¿Será
cabrón el ocambo de mierda éste, que aprovecha porque le fui a dar las
pastillas y trata de toquetearme?
Si
no fuera porque necesito los singaos quinientos euros, lo dejaría ahora mismo a
ver si no consigue a nadie más que esté al tanto de sus bajones de azúcar y
acaba de irse al otro barrio.
Porque
hay que ver que una vaca se ha comido la yagua después que me separé de Manu,
dando tumbos de un empleo a otro, cada vez peores, como si fuera la
descubridora del planeta de los sinvergüenzas, que pagan en negro a una limosna
la hora, queriendo que estés con sus padres por la mitad de la jubilación que
tienen, y quedarse con el resto para comprar un metro cuadrado de alegría, un
milímetro de despreocupación y unos gramos, aunque fuera unos gramos de
sabiduría a ver que hacer con sus miserables vidas, aburridas y desabriedas.
Que
aquí tienes todo, dice el tipo. No tienes que pagar alquiler de un piso, ni
gastos de luz y agua, ni ocuparte siquiera de la comida, que ya te dije que
podías comer de lo que hagas para él.
Hombre
claro, tuve ganas de decirle. Los presos tampoco pagan esas cosas. Y estoy aquí
de lunes a domingo, escuchando a tu padre quejarse de los dolores crónicos, la
acidez en el estómago y las hemorroides inflamadas. Lo mismo canta una jota que
llama a su madre, el infeliz, sin parar de preguntar que quien soy y que me
vaya a freír espárragos.
Aprovechando
la media hora que salgo a la farmacia o al mercado para sentarme un rato en el
parque y envidiar a los gorriones.
Y
hacer otra marca en el calendario, que tantas veces he dicho sería la última,
para acabar de solicitar el regreso voluntario, aplazado y vuelto a aplazar,
que me de una patada en el culo y me mande de cabeza a aquella otra realidad,
de donde tal vez, no debería haber salido.
Porque
los sueños son deliciosos cuando estás dormida, y si despiertas aquí en el
viejo continente, desvelada por los ronquidos del que parecía más joven en la
pantalla de la computadora, más amable y cariñoso, menos tosco y egoísta, y
sobretodo, con menos olor en el cuello a aceite rancio de no ducharse. Pero
cómo iba a saberlo a diez mil kilómetros, con los ojos vendados por el deseo de
salir huyendo de la escasez que no era miseria, como aprendí luego.
Y
ahora sin documentos, el pasaporte caducado y un trabajo más parecido al de los
negros del siglo dieciocho, más sola que una cotorra en el desierto de Mojave,
añorando el lastre que tiré por la borda para salir volando, con más dudas sin
resolver y casi sin leños para avivar el fuego, y entonces me asomo a esta
ventana de la habitación, en medio de la noche y le echo la bronca a Olofi,
porque a ver por qué carajo me reparte estos caracoles de mierda, para que las
juegue.
¡Respóndeme
coño! le reprocho a la nada, a las luces amarillas de la calzada, o a las que
titilan en el cielo, donde nadie pueda molestarlas.
Y de
pronto se hacen más grandes y con más colores cuando pasan por el agua de mis
lágrimas, más hermosas y me da mucha rabia.
Entonces
me quedo dormida en medio de la madrugada, como si fuera un náufrago en una
tabla, una gaviota que ha perdido la brújula y no encuentra su playa, una
hoguera que se le acaban los leños y se apaga.
Y a
la mañana siguiente me despiertan los lamentos del abuelo que se ha cagado en
el pañal y está molesto y aguanto la respiración y lo limpio con agua tibia, le
pongo una colonia y sonríe el degenerado con sus ojillos libidinosos, o
extraviados quien sabe porque carencias que me importan un carajo, mientras me
consuelo pensando que quién sabe si encuentre otro empleo, mejor remunerado,
más humano, al menos con una abuela que no sea lesviana, porque no tengo nada
contra ellas, pero me gustan los besos con el rasponazo de la barba y amamantar
a esos niños eternos, rudos y asustados.
De
pronto me pregunto hasta cuándo voy a seguir soñando, esperando que pase algo,
que llegue un amante, que tenga documentos y el abuelo no se cague, que pase un
cometa repartiendo dulce de guayabas.
¿Hasta
cuándo voy a seguir cazando ratitos de semana que me aplaquen el hambre de
andar suelta por ahí?
Y
comienzan a revolotear tiñosas a mi alrededor, como si supieran que huele a
podrido, que algo en mi se muere entre estertores de ansiedad y desespero. Y me
veo como una boxeadora, mirando al entrenador para que tire la toalla, a Ochún
para que me muestre el camino más corto para salir del juego y acabar de una
vez con todo este bagazo de caña, porque no puedo seguir conmigo a cuestas, y
todos los problemas.
Entonces
me viene la imagen de una mujer desnuda cargando a otra dormida con traje de
reina y me quedo lela pensando cuál de
las dos soy yo, mientras siento que todo me da vueltas y voy subiendo en un
rabo de nube hacia donde me espera la Dona de amarillo con negritos y todo.
A la
mañana siguiente desperté en el mismo cuarto frío y solitario, con las mismas
quejas del abuelo, las cortinas que dejaban pasar algunos rayos de sol mañanero
y una sensación de bienestar y paz interior que eran nuevas en toda mi
existencia. Algo rodeaba a los escasos muebles del cuarto, un halo misterioso
que les daba vida, el ruido de un tren que pasaba a lo lejos, el contacto de la
bata en mi piel, las zapatillas y el creyón de labios.
Ahora cada paso que dan mis piés, cada objeto que tocan mis manos, es un bendito regalo, un ancla que va dejando caer mi barca en la mar del presente, un tesoro de paz que voy acumulando.
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Autor: José Miguel Vale (josemiguelvale@gmail.com)
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