y sin embargo, la tónica general del navegante del Océano
de Dios son largas singladuras de silencio, vacío, soledad y noches oscuras,
porque Dios, ¡cómo diría yo!… es Dios; tiene su lógica, que a medida que lo
vives y experimentas en tu vida, le vas comprendiendo y, aceptando que la vida
espiritual se mueve entre una “dulce – pena” y una “triste – alegría”,
procedente de Alguien que sabes, te quiere tanto, como para dar Su Vida por ti.
Y que te da Su Paz
Al final la clave de todo se denomina “Presencia”, como apuntábamos en el capítulo anterior; es decir,
vivir en estado de oración, es decir, no se trata de dedicar un cierto momento
del día para echar unos rezos o incluso ir a misa diaria. Eso, que también, es
un mero complemento a un tener presente la Divina Realidad en todos los
momentos del día, saber, ser consciente de que todo tu ser vive y convive con
el Espíritu de Dios, así te dediques a los trajines del día o estés descansando
y contemplando un espléndido paisaje. Da igual, porque ese “ser consciente” de
que Dios simplemente “eres tú” si le dejas morar en ti, es lo que hace que lo
demás, nos sea dado por añadidura.
Tengo que reconocer que la decisión de pasar el segundo umbral, la
puerta a la quinta morada, montar en una barca sin timón que tú no puedes
controlar, da muchísimo vértigo, porque con ello decides nada menos que perder
el control de tu propia vida y confiarla a “Alguien que sabes, te ama, pero que
muchas veces se esconde y te desconcierta”.
Es una decisión muy dura, lo sé. Por eso es “sobrenatural”.
En suma, y ya que a Jesús le gustaba tanto explicar el Reino de los
Cielos con parábolas, voy a explicar a partir de ahora, el camino espiritual,
al menos el que yo he podido recorrer, como describe Santa Teresa, en dos
grandes fases, la primera, el recorrido por las tres primeras moradas que he
explicado, y que represento con el Camino terrestre de Santiago hasta llegar a
Compostela y más allá, se recorre la cuarta morada, donde se termina el proceso
de metamorfosis del gusano de seda, hasta Finisterre, donde se acaba el camino
de tierra, con senderos más o menos establecidos, albergues de descanso y
flechas indicadoras, es decir, pura ascética y camino previa y doctrinalmente
establecido y comprensible por la mente. Donde sólo hace falta (que no es poco)
la voluntad de caminar y de soportar las inclemencias del tiempo.
La segunda fase es radicalmente distinta. El Camino se acaba en un
abrupto acantilado desde donde se puede observar la inmensidad de la Mar Océana
y abajo, en una pequeña cala, una extraña barca, sin timón, sin remos y con un
mástil. Y la gran decisión, regresar a casa, quizás a Compostela (donde
mantener una sana y litúrgica ritualidad) es decir, mantener una fervorosa vida
de práctica religiosa y de buena voluntad o incluso peor, retornar a nuestro
lugar de origen, lo que no recomiendo, para nada.
O bien, bajar a la cala, subir a la barca, soltar amarras y
aventurarnos en el Océano, sin senderos, sin caminos, sin rutas establecidas y
sin ningún tipo de control sobre la nave.
Fin de la Segunda Parte.
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Autor: José Alfonso Delgado
Nota: La publicación de las diferentes entregas de La Física de la Espiritualidad
se realiza en este
blog, todos los lunes desde el 4 de enero de 2021.
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