Y sentándose con todos sus hermanos en la Plaza de las Esmeraldas, al lado de las fuentes, así les decía:
—Un
día, un padre moribundo llamó a sus hijos y les dijo: «Hijos míos, se acerca la
hora de mi salida de este cuerpo para volar en otro más sutil y andar más allá
de vuestras vistas. Venid a mi lado para que os reparta los bienes que
atesoraron mis manos en esta vida». Y repartió sus bienes.
Entonces,
cuando llegó el turno al más pequeño de entre ellos, con voz dulce este dijo: «Padre mío, ¿soy partícipe de tu amor?». Y el padre se quedó extrañado,
porque era el hijo al que más muestras le había dado de cariño. Y le dijo: «Bien
sabes, hijo mío, que mi amor por ti es más pleno que el amor de la primavera
por las flores».
Y
de nuevo le preguntó el hijo: «¿Soy partícipe de tu amor?». Y el padre, con
dolor, le respondió: «¿Acaso te he dañado? ¿Dejé de darte aquello que deseabas? ¿Acaso
te miré con malos ojos?».
Y el hijo pequeño, dulce como la miel, le contestó: «Padre
mío, no me martirices pues, ni cargues mis frágiles espaldas con el peso del
egoísmo. Ni marchites mi vida al unirla al oro y la plata. No venzas mis
tiernas alas dándome un peso que no podría soportar. Ni entristezcas mis días
atándome con cadenas de oro, ni me encierres en una jaula de marfil. Toma mi
parte de tu heredad y repártela entre aquellos que aún no saben lo malo de las
riquezas. Porque tienen necesidad de pan y no conocen el ocio. Yo quiero que mi
casa sea este cuerpo que visto, mi hogar el mundo y mi techo las estrellas.
Déjame que me levante con el Sol y coma con el trabajo de mis manos; y cada día
dé a ese día mi corazón, y después, al atardecer, cuando se acerque la noche,
yo la espere meditando y sereno, y le dé mi mano tranquila para irme con ella
al jardín de donde vengo. Déjame no poseer nada».
»Y
el padre lo miró con ojos llorosos y, abrazándole, le dijo: «Dame tú, hijo mío,
de tu riqueza interior porque siempre fui un mendigo de ella. Tenía que llegar
al umbral de la muerte para comprender que el oro es como un velo que tapa los
ojos del espíritu y embrutece al hombre y lo hace enemigo de sus hermanos los
hombres. Y yo en mi ignorancia quería empañar tu brillo y cortar tus alas.
Perdóname, hijo mío».
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Autor: Cayetano Arroyo
Fuente: Diálogos con Abul Beka (Editorial Sirio)
Nota: En homenaje a la memoria de Cayetano Arroyo y Vicente Pérez Moreno,
un texto extraído de los Diálogos de Abul Beka se publica en el este
blog todos los
miércoles desde el 4 de octubre de
2017.
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