Agenda completa de actividades presenciales y online de Emilio Carrillo para el Curso 2024-2025

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15/10/10

La mística árabe y el “caer en la cuenta”

Toda experiencia sufí es, por antonomasia, compleja y multidimensional. Supone toda una vivencia espiritual fundada en un proceso de comunicación con las manifestaciones divinas. La contemplación amorosa, la meditación, la perplejidad, el silencio, la descodificación de lo inefable, el anonadamiento, la trasmigración y el sueño de fusión con/en lo absoluto son algunas de las coordenadas primarias y definitorias de la prueba mística.

La verdad, entendida ésta en su sentido místico, es obviamente única pero al mismo tiempo multifacética en la medida en que sus manifestaciones son infinitas. El sufí está convencido de esta multiplicidad de sus apariencias en el mundo sensorial. De ahí que todo místico se vea obligado a desvelar sus misterios abocándose a una perpetua indagación pasando de un estado a otro. Como ser humano, el sujeto de la práctica y uso de la indagación extática, se sabe irremediablemente mortal. No es de extrañar entonces que la persuasión de estar abocado a una ineluctable muerte se articule como una de las más primordiales constantes en los discursos místicos. La muerte es siempre contemplada desde la condición misma de hallarse confinado por los determinismos del tiempo, del espacio, del cuerpo e incluso de la lengua, que se revela incapaz de expresar los sombríos estados anímicos, psíquicos experimentados en los inefables momentos de revelación. Este condicionamiento temporal y espacial es lo que justamente legitima la incesante búsqueda del sentido último del mundo y sus cosas. La fugacidad de la vida resulta un dilema que se compensa procurando superar el dolor de la muerte. El viaje místico hacia la sempiterna realidad mágica de lo infinito, por más ardua y enmarañada que sea, ha de emprenderse en función de un desequilibrio entre la razón y el corazón. La perplejidad, uno de los medulares y frecuentes maqamats de la experiencia extática, se debe a la pluralidad de los planteamientos y al rechazo continuo de los preceptos de la común lógica religiosa.

De ahí se entiende la trasgresión de toda noción espacio-temporal, la descalificación del lenguaje ordinario y la creación de un código propio anti-lógico. La revelación, okashf tal como la define Ibn Arabi, es un puro “arte de caer en la cuenta” (Ibn ‘Arabi, Fususu Al hukm, Beirut, Dar El Kitab Al’Arabi, 1980, T. I. p. 49). Pero se trata de una iluminación propiamente mística y no es dada más que a los Ahl al Ikhtisas (Ibn Arabi distingue entre tres modalidades de fe: la del vulgo basada en la creencia y la imitación, la de los ulemas y filósofos del Islam; y la de los místicos).Es sabido que el sufismo, por no favorecer ninguna de las ideologías del Logos religioso o epistemológico, ha huido siempre de las grandes polémicas y contiendas dogmáticas de los que se declaran poseedores de la verdad.

No en balde, refiriéndose a los disconformidades interpretativas originadas acerca de la palabra coránica, Ibn Hazm asegura que “toda interpretación es una desviación del texto” y que “todo lo que dice el texto es lógico; y lo lógico es verdadero y de, ningún modo, puede ocasionar desacuerdos” (Cit. Por Abu An-Najib As-Sahrudi, ‘Awarifu Al Ma’arif, Beirut, Dar Al Kitab, 1966, p. 25).

Es por, este motivo, y por no terminar hundidos en la absurda e ilícita arbitrariedad del extravío, que los místicos parten del teorema de la coherencia de la santa escritura. Es cierto que la práctica extática supone una continua búsqueda de la tan anhelada revelación, pero es igualmente verdad que se aboga, en este sentido, por la afinidad y solidez del enunciado coránico tanto en su forma como en su fondo. La palabra divina no ha de concebirse como un simple código lingüístico que aspira a transmitir un determinado mensaje; es del mismo modo una estructura cósmica que determina la existencia entera del ser humano.

Contemplar la Palabra o el Verbo es contemplar la esencia divina. El rechazo de lo mundanal en los usos sufistas no es un mero huir de la materia ni tampoco una simple fuga de la muerte física. El mundo sensorial es el imperativo punto de arranque de todo viaje místico, en efecto no puede haber una experiencia extática que se efectúe extrínsecamente sin fijarse meditadamente en las manifestaciones materiales de lo absoluto. Incluso el viaje hacia las honduras del “yo” ha de interpretarse en función de una visión de elementalidad sideral. La mismidad es pensada en este sentido como parte integrante del cosmos, y todo lo cósmico es decididamente reflejo de la presencia divina. Rastrear la impronta de Dios es escudriñar sus señales. El universo para Al Hallay es un “jardín de signos” (Jardín de signos p. 105):

Oh Tú cuyos jardines de signos

abraza toda apariencia.

Si deseo una cosa,

eres todo lo que deseo

Lo material y espiritual; lo visible e invisible resultan indisociables en la cosmovisión e imaginario de los sufíes. Configuran la gran e irrefutable parábola de la fusión del cuerpo y del alma. De este modo, toda forma existencial (naturaleza, seres, cosas...) corresponde a una esencia ontológica /material por formar parte del mundo; pero corresponde, por otro lado, a un símbolo, que en un juego de espejos, refleja sentidos divinos. Estamos ante una polisemia donde el ser es del mismo modo metáfora de la unión entre lo abstracto (espiritual) y concreto (material).

La estructura bimembre del cosmos y sus componentes se hace muestra de que el mundo y sus cosas disponen de una existencia propia susceptible de aprehenderse sensorialmente. No obstante, la meditación mística da a entender que la contemplación de la realidad concreta se convierte en develamiento de expresiones divinas. Por eso todo verdadero conocimiento ha de instituirse a base de esta doble visión. Acceder al trasfondo de la expresión sideral es definitivamente trascender los sentidos primarios, erigidos como lógicos, para captar lo invisible. Es por esta razón que todo el pensamiento místico debe su rigor metódico a la dialéctica de lo palpable e inefable. Hay, entonces, en la experiencia cognitiva de los místicos una clara dialéctica donde la reconciliación de los contrarios se lleva acabo en términos de una iluminación final.

En su síntesis epistémica, el sufí derroca, la tesis del sentido primario, pero es de subrayar que nunca se procura en este sentido elevar su síntesis a una categoría de verdad única y absoluta. La cognición sufí no es extremista ni fanática; pues tiende hacia la complementariedad y la visión totalitaria. De ahí que el propósito místico no sea de índole excluyente. Nunca procura la descalificación del otro o de los otros a través de la inhabilitación de sus postulados. El sufismo es, en el fondo, una búsqueda de equilibrio y armonía. Es lógico entonces que todos los supuestos místicos no hayan procurado en este sentido implantar terceras construcciones inéditas que anulen la contradicción entre lo visible e invisible, lo inefable y lo decible. Se entiende a estas alturas por qué Ibn ‘Arabi, refiriéndose al posicionamiento sufi, acude a la imagen del “istmo” para dejar constancia de dicha reconciliación de contrarios (Ibn ‘Arabi, Al-Futuhat Al-Makiya, op. Cit. p. 45).

El dilema de dualidad supuesta por la formulación de los versículos coránicos, o sea, la existencia en una estructura superficial y subyacente, no se remedia en el caso de los sufíes dando primacía a un plano en detrimento del otro. Esto se debe a que la problemática vas más allá de todo planteamiento dual entre lo explícito e implícito. Hay en los discursos místicos una convicción de que la verdad nunca es asequible en su totalidad, lo que hace que el “caer en la cuenta” sea siempre relativo.

El recorrido en la noche mística se caracteriza obligatoriamente por una continua sed de conocimiento. La insatisfacción del yo extático, que en plana revelación se da cuenta de la relatividad de la irradiación relativa a los signos y símbolos existenciales, se ve muy pronto en un círculo vicioso de infinitas revelaciones. Ello se debe en gran parte a que las imágenes divinas con que se dialoga nunca son agotables. Los sentidos parecen permanentemente en fuga perpetuando así la búsqueda. Para evidenciar esta fugitividad del sentido se ha recurrido varias veces a la imagen de los círculos en espiral.

Cada perímetro de tales círculos interpuestos corresponde a una experiencia y por tanto a la descodificación de un signo ontológico. Cada misterio conduce a un sin fin de misterios aun más arcanos. Por esta razón, toda revelación supone el inicio de otro viaje místico. El punto que, desde lejos, se ve como centro de este laberinto circular no es más que puro espejismo, ya que, acercándose más, el sufí se descubre ante una infinidad de otros círculos interrelacionados que, a modo de las cajas chinas, se extienden hacia la infinitud. La verdad está en perpetuo disfrazamiento y, por tanto, resulta imposible captarla en su totalidad. El sufí no parece fiarse en las ciencias ciertas ni tampoco cree el hombre o la ciudad perfectos, pero profesa la vía del perfeccionamiento. El encabalgamiento eterno de la verdad hacia otras referencias da persistencia a la felicidad maqam experimentado en los momentos transitorios de una revelación a otra. Entre el ansioso anhelo de “caer en la cuenta” y la convicción de la imposibilidad de declararse categóricamente conocedor de la verdad nace la perplejidad o “hira” un maqam indispensable en toda experiencia mística (Para Ibn ‘Arabi , la senda del místico se caracteriza por ser sinuosamente tortuosa y con cambios continuos de rumbos y saltos de un maqam a otro. Por eso el sufí se ve frecuentemente ante el umbral de nuevos conocimientos que implican forzosamente nuevas perplejidades: Ibn ‘Arabi, Al Futuhat Al Mahkiya, Op. Cit. , p. 272).

Es de apuntar, no obstante, la mística árabe no apunta a disipar esta perplejidad. Esta se hace vivencia y requisito fundamental en el proceso de indagación. Es igualmente, metódicamente hablando, un arma contra la sensatez humana del yo que por su carácter presuntuoso puede caer en la pretensión de haber llegado a la verdad absoluta. El maqam o estado de perplejidad es debido al sentimiento de extrañamiento experimentado por todo místico frente a un absoluto permanentemente inasible. No sin razón afirma Albahjouri que “el saber y la perplejidad son indisociables (Al –bahjouri, Kashfu Al- hijab, Beirut, Dar An Nahda Al ‘Arabiya, 1980, P. 516).

Dicho en otras palabras, la noche mística ha de acabar siempre con un amanecer el que la luz del conocimiento pierde paulatinamente su resplandor ante el avance de un atardecer, un crepúsculo que anuncia el advenimiento del dolor de una nueva experiencia mística.

Es de precisar, a estas alturas, que la experiencia espiritual transcurre en una quinta dimensión donde el tiempo no es conmensurado ni determinado por la lógica del tictac del reloj. Se trata de un tiempo sin tiempo donde todo va marcado por el avance del místico en las tinieblas del dolor extático y extremamente placentero y por la búsqueda de los eventuales preludios de un albor cognitivo. Otro tanto puede decirse del espacio, ya que la geografía metafísica es, en este sentido, la del propio misterio místico. Pues el sufismo implica una indagación que no se articula en función de un espacio físico y convencional. La trasmigración y la transfiguración sufrida por los elementos cósmicos, cuando dejan de concebirse sensorialmente, es muestra de que la materialidad de las cosas se relega a un segundo plano. La belleza de la naturaleza, por ejemplo, es contemplada como excelsitud física, o sea, perceptible sensorialmente. Pero en esta belleza el místico advierte otra más majestuosa que es la del mismo Dios.

El místico es un viajero que va ligero de equipaje. Ha de desocuparse de todo lo mundanal y lo previamente concebido. El anonadamiento como acto preliminar a cualquier experiencia es en este marco prueba de ello. El intento de desasimiento traduce el deseo de desatarse de todo lo que pueda dificultar el sondeo espiritual. La deconstrucción del logos cognitivo y la inhabilitación de todo conocimiento previo no se hace sólo con vistas a lograr que el yo se desate de todo tipo de determinismo, sino que se desligue de su propia mismidad. Pero este desasimiento no apunta, de ningún modo, a una masoquista postración de este yo. El vacío anhelado y soñado es sumamente funcional ya que configura una imperiosa premisa para la recepción de la luz del auténtico conocimiento. Este vacío es similar al que ocasiona la perplejidad tras cada develamiento, pero configura igualmente la coordenada que hace posible la fusión amorosa tanto anhelada. Este acaba siendo colmado por el amor. Estamos en una dimensión espacial fantástica donde al místico les es permitido abrazar la beatitud divina. Es un espacio de enamoramiento, de fusión y de vuelta al origen. Los versos siguientes de Ibn Rumi son muy significativos en este marco (Kasim ‘Ani, Tarij At-Tasawuf Fi Al Islam, p. 211):

¡Que feliz el día en el que alzaré el vuelo,

Para ir al encuentro de mi Amor!

(...)

hazme beber del vino de Tu Am

para que,, borracho de amor

deshaga mi celda de perennidad.

No vine aquí por decisión propia;

para que vuelva a solas;

El que me llevó ha de devolverme a mi patria.

Todo nos lleva a colegir que el universo deja de ser un soporte de contemplación para convertirse en espacio donde el yo enajenado de sí mismo, dialoga con las formas cósmicas. El místico iluminado, enamorado y ebrio de la presencia divina, reflejada en sus obras, alimenta la nostalgia del mítico eterno retorno. La muerte, la nada, el vacío son vías del despego de lo mundano y, por tanto, suponen una depuración de las restricciones del yo para que deshaga los límites de su propia esencia mortal. La ilusión y la quimera de fundirse en un más allá, concebido como espacio de perfeccionamiento y de felicidad perenne, se viven como experiencia dolorosa y placentera al mismo tiempo. Por un lado, es dolorosa por la mortificación del alma y físicamente por las prácticas rituales que apuntan a domar el cuerpo: el ayuno, el alejamiento de todos los lujos de la vida, etc. Por otro lado, es placentera porque implica la felicidad de sentirse desasido de un más acá insensato, en que el yo se ve subyugado por la pesadez de un cuerpo subyugado por necesidades de índole material. La euforia proporcionada por el exilio voluntario o “mujahada” en contra de los penurias mundanales hace posible la fusión extática en un mundo espiritual donde el amor se establece como una nueva ley de gravedad. La doliente condición humana originada por lo efímero y terrenal se ve así compensada por una feliz migración hacia lo infinito e imperecedero, o sea, por un viaje que desemboca hacia la fusión amorosa con lo absoluto.

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Autor: Abderraman Laaouina

Fuente: Tonanzi (http://www.tonanzi.com)

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