6/9/21

La Divina realidad (Proyecto “La Física de la Espiritualidad”: 36)



El cristiano del Siglo XXI, o es un místico, alguien que ha experimentado algo, o ya no será nada.

Karl Rhaner

Esta frase la pronunció el teólogo alemán en los años del Concilio Vaticano II queriendo decir que, para la Iglesia, había terminado el tiempo de la religiosidad inercial, de exclusiva práctica religiosa. O así yo la interpreté cuando la leí en el prólogo del libro de Ignacio Larrañaga “Muéstrame tu rostro”, en mis tiempos de estudiante de Medicina en los años setenta. Para los jóvenes de mi época, los nuevos vientos del Concilio, parecían dejar atrás cuatrocientos años de estancamiento en el que la Iglesia católica había vivido de las rentas del Concilio de Trento. Aquél que relanzó y sacó a la Iglesia del fango y degradación moral que había provocado el cisma de Occidente y las guerras de religión del Siglo XVI, se había convertido, por inmovilismo eclesiástico en el espantoso problema que el Vaticano II trató de resolver, dando cumplimiento a un proverbio tan cierto como la Ley de la Gravedad: “Los problemas de hoy son consecuencia de las soluciones que se dieron ayer”

Tratando de igualar en importancia el mensaje de Jesús con el modo concreto en el que se debía vivir y practicar la fe, lo que había hecho era “eclesiastizar” la fe, en expresión del teólogo Juan Martín Velasco en su libro “El malestar religioso en la cultura”, que he referido en el capítulo 15.-Caminando a ciegas, en el sentido de poner al mismo nivel la Espiritualidad y la religiosidad, el caramelo y el envoltorio, el fondo y la forma. Al final, y creo que esto le ocurre a todas las religiones, la sobrexplotación de lo religioso conduce inexorablemente al absurdo del cumplo y miento de la literalidad, la ultraortodoxia llena de ritos, escrúpulos y de supersticiones, hasta convertir la fe en una caricatura del mensaje original.

Por no ensañarme con la Iglesia católica, esto le ha pasado al hinduismo a lo largo de la Historia. Su tendencia aparentemente politeísta provocó el caos doctrinal en dos épocas fundamentales, la primera en el Siglo VI AC, cuando Buda terminó provocando la revolución que hizo escindir el budismo del hinduismo, de modo que hasta hace bien poco que aquel no ha sido reconocido como una rama de este. La segunda época fue en el Siglo VIII con Adi Shánkara, que ante la misma situación de caos y multiplicidad de ritos y sectas, provocó la revolución no dual del vedanta advaita.

Creo que la “religionización” (palabro que me acabo de inventar, para generalizar el término eclesiastización) es la enfermedad que sufren las religiones cuando, sobrexplotando el componente litúrgico y ritual, degradan la espiritualidad a una mera práctica ritual y al imperialismo absoluto de las jerarquías religiosas, haciendo que, la transmisión del mensaje original a las gentes sencillas haya terminado por banalizar el mensaje hasta convertirlo en un código de simples prácticas religiosas, cada vez más alejadas del origen. Porque si a las gentes sencillas se le reduce el mensaje de Jesús a cumplir los diez mandamientos de la Ley de Dios, los cinco de la Santa Madre Iglesia y a practicar las obras de misericordia, con ser una buena práctica religiosa, esa actitud termina quedando en el mero cumplo y miento de ese código de conducta. Y, por supuesto, las encierran dentro del muro de separación exclusiva al hacerles creer que “no hay salvación fuera de la Iglesia”. Cuando las religiones alcanzan semejante nivel de soberbia, condenando al resto de la Humanidad al infierno, es cuando decididamente hay que darse cuenta de que ya no tienen nada que hacer, que han dejado de cumplir su función de crecimiento espiritual, para convertirse casi, en un suculento negocio.

Lo que estoy diciendo es fortísimo y lo he referido en varios de los capítulos de esta serie, pero es la razón por la que Rhaner dijo esa frase brutal, la de que el cristiano sólo le queda la opción de la mística para sobrevivir a la Historia.

En el origen

En el origen de las religiones o de los sistemas de pensamiento espiritual, los fundadores no escribieron nada, porque conocían la trampa que supone el lenguaje para expresar lo inefable; fueron sus discípulos más cercanos los que compilaron sus enseñanzas para, lentamente elaborar los grandes libros sagrados, la Biblia para europeos y americanos, el Corán para los árabes, el Teo-te-king para chinos y japoneses, el Canon Pali del budismo o las Upanishad para los hindúes.

La Filosofía perenne compila lo que de sagrado hay en todos estos libros y proclama la Divina Realidad como factor común de todas ellas. Es algo así como la Teoría del Campo Unificado para la Física, la que concilia la Relatividad con la Mecánica cuántica. De este modo, un cristiano, musulmán, taoísta, budista o hindú que acepte lo sagrado que hay en todos los libros sagrados, se transforma en un expositor de la Filosofía perenne. Por lo demás, puede seguir siendo cristiano, católico, budista, sufí o sintoísta, porque la Filosofía perenne es una filosofía de vida, una visión del mundo, que no conlleva a su expresión comunitaria, donde inevitablemente, las religiones tienen un papel imprescindible y relevante. Si la Filosofía perenne tuviera una expresión comunitaria expresada en celebraciones, se degradaría a la simple práctica religiosa.

No. La expresión comunitaria de la Filosofía perenne es la vivencia del Amor universal, respetando la idiosincrasia de los pueblos.

Todo destino en lo espiritual comienza con el regreso a uno mismo. El abordaje del quinto nivel de Maslow supone salir del exterior al interior. Digo “salir” y no “entrar”, porque toda nuestra vida se desarrolla en el exterior de nosotros, en nuestro pequeño mundo, donde nos sentimos integrados para hacer las tareas de la casa, las tareas de Marta, comer, beber, trabajar, conseguir abrigo, crear prole, cuidarla y tratar de ser reconocido y querido por los demás. Pero el nivel de la autorrealización no consiste en salir fuera, sino en entrar dentro de uno mismo, pero como nos creemos estar dentro de nuestro pequeño mundo, hemos de salir de él, donde yo soy lo que creo que soy, para regresar a donde Soy Yo, realmente. Esta es la razón por la que el desarrollo de esta serie sobre Física y Espiritualidad, he comenzado por describir, hasta donde me ha sido posible, el “camino de regreso a casa”, desde nuestra casa (nuestro pequeño mundo) hasta el Océano de Dios, con el símil del Camino de Santiago, con el proceso del despertar del alma, de María.

Este camino de regreso, da sentido a la Filosofía perenne, como nexo de unión de toda la Humanidad, la Divina Realidad

Eso eres tú

La Filosofía perenne rezuma de los libros sagrados (que no de los doctrinales), de la esencia de los mensajes espirituales dado por los grandes maestros de la Sabiduría, pero no son abundantes los tratados sobre ella. Además, tiene un componente metafísico esencial clarísimo y se puede expresar en el lenguaje de la Metafísica, pero entonces caeríamos en el error de utilizar un lenguaje tan cierto como académico e incomprensible para la gente no especialista en metafísica. Hay que acudir entonces a textos más al alcance de la gente normal, de los buscadores de sí mismos, ávidos de encontrar el camino de regreso a casa y que, decepcionados por la oficialidad de los textos canónicos, se enredan en argumentos religiosos que al final, terminan desorientando al personal.

En este sentido, yo al menos he encontrado en la bibliografía eminentemente espiritual, la mejor expresión de la Filosofía perenne, empezando por los místicos (en nuestro caso cristianos) y terminando por determinados ejemplos que, para mí, aportan la luz que se necesita para encontrar ese camino de regreso a casa. Menciono a tres personas que, para mí han sido esenciales en ese camino de regreso, Consuelo Martín, Fidel Delgado Mateo y nuestro querido y entrañable Emilio Carrillo. Sus encuentros, charlas y libros son fieles exponentes de la Filosofía perenne. Y como texto magistral de compilación está el libro de Aldous Huxley (el de un mundo feliz), “Filosofía perenne”, en el que me voy a basar para desgranar sus principios fundamentales, que uno puede encontrar en tantísimos libros sobre mística y espiritualidad y, en el extremo en los libros sagrados.

De este modo, La Filosofía perenne afirma que Dios y el ser humano son la misma esencia, que “Eso eres tú”, es decir, que el ser humano y Dios son en esencia el mismo espíritu. Con ello, la relación con Dios a la que estamos acostumbrados, de nosotros frente a un Ser todopoderoso que está allá, en el Cielo, es una alegoría falsa, porque Dios está, reside, queramos o no, lo aceptemos o no, en el hondón del ser, en lo más profundo de nuestra más íntima esencia. No navegamos en el Océano, somos el propio Océano.

Dios es inmanente y trascendente a la vez; es decir, está en el interior del ser (inmanente) y por otra parte lo inunda todo absolutamente, y trasciende el tiempo y el espacio. Esta idea responde a ese “todo lo que ves, soy Yo” que referíamos en el Capítulo 30, que no es panteísmo ramplón, sino ese saber reconocer a Dios en todo lo que existe, en todo lo que sucede y en todo lo que es, así nos guste como no nos guste (esto es importante).

La Base de toda existencia es el Absoluto espiritual, inefable en términos de pensamiento. Y la razón última del ser humano es el conocimiento de la Divina Base, donde hincan las raíces de nuestro ser.

Lo que voy a desarrollar en los próximos capítulos es simplemente un resumen del libro de Aldous Huxley, que me parece una soberbia y comprensible compilación de la Filosofía perenne, para poner este sistema de pensamiento en el valor que se merece como unificador espiritual. Insisto en la recomendación de que lo compréis y leáis. Además, está disponible en Internet, incluso en libro electrónico.

La naturaleza de la Base

La naturaleza de la Divina Base es trinitaria para la Filosofía perenne, lo que quiere decir que la idea de Dios uno y trino es también común a las religiones principales. Existe el Absoluto, “Aquello”, lo Primordial, la Clara Luz en el Vacío, el Creador. Existe Logos encarnado en el ser humano, el Krisna, el Cristo. Y existe el Isuara, el Dios personal, el Espíritu Santo de los cristianos. Son tres manifestaciones de una misma entidad. En este sentido, la Filosofía perenne demuestra la gran similitud en las ideas básicas de las religiones. Es el hinduismo el primero que manifiesta la Trinidad (Brahma, Vishnu y Shiva), mientras en la misma época, en el Antiguo Testamento judío, Yavhé es el único Dios, sin atributos trinitarios algunos. Es el Nuevo Testamento el que introduce la Trinidad, que tal parece ser una idea importada de Oriente. Recordemos que en la Antigüedad, Oriente y Occidente (la Media luna Fértil) no estaban alejados; la Ruta de la seda comenzó a funcionar como tal en el Siglo I antes de Cristo, por caminos que ya se conocían desde antiguo.

La Filosofía perenne acepta la influencia que tiene la mente y el cuerpo en el espíritu. Reconoce la capacidad de percepción extrasensorial y los fenómenos sobrenaturales. La distancia entre la capacidad de percepción del ser humano es tan limitada, que necesariamente tiene que valerse de imágenes e ideas (limitadas a su cabeza) para siquiera imaginar una Divinidad que no tiene atributos en sí misma, sino en su manifestación a los hombres. Hablar de Física y Espiritualidad, no es por tanto, hablar de conceptos separados, sino unidos. Esta separación ha sido uno de los efectos del materialismo imperante en Occidente a partir del Renacimiento, cuando llegamos a creer que una cosa es lo material y otra lo espiritual que, bajo la influencia de la doctrina católica, llegamos a creer que lo material es enemigo de lo espiritual. En Oriente, física y espiritualidad siempre han estado unidas bajo el concepto del el Yin y el Yang.

De este modo, la Filosofía perenne acepta que la mente y el cuerpo, de lo que es consciente el ser humano desde que adquiere consciencia de si mismo en este mundo, son el vehículo para el despertar del alma, la autentica consciencia de la Divina Base que nos sostiene.

 

Personalidad, santidad y encarnación divina

La Filosofía perenne sostiene la idea del “yo” independiente del espíritu interior del Ser humano, un “yo” producto del pensamiento que induce a una vida separada de la Divina realidad, y que ha de ser anulado para permitir que la Divina realidad se manifieste plenamente en la verdadera identidad del espíritu. El “yo” que creemos ser en realidad no existe, como no existe el círculo que forma el ascua que el brazo hace girar sobre sí mismo, como en la foto. Mientras el animador callejero esté girando el brazo, parece como que existe el círculo, pero en el momento que pare, el círculo desaparece, como desaparece el “yo” en cuanto dejamos de pensar. Somos el fruto del pensamiento y eso creemos ser, como dice Buda. El espíritu es otra cosa, que el yo tiene que consentir en descubrir. Para eso, el “yo” tiene que negarse a sí mismo, renunciar a ser, para dejar paso al Ser, que sostiene el “Yo” Real.

La Santidad consiste, por tanto, en la “mortificación del yo”, la ab-negación total; el abandono de la multiplicidad de la mente a favor de la unicidad. Todos somos Uno en Él. En los términos del Camino descrito, la Santidad consiste en, una vez llegados a Finisterre, aceptar subir a bordo de esa nave oceánica que Marta sabe, no podrá manejar y que el viaje supone quedar reducida a ser la que se dedique sólo a las tareas de la casa.

El paradigma de este proceso, el paso del “yo” al “no yo” es la Encarnación de Dios en el Avatar, el Logos hecho carne, el Ungido, el Cristo. Los cristianos aceptamos a Jesús de Nazareth como Dios hecho carne, como un acontecimiento único e irrepetible en la Historia de la Humanidad, nunca antes Dios se encarnó ni nunca después lo ha vuelto a hacer, al menos hasta la Segunda venida que esperamos.

Lo que nos sucede a las personas religiosas es que cogemos el rábano por las hojas, es decir, confundimos lo fundamental con lo secundario, dado que del rábano lo fundamental es la raíz, no las hojas. Tratamos de encapsular en el tiempo fenómenos y experiencias que son eternas, que trascienden al espacio y al tiempo. Es decir, hemos encapsulado a Jesús, el Cristo, en una cápsula del tiempo, de donde no le permitimos salir, porque unos eclesiásticos han determinado que hacerlo es una herejía. ¿Hasta qué punto la frase de Jesús “yo estaré con vosotros hasta el fin de los tiempos” no es la manifestación de que también los seres humanos que alcanzan ese estado de beatitud, de fusión con el Agua oceánica, no son también avatares de Dios trascendente? ¿No somos templos del Espíritu Santo? ¿No vive Cristo en nosotros si le dejamos expresarse con toda su realidad, que al fin y al cabo es el sentido de su resurrección? Si bien la vida de Jesús de Nazareth fue un acontecimiento histórico, qué pasa si ese hecho no sucedió con Lao-Tse, con Buda, con Shánkara o los demás maestros de la Divina Sabiduría. En fin, ahí dejo esto, para que cada cual lo medite y perciba si acaso no estamos encapsulados todos en un confinador doctrinal que no nos deja respirar y expandir nuestra consciencia.

El Avatar es una realidad en todas las religiones. Dios, el Eterno, el Absoluto, se manifiesta a los hombres a través de sus encarnaciones, la de Jesús, la de Buda, la de Mahoma o la de Krisna.

La cuestión del Avatar ha dividido las religiones en exclusivistas y no exclusivistas. Las exclusivistas son el Cristianismo y el Islam. Las no exclusivistas son las Orientales.

Dios en el mundo

Todos somos uno. Es un tercer camino en el que Yo y los otros, convergen en una sola Divina realidad. No hay barreras reales, sino ficticias que originan la confusa multiplicidad que parece reinar en el Universo. Es el concepto de la no-dualidad, del uno sin segundo que refleja como nadie, expresamente el Advaita-vedanta, aunque Jesús dice lo mismo en el Evangelio de San Juan.

La Filosofía perenne asume los conceptos de Samsara (rueda asociada a la reencarnación y al sufrimiento por el karma) y el Nirvana o liberación, así como el dilema entre contemplación y acción, que al final tiene que converger también en unicidad. Aquí, la Filosofía perenne entra un el espinoso asunto para el cristianismo, de la reencarnación, que es rechazado por éste y el islam, pero no en la filosofía oriental, donde vivimos sucesivas reencarnaciones durante todo el proceso que nos pueda llevar lo que Buda refiere como “adquirir el Amor”, esa fusión íntima e indivisible y consciente con la Divina Realidad, que mientras estamos en ese proceso evolutivo arrastramos vida tras vida el karma o esas cuentas de conciencia que debemos ir saldando hasta llegar al nirvana, la paz que se siente y se vive con la extinción del “yo” y de nuestras pasiones. Algo así como el Cielo cristiano y el Purgatorio, que nadie sabe lo que es, por no reconocer que el purgatorio es simplemente el proceso de reencarnaciones donde hemos de ir purificando nuestro particular karma. Lo espiritual no se puede legislar por real decreto humano, por los dogmas y las creencias que cada religión imponga a sus seguidores.

Los conceptos duales que experimentamos en el mundo se materializan en el Yin y el Yang, los opuestos pero complementarios que ambos conforman una perfecta unidad. Por tanto, la Filosofía perenne no demoniza lo que nos pueda parecer malo, como expresión de una entidad diabólica, sino como consecuencia de la dualidad que no es sino un artefacto provocado por el mismo pensamiento que nos dualiza entre nuestro “yo” pequeño y lo demás, y que nos inclina hacia el egoísmo que, en el extremo lo identificamos como la maldad consciente, que nos aleja de la Divina Realidad y nos sitúa en un terreno extremadamente peligroso.

Para abrir boca, los principios de la Filosofía perenne sobre la Divina Realidad puede que deje a los muy religiosos bastante descolocados. Pero esto es sólo el principio…

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Autor: José Alfonso Delgado

Nota: La publicación de las diferentes entregas de La Física de la Espiritualidad

se realiza en este blog, todos los lunes desde el 4 de enero de 2021.

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