Todo
lo que hay más allá de nuestra experiencia, es para nosotros
misterioso y “oculto”. Considerado como animal intelectual, el
hombre no sabe nada de las fuerzas espirituales. Empero, cuando en la
conciencia del hombre nace una fuerza espiritual, que le influye
poderosamente sin que sea ya una cosa desconocida; no necesita, pues,
ninguna otra prueba científica de su existencia, por tratarse de un
elemento de su propio ser y es reconocida como tal.
No
existe para nosotros ningún dios personal mientras no lo percibimos;
más si penetra en nosotros la percepción de la Divinidad en la
conciencia, nada nos impide reconocer la revelación de esta fuerza
espiritual como una parte de nuestra propia naturaleza.
Si,
por el contrario, negamos la posibilidad de que se realice el ideal
divino en el hombre personal nos impedimos a nosotros mismos llegar a
un estado divino.
Los
ignorantes piden a gritos pruebas de la existencia de Dios; pero no
necesita prueba alguna el sabio en quien el fuego del Amor divino
reduce a cenizas la ilusión del yo, y en quien se ha revelado la Luz
de la Sabiduría que viene de arriba.
El
mismo es un dios luego que Dios ha dominado y aniquilado a lo animal
en él.
El
primer paso para alcanzar este fin consiste en obtener la Pureza.
El
espíritu del hombre reúne y combina ideas y con ellas levanta un
edificio artificial de ciencia aparente, “edificado en la arena”,
una obra imperfecta compuesta de muchos fragmentos, entre los cuales
quizás se encuentre esparcido un vislumbre de verdad; pero el
verdadero conocimiento se efectúa, cuando la Luz de la Verdad eterna
se refleja en el alma del hombre y la llena completamente, del mismo
modo que lo hace el sol en un cristal perfecto.
Este
conocimiento no es como el saber externo de lo aparente, como
producto de la ideación propia; no pertenece de ningún modo al
hombre externo, sino al Hombre divino renacido en él, cuya luz puede
reflejarse en la conciencia del hombre personal.
El
mero “presentimiento” en sí mismo de lo divino es ya poseer la
semilla de ello, porque sólo la sensación divina en el hombre puede
percibir la presencia de Dios en el universo; mientras que, por otra
parte, el poseer las más elevadas capacidades espirituales no nos
sirve de nada en tanto que no las conocemos, y no las conocemos
mientras no han desarrollado sus fuerzas, ni llegado a nuestra
conciencia.
Pero
si estas cualidades se han convertido en nosotros en fuerzas vivas,
podemos observar su naturaleza y su acción tan bien, y aún mejor de
lo que sucede con los fenómenos exteriores del calor y de la
electricidad.
Quizá
comprendemos entonces que las fuerzas espirituales no son otra cosa
que modificaciones de una Fuerza espiritual única, y que siendo
afines entre sí, reaccionan las unas sobre las otras limitándose
mutuamente.
La
pureza es la libertad. Si estuviéramos puros de toda personalidad y
presunción, seríamos libres y reconoceríamos que no somos
criaturas limitadas, sino omnipresentes, omni penetrantes y
omniscientes en nuestra naturaleza verdadera.
Atma
es uno e invisible; está en todas partes. Yo soy Atma, pero no estoy
en condición de reconocerlo, debido a estar ligado al “yo” y a
lo “material”.
Una
vez reconozca a Atma, Espíritu, me reconoceré en mi Yo verdadero.
Nada
impide este conocimiento espiritual sino aquello que no pertenece al
Espíritu.
En
el stratum superficial del espejo del alma se reflejan los fenómenos
del mundo de los sentidos y evocan imágenes, del mismo modo que los
árboles en la orilla de un lago; pero en la parte más profunda
descansa la chispa del Conocimiento e la Verdad, cuya chispa, cuando
se convierte en llama, ilumina todo el reino del pensamiento.
Cuanto
más la mente se llena de conceptos sensuales, cuanto más penetra en
su interior las percepciones materiales, tanto menos se revela la
Verdad.
Dice
el Bhagavad Gitâ: “Cuando se abre el ojo exterior del alma, se
cierra el interior”.
Pero
si el alma se aparta del dominio de la ilusión y, por el vuelo de la
voluntad, es llevada hacia la esencia de las cosas, se le abre la
puerta del santuario en el cual se revela la Verdad.
El
cielo, por su naturaleza, es puro; sólo las nubes nos ocultan el
sol; el alma, en su propia naturaleza, es pura y libre como el
espacio; sólo los errores, “las hermanas malvadas”, tienen presa
a la “princesa encantada” de la leyenda; la Voluntad iluminada
por la luz de la razón, es el “hijo del rey” que la liberta.
La
pureza mora en el amor a la Verdad y no en la atracción del “yo”
propio. Pero el amor a la Verdad, es el amor a aquella Fuerza que
mora en todas las cosas, y mantiene juntos y agita a todos los
mundos, y esta fuerza es el Amor divino mismo.
El
que ama a la Verdad, no ama en realidad sino a su Yo divino, el cual
es el Yo del universo.
El
amor verdadero es el presentimiento del Conocimiento de sí mismo. El
que se sacrifica a este amor,
no sacrifica nada, sino que gana todo; él abandona su cautiverio y
por este “sacrificio” que no le cuesta nada de verdadero
valor, entra
en la Pureza y la Libertad.
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Autor: Franz Hartmann (1838-1912)
Enviado por: Miguel Martínez de Paz (Rama Hesperia de Madrid)
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Las Enseñanzas Teosóficas se publican en este blog cada domingo, desde el
19 de febrero de 2017
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