Agenda completa de actividades presenciales y online de Emilio Carrillo para el Curso 2024-2025

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10/5/21

Presencia (Proyecto “La Física de la Espiritualidad”: 19)

Modelos de referencia

Los humanos solemos acudir frecuentemente, para comprender o imaginarnos las cosas, al uso de arquetipos o digamos, modelos de referencia frente a los que contrastar nuestro modo de vida para ver cuánto de cerca o de lejos estamos de ese modelo o de ese, para nosotros, ideal de vida. Me explico.

Los modelos de personas de gran vida interior, más o menos los místicos, suelen estar representados por personas consagradas a Dios en monasterios de clausura, dedicadas en cuerpo y alma a la oración y con frecuentes experiencias místicas de alto nivel, tal y como nos las pintan los pintores barrocos del Siglo XVI, con éxtasis alucinantes en medio de nubes rodeadas de angelotes. Estos, más que arquetipos son estereotipos, moldes consolidados (stereo-tipo) que la gente se forja de manera exagerada, casi con tintes de caricatura y que terminan distorsionando el auténtico arquetipo o modelo de referencia.

Quiero decir con esto que debemos huir de estas exageraciones que son rigurosamente falsas y que Santa Teresa las critica, como siempre, magistralmente: “De ritos absurdos y santos amanerados, líbranos Señor.”

Puede que mi discurso en todos estos capítulos sobre vida interior pueda resultar duro e iconoclasta, pero resulta que la fe vivida desde lo profundo del alma no se puede ajustar ni a moldes, ni a arquetipos de referencia y mucho menos a estereotipos. La fe de las gentes, generalmente tan sincera como ingenua, usa tanto de los modelos, que los termina distorsionando y unos, porque se sienten más cercanos a un tipo de santos, se embaucan tanto de ellos que crean para si mismos una falsa máscara, una armadura que termina oxidándose, echando por tierra el fin último de la vida interior, que es la desnudez y el vacío del alma.

Las liturgias y ritos prefabricados, si bien son una forma eficaz para empezar el camino, pues son las flechas amarillas del Camino de Santiago y, estas flechas terminan en Santiago, en la Catedral donde el común de los peregrinos cree haber terminado el Camino y todos contentos, con el certificado compostelano en mano, regresan contentos a su casa de toda la vida.

Este Camino con final en Compostela es el modelo estándar de referencia. Y sí, haber logrado completar una travesía de 750 kilómetros, no cabe duda de que tiene mérito y es el imprescindible periodo de la vida, donde la mente es consciente de que tiene una compañera, el alma, que es además la que le ha arrastrado a hacer el Camino, a recorrer ese camino de penitencia (ese casi le separa de su divina esencia). Y han llegado a Santiago.

La gran bifurcación

Y ahora la mente y el alma se enfrentan a una importantísima bifurcación, a un dilema; volver a su casa o hacer caso a algunos peregrinos de que han oído hablar de que el Camino no termina en Santiago, el final oficial para la Iglesia, sino que sigue y continúa hacia Finisterre.

Y, ¿qué hay en Finisterre? Simplemente un acantilado considerado el fin de la tierra para los antiguos y delante, simplemente el Océano.

La decisión de volver a casa es la decisión esperada y convencional. Uno regresa a su vida de antes, pero con las enseñanzas, importantísimas enseñanzas de saber cómo confiar, como entregar la vida a los demás. Es evidente que el avance conseguido ha sido increíble y, por supuesto, la vida no volverá a ser como antes. El peregrino que llega a Santiago se puede hacer la pregunta del cura de Nájera, ¿por qué lo he hecho?

Y puede que ni siquiera entonces el peregrino sepa responder a esta pregunta, ¿por qué he caminado 750 kilómetros? O ¿de qué me ha servido? Porque hay mucha gente que recorre el camino de la vida sin enterarse, sin ser consciente de los frutos de su esfuerzo y, simplemente llega y exclama un “lo conseguí”. Pero ¿qué conseguí?

Pues muchos, muchísimos se quedan sin saberlo, pero no son capaces de recapacitar.

El Camino de Santiago es el sacramento de la propia vida de cada uno, no nos quepa duda; lo recorremos todos sí o sí. Otra cosa es habernos enterado de que lo estamos haciendo, que muchos recorremos la vida como una maleta se va de viaje. Hacerlo físicamente permite esa asociación esencial entre lo físico y lo espiritual, pero es imprescindible ser conscientes de ello, darse cuenta, tomar conciencia de que hemos nacido para un objetivo, recorrer el Camino de Santiago de la vida. Mal está no haberse enterado de ello, pero casi es peor, haber sido consciente de recorrerlo, para al final no habernos enterado de para qué ni el por qué lo hemos hecho. Y esto, lamentablemente es lo más frecuente.

Este nivel de inconsciencia está muy asociado con el común de las gentes que, viendo las flechas amarillas se fija en ellas, pero no a dónde apuntan. Simplemente buscan flechas para no perderse, pero que caminan de modo inercial, sin ser conscientes de hacia dónde se dirige. Y así, llegan a Santiago y tras darse el gran homenaje recorriendo el “París Dakar” por la Rua do Franco, no se preguntan por qué lo he hecho. Esto es, jamás han tomado conciencia, han sido conscientes de para qué han nacido.

Así las cosas, si acaso se enteran de que el Camino continúa hacia Finisterre, lo más probable es que, salvo que tengan un interés turístico de conocer el Faro del Fin del Mundo, pensarán que noventa kilómetros más no merecen la pena.

“¡Así no!” le repetiría el Búho a María, “tienes que ser consciente de lo que haces, lo que vives y dónde pisas”, porque la gran bifurcación vital que te planteas, si seguir hasta Finisterre o volver a casa, supone un cambio total de paradigma en tu vida.

La Segunda puerta

Si llegar a Santiago y entrar por el Pórtico de la Gloria, se podía calificar de esa puerta estrecha que Jesús le indicó al joven rico con su “déjalo todo y sígueme”, Llegar a Finisterre, que está en el vértice Noroeste de la Península se puede considerar la Segunda Puerta o la Verdadera Puerta al Reino de los Cielos.

A Finisterre se puede llegar desde múltiples puntos de la Tierra. De hecho, la gente viene a España para hacer el Camino desde cualquier punto y latitud de la Tierra. Y también parece lógico que, con independencia de que el caminante vaya por el sendero oficial o por los alternativos, la proximidad geográfica con Santiago de Compostela es cada vez mayor, por lo que no parece demasiado descabellado enganchar, en algún momento, el sendero de flechas amarillas establecido por la Iglesia católica. Esto quiere decir que todos los caminos que apuntan a Finisterre básicamente y, mutatis mutandi, se basan en los mismos principios de relación con Dios y con los demás seres humanos. Es decir, cada uno de los múltiples caminos se diferencian en las creencias en las que basan su fe de “primera instancia”, la inmediata, la que les permite creer en algo y vivir según un código de buenas costumbres respetando los principios de la moral y de la ética.

Y cuanto más cercanos están los caminos de Finisterre, más se parecen entre sí, porque geográficamente les separan cada vez menos kilómetros, como podemos ver en el mapa.

Significa que cuanto más nos aproximamos al punto Noroeste, donde está el Fin de la Tierra, necesariamente más se parecen los caminos, aunque provengan de puntos radicalmente diferentes, como no puede ser de otra forma.


La distancia entre Compostela y Finisterre no es mucha, a penas 80 kilómetros, una hora en coche. Significa que la Catedral, punto aparentemente final del Camino de Santiago, no dista mucho de Finisterre, pero no está allí. Y esto es importante. De alguna forma es como si la Iglesia se hubiera quedado corta en el objetivo de ofrecer el mensaje de Jesús; como que casi lo consigue, pero le falta ese casi. Y sobre todo, que ha planteado el Camino como si el final absoluto fuese llegar al pórtico de la Gloria, para besar al Santo. Y ahí se acaba todo.

Aquí está la duda. Por qué. Por qué a la Iglesia, cara a sus fieles y seguidores le falta institucionalmente esos ochenta kilómetros hasta llegar a Finisterre, donde, por cierto, “no hay nada” más que un acantilado, que se asoma a la Mar océana.

Es decir, cara al público, la Iglesia se ha centrado en el camino de la ascética, de la práctica religiosa y acaso ha escondido al común de las gentes lo que está más allá de Compostela, que comparado con lo recorrido hasta allí es simplemente el Infinito, la Eternidad. Es como si Jesús nos hubiera trasmitido el mensaje de llegar hasta Finisterre (donde está la verdadera puerta estrecha) y la Iglesia nos enseñara que el final está en su catedral de Santiago. Este mínimo desfase de tan sólo 80 kilómetros es la diferencia entre quedarnos en lo humano de lo divino, en vez de llegar al umbral de lo divino de lo humano.

Este es un desfase que, pareciendo físicamente mínimo, es lo que supone la diferencia entre vivir sólo la ascética o poder entrar en los terrenos de la mística, donde se encuentras los límites de las capacidades humanas, hasta donde puede llegar Marta, pero donde empieza la vida autónoma de María, en Finisterre.

Y esto parece como si estuviera oculto al común de las gentes, sabiendo la Iglesia como lo sabe, pero no teniendo la mínima intención de enseñárselo al católico

Llegar al final, es enfrentarse al Océano de Dios en Finisterre. Las flechas amarillas llegan hasta el acantilado, más allá ya no te sirven de mucho, entre otras cosas porque en el Mar habrán desaparecido. Pero algo muy importante, te han permitido, siguiéndolas, llegar hasta el acantilado y ver el Mar entre la bruma. Pero llegados a este punto, esas liturgias y esos ritos, para el alma enfrentada a la Eternidad se convierten en “ritos absurdos”. Pero que para ti no te sirvan ya, no significa que no sean esenciales para gente que se encuentra por las llanuras castellanas de Frómista.

Por eso, a cada cual lo suyo, lo que necesita y cuando lo necesita. En realidad, cuando el alma siente que las rutinas devocionales cotidianas suponen más una atadura que un apoyo, casi puede regocijarse en Dios, porque significa que ya no las necesita, como un niño que ha aprendido a montar en bici no necesita las ruedas de apoyo de atrás para no caerse y se las quita.

Cuando no necesitas el rigor y la disciplina de estar en ciertos momentos del día echando tus rezos, como los musulmanes están obligados a los cinco rezos diarios (los católicos son seis, la liturgia de las horas), significa que los espacios entre rezos ya no existen. Si entre tercia, sexta o nona, el alma se ve que continúa en presencia de Dios y si no necesita esa parada cada tres horas para rezar la liturgia de las horas, algo maravilloso ha sucedido.

No obstante, y para observar la Regla, los consagrados practican esta devoción y los laicos, rezamos laudes y vísperas, como momento de comenzar y terminar el día dando gloria a Dios.

Llegados incluso a estos puntos donde las reglas empiezan a estar de más, también están de más los corsés tradicionales. Por ejemplo, entre consagrados y laicos. El teólogo italiano Marco Vergottini, pone en cuestión esa diferencia artificiosa entre curas y laicos, entre el clero y los feligreses, entre los elegidos y la masa parroquiana. En el fondo, entre la élite y las clases inferiores. Para terminar, diciendo que aquí no queda más distinción que entre cristianos comprometidos y no comprometidos, es decir entre los que lo son por partida de bautismo o los que lo son por compromiso de vida interior que ilumina el mundo y da sabor a la vida, es decir, ser luz del mundo y sal de la tierra… o no.

Y aunque no hay dos cristianos iguales, ni dos vidas espirituales iguales, pues cada cristiano es único e irrepetible, si que en todos ellos ha de haber un factor común que se denomina “Presencia”.

Presencia

La Presencia es ese estado del alma y de la mente, de Marta y de María en el que ambas, transformadas en una con el Amado y por el Amado, viven en permanente presencia de Dios, donde ni un solo minuto ni de la vigilia ni el sueño, Dios se va ni de la mente ni del espíritu. Es ese sentir, experimentar y vivir a Dios en todo momento de la vida. Cierto que el alma necesita momentos del día para el recogimiento y estar a solas con Él y con María, la Virgen, sin que las múltiples ocupaciones distraigan, pues hasta Marta, tan atareada con las cosas de la casa, necesita también un poco de respiro.

Cuando uno vive así, viviendo la Presencia permanentemente, ya no hay miedo, ya no hay preocupaciones ni inseguridades; ni hace falta la rutina litúrgica, aunque se practique, sobre todo en comunidad.

No sé cómo es el Cielo, pero este estado, para mí es como vivir el Cielo en la Tierra, es sentir que ya estás en Casa. No quiero nada más.

Y volviendo a los estereotipos, uno piensa que para alcanzar esas cumbres místicas hace falta pasar por las moradas sextas que describe Santa Teresa, llenita de experiencias místicas sobrenaturales y transverberaciones, como la Santa vivió.

Puede que no hagan falta esos efectos especiales y que el asunto sea bastante más prosaico y cotidiano. A fin de cuenta son regalos de Dios que hace cuando quiere y a quien quiere. Pero no son óbice, cortapisas ni valladar para vivir la constante Presencia de Dios, porque esa Presencia es el gran regalo que nos hizo Jesús al morir en la Cruz y resucitar junto a nosotros, para resucitar nosotros con Él.

En una situación espiritual así es cuando el alma, plena de Dios, en medio de la brisa o del huracán, se siente en paz y en calma y siente, además cómo sus tareas diarias, por complejas que sean son sólo eso, tareas necesarias para vivir, necesarias para cumplir Su Voluntad, para tomar la bifurcación correcta y, en suma, para vivir en Él y para Él.

Mi alma se ha empleado

y todo mi caudal, en su servicio;

ya no guardo ganado,

ni ya tengo otro oficio,

que ya sólo en amar es mi ejercicio.

(S. Juan de la Cruz, Cántico espiritual)

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Autor: José Alfonso Delgado

Nota: La publicación de las diferentes entregas de La Física de la Espiritualidad

se realiza en este blog, todos los lunes desde el 4 de enero de 2021.

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