Modelos de referencia
Los humanos solemos acudir
frecuentemente, para comprender o imaginarnos las cosas, al uso de arquetipos o
digamos, modelos de referencia frente a los que contrastar nuestro modo de vida
para ver cuánto de cerca o de lejos estamos de ese modelo o de ese, para
nosotros, ideal de vida. Me explico.
Los modelos de personas de gran vida
interior, más o menos los místicos, suelen estar representados por personas
consagradas a Dios en monasterios de clausura, dedicadas en cuerpo y alma a la
oración y con frecuentes experiencias místicas de alto nivel, tal y como nos
las pintan los pintores barrocos del Siglo XVI, con éxtasis alucinantes en
medio de nubes rodeadas de angelotes. Estos, más que arquetipos son
estereotipos, moldes consolidados (stereo-tipo) que la gente se forja de manera
exagerada, casi con tintes de caricatura y que terminan distorsionando el
auténtico arquetipo o modelo de referencia.
Quiero decir con esto que debemos huir
de estas exageraciones que son rigurosamente falsas y que Santa Teresa las
critica, como siempre, magistralmente: “De ritos absurdos y santos
amanerados, líbranos Señor.”
Puede que mi discurso en todos estos
capítulos sobre vida interior pueda resultar duro e iconoclasta, pero resulta
que la fe vivida desde lo profundo del alma no se puede ajustar ni a moldes, ni
a arquetipos de referencia y mucho menos a estereotipos. La fe de las gentes,
generalmente tan sincera como ingenua, usa tanto de los modelos, que los
termina distorsionando y unos, porque se sienten más cercanos a un tipo de
santos, se embaucan tanto de ellos que crean para si mismos una falsa máscara,
una armadura que termina oxidándose, echando por tierra el fin último de la
vida interior, que es la desnudez y el vacío del alma.
Las liturgias y ritos prefabricados,
si bien son una forma eficaz para empezar el camino, pues son las flechas
amarillas del Camino de Santiago y, estas flechas terminan en Santiago, en la
Catedral donde el común de los peregrinos cree haber terminado el Camino y
todos contentos, con el certificado compostelano en mano, regresan contentos a
su casa de toda la vida.
Este Camino con final en Compostela es
el modelo estándar de referencia. Y sí, haber logrado completar una travesía de
750 kilómetros, no cabe duda de que tiene mérito y es el imprescindible periodo
de la vida, donde la mente es consciente de que tiene una compañera, el alma,
que es además la que le ha arrastrado a hacer el Camino, a recorrer ese camino
de penitencia (ese casi le separa de su divina esencia). Y han llegado a
Santiago.
La gran bifurcación
Y ahora la mente y el alma se
enfrentan a una importantísima bifurcación, a un dilema; volver a su casa o
hacer caso a algunos peregrinos de que han oído hablar de que el Camino no
termina en Santiago, el final oficial para la Iglesia, sino que sigue y
continúa hacia Finisterre.
Y, ¿qué hay en Finisterre? Simplemente
un acantilado considerado el fin de la tierra para los antiguos y delante,
simplemente el Océano.
La decisión de volver a casa es la
decisión esperada y convencional. Uno regresa a su vida de antes, pero con las
enseñanzas, importantísimas enseñanzas de saber cómo confiar, como entregar la
vida a los demás. Es evidente que el avance conseguido ha sido increíble y, por
supuesto, la vida no volverá a ser como antes. El peregrino que llega a
Santiago se puede hacer la pregunta del cura de Nájera, ¿por qué lo he hecho?
Y puede que ni siquiera entonces el
peregrino sepa responder a esta pregunta, ¿por qué he caminado 750 kilómetros?
O ¿de qué me ha servido? Porque hay mucha gente que recorre el camino de la
vida sin enterarse, sin ser consciente de los frutos de su esfuerzo y,
simplemente llega y exclama un “lo conseguí”. Pero ¿qué conseguí?
Pues muchos, muchísimos se quedan sin
saberlo, pero no son capaces de recapacitar.
El Camino de Santiago es el sacramento
de la propia vida de cada uno, no nos quepa duda; lo recorremos todos sí o sí.
Otra cosa es habernos enterado de que lo estamos haciendo, que muchos
recorremos la vida como una maleta se va de viaje. Hacerlo físicamente permite
esa asociación esencial entre lo físico y lo espiritual, pero es imprescindible
ser conscientes de ello, darse cuenta, tomar conciencia de que hemos nacido
para un objetivo, recorrer el Camino de Santiago de la vida. Mal está no
haberse enterado de ello, pero casi es peor, haber sido consciente de
recorrerlo, para al final no habernos enterado de para qué ni el por qué lo
hemos hecho. Y esto, lamentablemente es lo más frecuente.
Este nivel de inconsciencia está muy
asociado con el común de las gentes que, viendo las flechas amarillas se fija
en ellas, pero no a dónde apuntan. Simplemente buscan flechas para no perderse,
pero que caminan de modo inercial, sin ser conscientes de hacia dónde se
dirige. Y así, llegan a Santiago y tras darse el gran homenaje recorriendo el
“París Dakar” por la Rua do Franco, no se preguntan por qué lo he hecho. Esto
es, jamás han tomado conciencia, han sido conscientes de para qué han nacido.
Así las cosas, si acaso se enteran de
que el Camino continúa hacia Finisterre, lo más probable es que, salvo que
tengan un interés turístico de conocer el Faro del Fin del Mundo, pensarán que
noventa kilómetros más no merecen la pena.
“¡Así no!” le repetiría el Búho a
María, “tienes que ser consciente de lo que haces, lo que vives y dónde pisas”,
porque la gran bifurcación vital que te planteas, si seguir hasta Finisterre o
volver a casa, supone un cambio total de paradigma en tu vida.
La Segunda puerta
Si llegar a Santiago y entrar por el
Pórtico de la Gloria, se podía calificar de esa puerta estrecha que Jesús le
indicó al joven rico con su “déjalo todo y sígueme”, Llegar a Finisterre, que
está en el vértice Noroeste de la Península se puede considerar la Segunda
Puerta o la Verdadera Puerta al Reino de los Cielos.
A Finisterre se puede llegar desde
múltiples puntos de la Tierra. De hecho, la gente viene a España para hacer el
Camino desde cualquier punto y latitud de la Tierra. Y también parece lógico
que, con independencia de que el caminante vaya por el sendero oficial o por
los alternativos, la proximidad geográfica con Santiago de Compostela es cada
vez mayor, por lo que no parece demasiado descabellado enganchar, en algún momento,
el sendero de flechas amarillas establecido por la Iglesia católica. Esto
quiere decir que todos los caminos que apuntan a Finisterre básicamente y,
mutatis mutandi, se basan en los mismos principios de relación con Dios y con
los demás seres humanos. Es decir, cada uno de los múltiples caminos se
diferencian en las creencias en las que basan su fe de “primera instancia”, la
inmediata, la que les permite creer en algo y vivir según un código de buenas
costumbres respetando los principios de la moral y de la ética.
Y cuanto más cercanos están los
caminos de Finisterre, más se parecen entre sí, porque geográficamente les
separan cada vez menos kilómetros, como podemos ver en el mapa.
Significa que cuanto más nos
aproximamos al punto Noroeste, donde está el Fin de la Tierra, necesariamente
más se parecen los caminos, aunque provengan de puntos radicalmente diferentes,
como no puede ser de otra forma.
La distancia entre Compostela y
Finisterre no es mucha, a penas 80 kilómetros, una hora en coche. Significa que
la Catedral, punto aparentemente final del Camino de Santiago, no dista mucho
de Finisterre, pero no está allí. Y esto es importante. De alguna forma es como
si la Iglesia se hubiera quedado corta en el objetivo de ofrecer el mensaje de
Jesús; como que casi lo consigue, pero le falta ese casi. Y sobre todo, que ha
planteado el Camino como si el final absoluto fuese llegar al pórtico de la
Gloria, para besar al Santo. Y ahí se acaba todo.
Aquí está la duda. Por qué. Por qué a
la Iglesia, cara a sus fieles y seguidores le falta institucionalmente esos
ochenta kilómetros hasta llegar a Finisterre, donde, por cierto, “no hay nada”
más que un acantilado, que se asoma a la Mar océana.
Es decir, cara al público, la Iglesia
se ha centrado en el camino de la ascética, de la práctica religiosa y acaso ha
escondido al común de las gentes lo que está más allá de Compostela, que
comparado con lo recorrido hasta allí es simplemente el Infinito, la Eternidad.
Es como si Jesús nos hubiera trasmitido el mensaje de llegar hasta Finisterre
(donde está la verdadera puerta estrecha) y la Iglesia nos enseñara que el
final está en su catedral de Santiago. Este mínimo desfase de tan sólo 80
kilómetros es la diferencia entre quedarnos en lo humano de lo divino, en vez
de llegar al umbral de lo divino de lo humano.
Este es un desfase que, pareciendo
físicamente mínimo, es lo que supone la diferencia entre vivir sólo la ascética
o poder entrar en los terrenos de la mística, donde se encuentras los límites
de las capacidades humanas, hasta donde puede llegar Marta, pero donde empieza
la vida autónoma de María, en Finisterre.
Y esto parece como si estuviera oculto
al común de las gentes, sabiendo la Iglesia como lo sabe, pero no teniendo la
mínima intención de enseñárselo al católico
Llegar al final, es enfrentarse al
Océano de Dios en Finisterre. Las flechas amarillas llegan hasta el acantilado,
más allá ya no te sirven de mucho, entre otras cosas porque en el Mar habrán
desaparecido. Pero algo muy importante, te han permitido, siguiéndolas, llegar
hasta el acantilado y ver el Mar entre la bruma. Pero llegados a este punto,
esas liturgias y esos ritos, para el alma enfrentada a la Eternidad se
convierten en “ritos absurdos”. Pero que para ti no te sirvan ya, no significa
que no sean esenciales para gente que se encuentra por las llanuras castellanas
de Frómista.
Por eso, a cada cual lo suyo, lo que
necesita y cuando lo necesita. En realidad, cuando el alma siente que las
rutinas devocionales cotidianas suponen más una atadura que un apoyo, casi
puede regocijarse en Dios, porque significa que ya no las necesita, como un
niño que ha aprendido a montar en bici no necesita las ruedas de apoyo de atrás
para no caerse y se las quita.
Cuando no necesitas el rigor y la
disciplina de estar en ciertos momentos del día echando tus rezos, como los
musulmanes están obligados a los cinco rezos diarios (los católicos son seis,
la liturgia de las horas), significa que los espacios entre rezos ya no
existen. Si entre tercia, sexta o nona, el alma se ve que continúa en presencia
de Dios y si no necesita esa parada cada tres horas para rezar la liturgia de
las horas, algo maravilloso ha sucedido.
No obstante, y para observar la Regla,
los consagrados practican esta devoción y los laicos, rezamos laudes y
vísperas, como momento de comenzar y terminar el día dando gloria a Dios.
Llegados incluso a estos puntos donde
las reglas empiezan a estar de más, también están de más los corsés
tradicionales. Por ejemplo, entre consagrados y laicos. El teólogo italiano
Marco Vergottini, pone en cuestión esa diferencia artificiosa entre curas y
laicos, entre el clero y los feligreses, entre los elegidos y la masa
parroquiana. En el fondo, entre la élite y las clases inferiores. Para
terminar, diciendo que aquí no queda más distinción que entre cristianos
comprometidos y no comprometidos, es decir entre los que lo son por partida de
bautismo o los que lo son por compromiso de vida interior que ilumina el mundo
y da sabor a la vida, es decir, ser luz del mundo y sal de la tierra… o no.
Y aunque no hay dos cristianos
iguales, ni dos vidas espirituales iguales, pues cada cristiano es único e
irrepetible, si que en todos ellos ha de haber un factor común que se denomina
“Presencia”.
Presencia
La Presencia es ese estado del alma y
de la mente, de Marta y de María en el que ambas, transformadas en una con el
Amado y por el Amado, viven en permanente presencia de Dios, donde ni un solo
minuto ni de la vigilia ni el sueño, Dios se va ni de la mente ni del espíritu.
Es ese sentir, experimentar y vivir a Dios en todo momento de la vida. Cierto
que el alma necesita momentos del día para el recogimiento y estar a solas con
Él y con María, la Virgen, sin que las múltiples ocupaciones distraigan, pues
hasta Marta, tan atareada con las cosas de la casa, necesita también un poco de
respiro.
Cuando uno vive así, viviendo la
Presencia permanentemente, ya no hay miedo, ya no hay preocupaciones ni
inseguridades; ni hace falta la rutina litúrgica, aunque se practique, sobre
todo en comunidad.
No sé cómo es el Cielo, pero este
estado, para mí es como vivir el Cielo en la
Tierra, es sentir que ya estás en Casa. No
quiero nada más.
Y volviendo a los estereotipos, uno
piensa que para alcanzar esas cumbres místicas hace falta pasar por las moradas
sextas que describe Santa Teresa, llenita de experiencias místicas
sobrenaturales y transverberaciones, como la Santa vivió.
Puede que no hagan falta esos efectos
especiales y que el asunto sea bastante más prosaico y cotidiano. A fin de
cuenta son regalos de Dios que hace cuando quiere y a quien quiere. Pero no son
óbice, cortapisas ni valladar para vivir la constante Presencia de Dios, porque
esa Presencia es el gran regalo que nos hizo Jesús al morir en la Cruz y
resucitar junto a nosotros, para resucitar nosotros con Él.
En una situación espiritual así es
cuando el alma, plena de Dios, en medio de la brisa o del huracán, se siente en
paz y en calma y siente, además cómo sus tareas diarias, por complejas que sean
son sólo eso, tareas necesarias para vivir, necesarias para cumplir Su Voluntad,
para tomar la bifurcación correcta y, en suma, para vivir en Él y para Él.
Mi alma se ha empleado
y todo mi caudal, en su servicio;
ya no guardo ganado,
ni ya tengo otro oficio,
que ya sólo en amar es mi ejercicio.
(S. Juan de la Cruz, Cántico
espiritual)
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Autor: José Alfonso Delgado
Nota: La publicación de las diferentes entregas de La Física de la Espiritualidad
se realiza en este
blog, todos los lunes desde el 4 de enero de 2021.
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