He conocido de cerca,
gracias a la distancia cuántica que consiente la tecnología, a Emilio Carrillo.
Él es una persona con algo de mágico en esa sencillez que le gusta aparentar,
pero a la que siempre acaba traicionando, de forma sutil, su talento divino.
Una vida marcada por una misión que emerge de la esencia sublime sin ser
buscada. El deporte, lo inefable de las obras divinas o el filo de la muerte
supusieron, a lo largo de los años, una amplitud de vida para este divulgador
de la consciencia, instantes que le enseñaron a despegarse de los instrumentos
inútiles, en ciertos tramos del viaje de vivir.
A él le debemos, en este
sentido, la alegoría de "el conductor y el coche". Sabernos
experimentados conductores de naturaleza celestial dentro de un
coche limitado en las plazas de lo físico, mental y emocional. Ilustrados
por los dioses de otro tiempo, el encuentro de uno mismo consistiría entonces
en estacionar libremente nuestro vehículo, para estirar las piernas en un
entorno que es único y cuya existencia no obedece en absoluto al caprichoso fin
de ser juzgada por las opiniones de un coche, en ocasiones, demasiado
automático.
Apearse de aquello que no
representa nuestra integridad y nuestra completitud supone un hecho
heroico, ajeno al ruido de un mundo construido con ladrillos del pasado. Seguir
dirigidos por el chasis de la mente, sin manejar nuestro volante único y poderoso,
constituye el enorme riesgo inoportuno de convertirnos en estatuas de sal que
sucumbieron a la inexorable evolución del propio ser.
Tu corazón es libre, ten el
valor de hacerle caso. Emilio Carrillo nos ha recordado que detrás de cualquier
ficción hay una puerta por la que se transita a la consciencia creadora. Crear
en virtud de dones que traemos de un mundo anhelado difícil de explicar. Ser
dioses que se olvidan de sí mismos en el hábito de conceder su divinidad
sobre manos equivocadas. Y es que en estas pruebas vitales, que nos
enseñan a vivir en coherencia con lo que somos, los ladrillos del pasado
estallaron en conceptos inertes a los que la mayoría -desde hace mucho y por
poco tiempo- siguen rindiendo culto, dentro de su coche, con las luces de
emergencia encendidas, esas que aún no alcanzan para alumbrar su verdad natural
y necesaria.
Poco a poco, el devenir de
una inmensa luz de carretera nos va deslumbrando en la vía hacia la
responsabilidad individual, la misión compartida por la que cada uno ha nacido
en este trocito de mundo. Sigamos creciendo, sedientos de esa educación
potencial y consecuente con su raíz latina: "Contribuir a extraer del otro
lo mejor de sí". Subidos en esta nube, única e irrepetible, volemos,
vivamos ahora, en el descubrimiento de lo que somos y en la responsabilidad de
compartir, tanta inmensidad genuina, con cualquier síntoma de vida de
nuestro alrededor.
¿Cuál es el secreto? Tal
vez, como Emilio Carrillo ha tratado de mostrarnos, resonar en la vibración
natural que todos encerramos, en el amor, para poder dibujar una sonrisa -de
humor- en toda escena tragicómica de este teatro que parece la vida.
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Autora: Estefanía Ríos González
Fuente: Periodismo Cuántico
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