Es un lugar idílico donde los acontecimientos sucedieron. Ahí
conviven muchas personas de todas las edades y de ambos sexos. Viven. Se
alimentan de lo que la naturaleza les ofrece y ellos cultivan. Dedican su
tiempo a la limpieza de sus aposentos individuales, a cuidar de sus respectivos
huertos, comparten momentos en grupos pequeños donde normalmente hay un
“maestro” que preside aunque no tiene porqué hablar ni dirigir, y en esos
instantes hablan si merece la pena referirse a algo. Se mide mucho qué se va a
pronunciar para no entrar en diálogos que no ofrezcan un enriquecimiento
absoluto. No hay enseñanzas concretas. Tampoco existen métodos que seguir ni
metas que alcanzar. Viven, comparten y se enriquecen.
De entre los considerados “maestros” sobresalía uno. Precisamente
no por ser considerado uno de los más “avanzados”, sino uno de tantos. Lo
curioso es que los miembros del grupo solían acudir en charlas personales con
algún maestro. Pero lo más sorprendente es que este maestro era solicitado por los
“maestros más iluminados” para esas comunicaciones tan personales, mientras que
él no solía concertar citas con ninguno de ellos. Al contrario, era siempre
requerido por los de “arriba” y por los de “abajo”. Sin ser “calificado” uno de
los grandes, lo parecía.
Solía dar largas caminatas en solitario por los montes cercanos,
por caminos a vista de todo el asentamiento. Y cada tarde, a la puesta de Sol, se sentaba en el mismo risco algo sobreelevado a las orillas del riachuelo que
corría por el valle donde todos vivían. Nadie sabía qué hacía allí, aunque
suponían que contemplaba las puestas sin perderse ninguna, hiciera el tiempo
que hiciera, aunque lloviera o nevara y no se viera el astro brillar. Él
siempre, a la misma hora, y cada tarde de cada día, se sentaba allí un largo
rato, hasta que oscurecía por completo.
Un tarde, un intrépido se le acercó y se sentó al lado. No es
necesario saludar ni producir palabra alguna en tale ocasiones, se sabe que se
acompaña y se habla cuando en verdad se quiere transmitir algo, no charlar por
charlar. Al cabo de un buen rato, cuando ningún rayo asomaba por las colinas y
sólo el cielo estaba teñido de un espectacular naranja borroso, le hizo una
pregunta al “maestro”:
-¿Qué haces
aquí cada tarde? Tengo curiosidad por si en tu respuesta algo puedo aprender– soltó el que podríamos considerar “alumno”, añadiendo que esta es la forma de
empezar una diálogo entre los miembros de la comunidad, sin necesidad de
cumplido o saludos.
-No lo sé. La
mayoría de las veces no sé si hago algo. Sencillamente procuro Ser el instante
que contemplo. Quizá, eso es lo que hago: Ser-.
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Autor: Deéelij
Fuente: De su
libro Alas sin plumas (Ediciones Ende, 2016):
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