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Ahora la responsabilidad se hace recaer en los individuos, de quienes se dice que son «electores libres». Pero lo cierto es que cada elección está condicionada por sistemas de creencias impuestos por otros y presenta múltiples riesgos causados por fuerzas que trascienden la comprensión y la capacidad individual para actuar. En paralelo, la virtud más útil no es la conformidad a las normas, sino la fragilidad: la presteza para cambiar de tácticas y estilos en un santiamén; para abandonar compromisos y lealtades sin arrepentimiento; y para ir en pos de las oportunidades según la disponibilidad del momento, en vez de seguir las propias preferencias consolidadas.
Debido a todo ello, se está en pleno proceso de divorcio entre el poder y la política. Y el «progreso», que ha venido siendo una promesa de felicidad universal y duradera y muestra del optimismo radical, representa ahora la amenaza de un cambio implacable e inexorable que, lejos de augurar paz y descanso, presagia una crisis y una tensión continuas que imposibilitan el menor momento de respiro. El progreso se ha convertido en algo así como un persistente juego de las sillas en el que un segundo de distracción puede comportar una derrota inapelable. En lugar de grandes expectativas y dulces sueños, el progreso evoca un insomnio lleno de pesadillas en las que uno sueña que se queda rezagado, pierde el tren o se cae por la ventanilla de un vehículo que va a toda velocidad y que no deja de acelerar.
Las consecuencias lógicas de todo ello son el cortoplacismo, la evanescencia, la falta de compromiso, la carencia de estructuración real, el exceso y la ausencia de medida, el ritmo alocado y el culto a la velocidad.
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