La Humanidad no es lo que reflejan los medios de comunicación. Ni lo que, a veces, nuestros propios miedos y complejos nos hacen creer ver.
Observa a tu alrededor o, mejor aún, dentro de ti y podrás comprobarlo. O mira la foto de arriba, llénate con la persona que en ella aparece, porque también eres tú.
Se llama Sonia Marmolejos y vive en República Dominicana, la nación que comparte con Haití la isla
Reside en Santo Domingo, la capital dominicana. Conmovida por lo ocurrido en el país vecino, dejó en casa a su pequeño, tomó un autobús de transporte público y se trasladó al hospital Darío Contreras, ubicado en su ciudad, donde se atiende a víctimas del terremoto traídas desde Haití, entre ellas 20 bebes, la mayor parte de los cuales perdieron en el seísmo a sus madres. Y se puso a amamantarlos, dando su leche, su sonrisa, sus ojos calidos, su cariño y su luz a los pequeños haitianos, como el que, con el cráneo magullado, sostiene en la imagen.
Observa la foto con detenimiento. No tengas prisa, concéntrate en ella. Y no impidas que las lágrimas desborden tus ojos. Son el anuncio de
Eres un ser espléndido y Sonia es tu reflejo en el espejo de la vida.
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Para que no nos olvidemos de Haití
Se reproduce seguidamente el artículo que Rogelio Garrido publicó en el periódico ABC el pasado jueves 1 de abril. Se titula Desde Haití y resume sus experiencias en el seno del grupo de médicos y enfermeros del Hospital de Valme de Sevilla que hace algo más de tres semanas llegaron a la ciudad haitiana de Petit-Goave para prestar solidariamente atención médica:
Hace ya tres semanas que llegamos a Haití el grupo de médicos y enfermeros del hospital de Valme de Sevilla al hospital de Notre Dame en Petit-Goave, y han pasado tan rápidas... Las colas interminables de gentes tullidas frente a las tiendas de campaña (salas de hospitalización y consulta improvisadas), que tanto nos impresionaron al principio y que ya forman parte de nuestra rutina diaria; los casos imposibles que nunca hubiésemos podido siquiera imaginar en nuestra vida profesional, la miseria extrema a la que es imposible acostumbrarse. Realmente han sido tantos impactos que tendrá que pasar tiempo para que podamos digerir tanta pobreza y tanta desgracia entre nuestros semejantes.
Haití es un país imposible, lo era ya antes del terremoto y lo es ahora mucho más. El terremoto lo único que ha hecho es poner en evidencia ante los ojos del mundo un país mísero e injustamente olvidado.
¿Puede alguien imaginar un vergel maravilloso que cuando miras al horizonte lo ves lleno de palmeras cocoteras, árboles del pan y exuberante vegetación robándole terreno al mar, y cuando miras al suelo eres agredido por un auténtico estercolero abonando la belleza?
Las casas que, inicialmente, eran estructuras elementales hechas con materiales muy básicos y de manera anárquica, constituyendo un «naif» insoportable, son ahora montones de escombros y basura, algunos aún con cadáveres en sus entrañas, sólo identificables por el hedor, y rodeados por doquier de múltiples tiendas de campaña rudimentarias hechas con plásticos y palos viejos en condiciones infrahumanas, y los más afortunados con las donadas por Cruz Roja Internacional u organizaciones semejantes en no mucho mejor situación... Verdaderamente hay que hacer un grandísimo esfuerzo para poder soportarlo.
Me hago una pregunta: ¿Por qué venir a Haití? ¿Para qué venir...?
Al cabo de unos días la respuesta es meridiana: Haití nos necesita. Haití, como todos los pueblos pobres del mundo, necesita de ayuda, formación, cultura, aprendizaje y, sobre todo, del cariño de los pueblos desarrollados. Los haitianos saben agradecerlo, o al menos eso yo he percibido.
Cuando una desgracia de las dimensiones del terremoto de Haití azota un país, despierta de manera natural la solidaridad, fundamentalmente de los pueblos desarrollados, e inmediatamente surge un problema: cómo vehiculizar esa ingente cantidad de ayuda.
En los pueblos tan paupérrimos como éste, la corrupción está instalada y la empresa del reparto se hace prácticamente imposible; la miseria favorece el egoísmo, la insolidaridad y el abuso justamente de los que más tienen.
Algo parecido sucede a la hora de ayudar médicamente. A la voz de «médicos buenos extranjeros y gratis», acude una masa de miserables desheredados con patologías crónicas que asumen desde hace años con absoluta resignación.
En ese momento el profesional de la medicina debe hacer una tremenda cura de humildad, porque corre el riesgo de sentirse redentor, protagonista de la escena, superhombre, salvador del pobre ser que tiene enfrente y muy lejos de asumir que buena parte del problema obedece a la sociedad de la que procede.
Esto ocurre y desgraciadamente lo hemos visto aquí, ONGs pugnando por ser ellas las que figurasen como las grandes redentoras ante los ojos de los demás...
¿Quién les pregunta a los haitianos qué quieren? ¿Qué necesitan realmente? ¿Cómo les gustaría que llegase hasta ellos la ayuda de una manera homogénea y continuada? Empezando por los más pobres y no por los más listillos, que siempre se aprovechan de las circunstancias.
Volveré a Haití, ¡seguro que sí! Estas gentes nos necesitan, pero habré de esperar a que todos se hayan ido, sobre todo los artistas, flor de un día, los de la foto, los redentores del mundo. Cuando ya nadie les ayude, cuando se haya olvidado el terremoto, cuando seguro más lo necesitarán. Lo haré de manera callada, sin protagonismos, sin que nadie se entere y de manera continuada con la seguridad de que, a pesar de todo, siempre me llevaré en mi corazón más que lo que profesionalmente pueda dejar, y con la conciencia de tratarlos con igualdad, con cariño, y lejos de los protagonismos que acompañan a estas situaciones.
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Me ha gustado mucho. Gracias a Rogelio por su testimonio.
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