He aquí parte de la
memoria escrita de los encuentros que sostuvimos con Jacinta, una vieja andariega campesina venezolana,
mística, silenciosa, apacible, con una tierna y profunda mirada, donde se
vislumbran respuestas siderales y misteriosas para todo. De voz sublime y
sonrisa de colores. Imperceptible para el subyugante dominio del ego. La
conocimos desde niño, cuando ella llegaba
en horas de la tarde a la casita donde vivíamos junto a mis padres y
hermanos. El tiempo pasó casi imperceptible, pero los encuentros continuaron.
En la espiral de la vida retornamos a
los montes de nuestra niñez y allí estaba ella.
Ataviada con pantalones enrollados hasta la
media rodilla, botas de cuero grueso y curtido por el tiempo, vestido largo,
una marusa que le guindaba, cruzada entre sus hombros y una soñadora sonrisa
que invitaba a penetrar su mirada y vivir sus misterios. Nuestros encuentros y
conversas se hicieron muy frecuentes. Para cada encuentro, cada tarde, cada
mañana o cada noche, tenía un cuento diferente, pero siempre manteniendo la
esencia vivaz, natural de sus historias. Planteaba la vida percibiéndolo todo
desde un enfoque profundamente espiritual. Ella realmente era un misterio, como
una mensajera de la vida de las comunidades asentadas en el pie de Monte Andino,
al occidente de Venezuela.
Una mañana, muy
temprano llegó a nuestra casa. Luego de saborear un caliente café e intercambiar
puntos de vista acerca del estado del tiempo y las siembras del periodo de
lluvias, que ya se aproximaban, nos miró fijamente y dijo que ya había llegado
el momento de contarnos algunas cosas que deberíamos saber. Dijo que la acompañara a su refugio, como así
le decía a su casita que se escondía en la montaña de Los Barzales, entre nubes
y aves anunciadoras del arcoíris. Nos preparamos para el viaje e iniciamos el
camino. Durante el trayecto mantuvimos un silencio cómplice. Ella iba delante,
no mostraba cansancio, a pesar que eran
senderos bastante inclinados. A veces se volteaba y sonreía. Nos invadía una
gran expectativa. Sentíamos una extraña sensación de alegre incertidumbre. Llegamos
a una casita localizada entre unos frondosos guamos y bucares. Una bella casita
de barro, madera y zinc, adornada con muchas flores y aves que entretejían sus nidos en las
cornisas. Algo así como un refugio
espiritual. Todo allí estaba dispuesto de una manera muy sencilla.
La mañana era fresca y la neblina besaba los tiernos
guamos bañados de rocío. Una tenue llovizna aquietó la percepción humana, y
sentimos una honda percepción mística. Regresaba a un lugar del cual había
partido hacía muchísimo tiempo. Quizás no era un lugar. Ella más tarde nos dijo
que era la elevación al mundo de la conciencia, a una dimensión espiritual. Esto
fue lo que dijo, luego de invitarnos a pasar y sentarnos en una silla hecha de
juncos, bejucos y tiras de tallo de ortigas, mientras ella tomaba asiento en
una cómoda silla tejida artesanalmente y cerraba lentamente sus ojos:
Mira, uno el ser humano es como un árbol, va pasando por muchas etapas,
cada etapa vivida le va dejando enseñanza. Uno no se queda en una sola etapa,
la naturaleza no trabaja así. Lo que hay que hacer es vivir jugando a la vida.
Revivir el pasado, pero solo para tenerlo como referencia y buscar respuestas de
cosas que suceden en el presente. Lo mismo pasa con el futuro, hacer
proyecciones de lo que a uno le parece que debería ser el mundo venidero, pero
no para vivir angustiado, preocupado, no, no señor. Vivir jugando al ahora, que
es un eterno presente.
El
árbol ni vive recordando sus hojas caídas ni de las flores que vendrán. El
árbol es el árbol, mas nada. ¿Tú crees que cuando los cafetales echan esas
flores tan blancas, bonitas y olorosas, lo hacen para que nosotras las miremos?
No, vale, eso lo hacen es porque esas son matas de café y no pueden echar otro
tipo de flores sino de café. Ellas expresan la naturaleza de lo que son. Desde
hace cierto tiempo, ando transitando los senderos cósmicos de la existencia.
Acontecimientos inesperados, inexplicables para el intelecto humano, han sido
los símbolos y las señales que han
motivado a explorar los intrincados caminos de la dimensión espiritual. Desde
la perspectiva humana, soy una campesina buscadora y encontradora del
significado de la memoria de los abuelos que aquí vivieron antes que yo. Desde
niña, capté la enseñanza de amar a la
naturaleza y sentirme parte de ella. Trepando
guamos, pomarrosas y guayabos y escuchando las melodías de las aguas de la
quebrada vecina a mi casita de barro, aprendí a existir en los bellos paisajes
de la existencia. Allí descubrí cosas que son extrañas para el mundo, raras,
porque no tienen una racionalidad científica.
Entre
esas cosas está la espiritualidad
profunda, que es un enfoque de vida. Un enfoque que vincula el todo, desde lo
más minúsculo conocido, hasta los soles y galaxias que percibimos durante las
noches estrelladas. Así comencé a
recordar lo que realmente soy. En momentos de reflexión, algo vibraba por la
aventura de introducirme en el laberinto incierto de las hojas, las flores, los
frutos, ramas y tallo de un frondoso árbol. Había identificado los componentes
de ese árbol, pero una fuerza interna insinuaba otras interrogantes: ¿Cómo es
la fuente que sostiene a ese árbol? ¿Quién la dirige? ¿De dónde viene? ¿Podré
tener acceso a ella? Instintivamente relacionaba esa fuente con la savia que
circula por los árboles que rodean mi casita.
Ahora entiendo que no soy yo. Me estoy dejando
llevar. Todo se mueve. Permanezco todo el tiempo en contacto con la naturaleza,
escuchando sus sonidos, privilegiando el diálogo con la noche y sus estrellas,
el cultivo de todo tipo de plantas, la escalada a las montañas que parecieran
ser besadas por las nubes, el escuchar los sonidos de las quebradas y dibujando
las vivencias campesinas con la musa poética que emerge del todo y la nada,
libre de análisis, de interpretaciones mensurables desde la mente que abunda en
razones alimentadas por el pensamiento, que siempre intenta justificar el
conocimiento desde el intelecto. Nos han hecho creer en la individualidad, en la fragmentación de
la vida. Esa es una dimensión del conocimiento que ostentan los niveles de
consciencia bañados de pensamiento razonado, pero carente de la naturaleza
espiritual de las corrientes de vida que danzan en este plano y que ya empiezan
a redescubrirse.
La naturaleza real de la vida es
vivir. Juega, no preguntes, déjate llevar por la natural incertidumbre del todo
que es nada. No intentes analizar, interpretar, teorizar, porque serás abordado
por la egoica y presumida razón, que solo busca teorizar para inventar tesis y
leyes, que contribuirán para que el sistema de creencias dominante, se justifique
asimismo. Conversemos sin apegos, sin análisis, sin interpretaciones. Vivamos
cada encuentro. Sin planes, sin metas, sin objetivos. Esbozando la memoria de
los encuentros, como un ingenuo pintor, que se deja llevar por la danza de los
pinceles y por la imaginación de los colores. La naturaleza se descubre
asimisma. En ella solo hay respuestas. Las preguntas vienen de la vanidad de la
razón. ¿Es posible razonar, analizar, interpretar el amor?
Solo percibe, intérnate en la
memoria contenida en la naturaleza y experimenta ser nada para llegar a ser
todo. En ese momento, serás un árbol, un pájaro, una gota de agua de lluvia, un
vientecillo disfrazado de olor de miel. No te harás preguntas porque serás la
respuesta.
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Autor: Héctor Rodríguez (forimakius@gmail.com)
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