24/5/21

En el embarcadero (Proyecto “La Física de la Espiritualidad”: 21)



Tercera Parte

Comienza con este capítulo la Tercera Parte de esta serie, la Gran Singladura del Alma, la unión de mente y alma en una sola entidad y la transformación del Alma en Dios.

Cuentan las historias tibetanas que, cuando un aspirante llega a un lamasterio y solicita entrar, ha de permanecer ante la puerta cerrada, tanto tiempo como el Lama responsable del lamasterio considere oportuno, para probar la voluntad del aspirante a monje. Y pueden pasar días o incluso semanas; y puede nevar, llover o hacer sol, hacer calor, viento o mucho frío y, el aspirante, si realmente quiere ingresar, ha de saber soportar esta larga y penosa espera.

Cuando las hermanas llegan a la cala donde está el embarcadero con la extraña barca, no encuentran a nadie. Está sólo. Nadie hay para indicarles qué han de hacer. Es todo un misterio. El misterio comienza en la propia cala, en el embarcadero. La barca no tiene manual de instrucciones. Lo único cierto es la intuición interior, el impulso que empuja al alma a bajar a la playa, con la mente salpicada de miles de dudas. No hay explicación lógica para este cambio tan radical, porque ni siquiera entiende la mente por qué el alma desea adentrarse en el mar tenebroso e infinito, del que no sabe nada, aunque los teólogos se las den de listos.

Los buques, para salir a la mar, en el argot marinero, utilizan el término “babor y estribor de guardia”, que significa el conjunto de maniobras que han de llevarse a cabo para zarpar. Habitualmente, un práctico se sube al buque y ayuda al capitán a sacar la nave de puerto y, una vez fuera, se baja y ya es el capitán el que asume el mando. Entonces, se efectúa la retirada de babor y estribor de guardia, y entra la guardia de mar que corresponda de las tres habituales.

En nuestra marinera historia, en el embarcadero, a veces hay práctico o no, depende quizás de los arrestos que tenga el peregrino, ahora marinero, de atreverse a subir a bordo o no. A veces hace falta un empujón y otras veces no.

El Gran salto de fe

En cualquier caso, Marta y María han de ponerse de acuerdo en la decisión, porque si es que sí, no hay vuelta atrás; y si es que no, tampoco. Y tampoco hay que hacer de esta decisión un drama, porque si te quedas en tierra y regresas a Santiago de Compostela, vivirás una buena vida de respeto a Dios y a los hombres, como hacen el común de los mortales creyentes. Simplemente no era tu hora de adentrarte en el oceánico Misterio.

Así que el tiempo que requieras en pensar si sí o si no, tómatelo con calma, no hay prisa y, que la decisión sea plenamente consciente (desde la intelectualidad). ¿Por qué digo esto? Pues porque para Marta, para la mente, este será el “Gran salto de fe”. Es como Aristóteles, en su obra “La Comedia” describe el momento culmen del relato, cuando el protagonista, para resolver la trama que le ha llevado durante toda la obra, tratando de resolver el problema planteado, al final tiene que tomar una gran decisión, que entraña un alto riesgo, que es lo que Aristóteles denomina “salto de fe”.

Pues el Gran salto de fe, subir a bordo de la barca, es el último acto consciente de la mente. Para el alma, el deseo irrefrenable de subir es una intuición, pero para la mente, habituada a calcular amenazas, riesgos y consecuencias, tiene que ser un acto con consentimiento informado, como cuando un paciente ha de someterse a una intervención quirúrgica. Marta, la mente, tiene todo el derecho de saber que se expone a un viaje, al menos tan peligroso (para ella) y desconocido, como Cristóbal Colón al partir del puerto de Palos hacia el Oeste. Por eso, no hay prisa, es preciso meditarlo bien.

Si de algo sirve mi personal experiencia, tras cincuenta años de caminar por los senderos del Camino de Santiago, (por esas tres primeras moradas), llegar a Compostela y alcanzar el faro y acantilado de Finisterre (sendero que recorrí con mi esposa varias veces a pie, como peregrino), finalmente Dios me sometió a un severo proceso de toma de decisión, permitiendo me sucediera un proceso clínico que me llevó a un deterioro de mi hígado hasta padecer un cáncer de esos que te matan en dos meses y, dos trasplantes hepáticos, que además, el primero salió mal y en el segundo, casi pierdo la vida. Todo eso, para mí fue mi estancia en el embarcadero. Al ver cómo Dios me concedió una prórroga de vida de no sé cuánto tiempo, fue como si, de un empujón, el práctico del puerto me subiera a bordo para hacerme comprender, que la decisión de iniciar el Gran viaje al Misterio, ya no era negociable. Sí o sí. No había otra opción, al menos para mí y en mi caso, porque yo sigo ahora con vida gracias a la expresa voluntad de mi Padre que está en los Cielos y en lo más profundo de mí.

De tal modo sucedió en mí que, de estar pensando en el embarcadero, me vi subido a la barca con el práctico a bordo, sacándome de la cala y dejándome en mar abierto, diciéndome cuando se bajó, “ahí te quedas y, no te olvides de mantener izadas tus velas”.

Y así comenzó mi viaje hacia el Misterio de la Mar Océana.

Coste de oportunidad

Evidentemente, una de las cosas que Marta ha de resolver es el inmenso dilema del “coste de oportunidad” que le va a suponer aceptar que, a partir de ahora, su vida ya no la va a poder controlar, salvo para los asuntos domésticos y la tiene que ceder a la voluntad de unos vientos que no se sabe ni de dónde vienen ni hacia dónde van… El viento sopla donde quiere, y oyes su sonido, pero no sabes de dónde viene ni adónde va; así es todo aquel que es nacido del Espíritu (Jn 3:8).

Es una renuncia muy dura, así que es muy importante saber de a qué hay que renunciar a cambio de qué.

La Teología cristiana es muy clara, ya que lo denomina una cuestión de vida o muerte, entre la salvación y el riesgo de perdición, basándose en la afirmación de Jesús a la declinación del joven rico, que para el hombre es imposible salvarse.

Visto así, la cosa parece clara, pero no deja de ser la opinión, todo lo cualificada que se quiera, de las autoridades eclesiásticas católicas, lo que en puridad aplica a los católicos, supongo. Pero ¿y el resto de la Humanidad? que, por conocer, conoce la existencia de Jesús y más ahora que tenemos Internet, y no es católica. Para ellos, según esto, la cosa pinta mal.

Pero realmente ¿este es el verdadero coste de oportunidad? ¿renunciar a las riquezas materiales y del corazón a cambio de garantizar el encuentro con el Misterio no manifestado?

Para la prosaica mente, la alternativa no está nada clara. O sea, renuncio a mí misma a cambio de un viaje movido por una oscura intuición del alma hacia el encuentro de un Misterio. Las dudas de la mente son exactamente las dudas del joven rico. Echa cálculos y no parece que le traiga a cuentas dejarlo todo a cambio de a saber qué. Por más que repasa no le salen las cuentas, porque es pasar de lo tangible y la vida que domina (más o menos) a una aventura en océano ignoto sin saber si habrá una costa más allá, donde arribar. Demasiados riesgos.

Bien es verdad que Marta y María y el cuerpo físico llevan toda la vida caminando (bien es verdad que, a regañadientes, muchas veces). Para llevar centenares de kilómetros, decenas de años, soportando las dificultades del Camino, han tenido ambas que tener buenas razones. Quizás creían que, al llegar a Compostela, se concluiría el viaje y descansarían. Pero no, se enteraron entonces, cuando llegaron al Pórtico de la Gloria que aún quedaba un trozo pequeño que las llevaría a una auténtica encerrona, un afilado acantilado frente a un inmenso y desconocido océano.

Es un “si lo sé, no vengo, no hubiera iniciado la andadura”.

Acaso Marta se acuerde de cuando era una “feliz” ama de casa dedicada a sus asuntos y de la falsa sensación de que la vida y el mundo era como ella se lo imaginaba (el mundo según yo) y, de cómo se enfadaba cuando no le hacía feliz (el mundo). Eran comportamientos lógicos, en parte viscerales, emotivos e instintivos y en parte racionales, sensatos y siempre, pensando en que fuesen propicios para sus fines.

Porque si algo nos ha enseñado la vida es que nuestro objetivo en ella es ser felices y, cada uno que se lo monte como más le guste.

Ser feliz; qué gran y lícita aspiración y qué pocos momentos tenemos de felicidad. Por eso nos buscamos alivio en la distracción, en la diversión, en el “happy happy”, en el descanso y en la relajación; ¿por qué no? Y ahora que de todo hay grandes ofertas a precios muy ajustados, incluso acudiendo a la realidad virtual que casi te teletransporta a paraísos digitales, ya que con la pandemia, pues viajar se ha puesto muy chungo.

¿María engañó a Marta para coger el macuto y salir de casa hacia Compostela? Como Moisés engañó al pueblo judío para salir de Egipto, cruzar el Mar Rojo y el desierto del Sinaí. Así se rebelaron en Masá y en Meribá. Y así, de vez en cuando Marta se rebelaba a María haciendo una sentada en alguna de las paradas.

¿Qué es ser feliz? Parece como si consistiera en un perpetuo Nirvana de relax. ¿O no?

Los psicólogos han hablado mucho de esto, de los estados de relajación, de olvido de sí y de cómo casi buscar la felicidad, aunque sea por medios químicos con las drogas de abuso.

En la primera parte del Camino hacia Santiago, al menos había sendero, indicaciones y lugares de descanso, pero, sobre todo Marta era la que estaba al mando. Pero ahora, lo que parecía el final, Compostela, resulta que es la etapa previa al final de un Camino que termina en un pavoroso abismo sin fin y, además, resulta que una intuición sin evidencias requiere que Marta deje el mando para dárselo simple y llanamente “al viento”, que sopla cuándo y cómo quiere.

Para alguien que vive razonablemente bien, jugárselo todo a una carta se puede considerar ridículo. Para aquel que mal vive, casi no pierde nada y, por probar…

Pero, en cualquier caso, la donación de sí y la negación de sí es un suicidio mental.

A donde quiero llegar es al callejón sin salida al que llegó el joven rico, el cual, haciendo una ponderación coste de oportunidad para él, que vivía bien, renunciar a todo eso y seguir a alguien que “no tenía dónde reclinar la cabeza”, era de un coste extremadamente elevado respecto de la oportunidad de algo, que no estaba nada claro en qué consistía.

Dicho de otra forma, si subir a bordo de la barca, aceptar cruzar la segunda puerta puede ser el lógico resultado de un sesudo análisis coste de oportunidad, ya garantizo yo que no merece la pena, simplemente no compensa lo que se pierde respecto de lo que se podría ganar.

La cosa no va de análisis intelectual, aunque la teología va tan sobrada de argumentario, que puede llegar a justificar intelectualmente la decisión. Pero supongo que es un proceso tan complicado, que antes de que se me seque el seso, prefiero ni intentarlo.

Para intentar explicar, no obstante, la base de la decisión de embarcar, voy a tratar de acudir a lo que en Economía se entiende como economía de escala. Cuando una empresa arranca un proceso productivo, lo hace con una tecnología y con un modelo de negocio determinado que permite disparar las ventas y hacer el negocio rentable. Y así comienza una curva ascendente de beneficio con un razonable “coste beneficio”, es decir, grandes ganancias a cambio de razonables inversiones y costes de producción. Pero con el paso del tiempo, asoma por el horizonte el fantasma de la ley de rendimientos decrecientes, que establece que cada vez supone más esfuerzo inversor y de costes de producción para mejorar cada vez en menor proporción las ventas y los beneficios, hasta que se llega a un asintótico estado de parálisis y declive del negocio, entrando claramente en pérdidas insostenibles.

Todo esto llegaría al desastre salvo que los departamentos de investigación y desarrollo no conciban nuevas tecnologías y modelos de negocio que permitan innovar y lanzar nuevas líneas, rompiendo literalmente los estándares del sector. A esto se denomina la ley de rendimientos de escala, es decir, cuando se crea algo nuevo y se encuentran nuevas soluciones a viejos problemas, la empresa se dispara y sobre la base de un nuevo paradigma, vuelve a incrementar sus ventas y sus ganancias.

Mutatis mutandi, lo que se le plantea a la mente en el embarcadero es básicamente esto, un radical cambio de escala, que consiste en lo que hemos comentado sobre las señas de identidad, “creer para ver”, “perdonar para soñar” y “amar para vivir”. No es ningún giro, ni cambio de rumbo o de paradigma, no. Es simplemente una expansión descomunal del alma, una divina revelación que permite vivir la fe de un modo absolutamente nuevo. Es la transformación de las potencias, del entendimiento en fe, de la memoria en esperanza y de la voluntad en amor.

San Juan de la Cruz en la Subida al Monte Carmelo, refiere que hay dos formas de vivir la fe, la primera de un modo imperfecto, regulado por la inteligencia, donde Marta afirma creer y la segunda totalmente sobrenatural, donde la inteligencia ya no puede funcionar y María toma auténtica consciencia de que Dios le ama. Es la diferencia entre saber y ser consciente. Aunque imperfecta, la primera forma no es baladí, porque entre otras cosas constituye el motor, el impulso y la fuerza que han tenido tanto Marta como María para llegar a Finisterre. Es decir, es un modo, una forma, absolutamente imprescindible para llegar nada menos que al fin del mundo, al fin de las posibilidades de la propia persona.

Y ahora voy a decir algo que puede ser rompedor. En mi experiencia, creo que Finisterre es el final, no sólo del Camino de Santiago, que es el convencional camino trazado desde el modelo católico de vida de fe. Es el final de todos los caminos que pretenden llegar a la intimidad de Dios. Es el final de todos los caminos en los que el motor del impulso es la voluntad humana y el desarrollo de las virtudes y los talentos. En suma, es el punto al que se puede llegar echando el resto de “todo lo que el ser humano es capaz”, como inteligencia, capacidad espiritual y emocional. Y a este punto convergen todos los sistemas de creencias, todos los caminos, el oficial de Santiago y los de las otras culturas y religiones cuyo destino es la Trascendencia del Ser, el Nirvana.

Non plus ultra. No se puede ir más allá. Porque a partir de allí, de ese acantilado, la mente, el “yo” tiene que agachar la cabeza y aceptar, sin comprender, todo lo que de modo sobrenatural pueda acontecer en la persona.

Y la razón es muy simple, a partir de aquí, si se decide subir a bordo, todo lo que suceda, para las potencias y capacidades humanas va a ser, va a estar envuelto de una completa oscuridad, razón por la que San Juan de la Cruz denomina noches al conjunto de pruebas de fe, porque para la inteligencia la fe es ciertamente oscura, una luz tan brillante que quema la retina de los ojos de la mente, como quedaron quemados los ojos de San Pablo en el Camino de Damasco y no conseguía ver nada..., que no fuera Dios, como refleja el Maestro Eckhart en sus sermones “El fruto de la nada”.

En suma, la fe es un hábito del alma, cierto, pero también oscuro incluso para la propia alma. Esta oscuridad tiene su origen en la descomunal desproporción entre las posibilidades de la mente y la infinitud del brillo de Dios.

A oscuras y segura,
por la secreta escala, disfrazada,
¡oh dichosa ventura!,
a oscuras y en celada,
estando ya mi casa sosegada.

En esta segunda lira de la Noche oscura de San Juan de la cruz, el alma reconoce esa seguridad y esa oscuridad en la que Dios la sumerge. Pero a pesar de todo, la ventura es dichosa y la casa queda sosegada. No hay duda, no hay temor, solo sosiego.

En suma, cuando el ferviente deseo del alma de subir a bordo consigue romper el muro de miedo y duda de la mente, hasta ella (la mente) queda callada, acepta la oscuridad y acepta subir hacia no sabe dónde.

Cesan aquí ya cualquier decisión basada en un análisis, en un proceso de verificación, de pros y contras, de pérdidas y ganancias. Nada de esto sirve para nada. Porque cuando la voluntad queda transformada en amor, ese amor, que es simple y llanamente la voluntad de Dios, se convierte esta vez de verdad, en el impulsor, en el propulsor de la vida espiritual.

Déjate amar por Él

Sin casi darse cuenta, Marta y María han pasado de “saber que Dios las ama” a “ser conscientes de que Dios las ama” y la Gran decisión, “dejarse amar por Él”.

Marta sometida, conforme y humillada, reducida a su posición y rol durante este mundo, que es en las cosas de la casa, en el trajín diario, mientras María, como siempre embobada, dejando que Dios, que comienza ya a ser ella misma, tome el mando de su vida.

Hay una forma tan sencilla como desconcertante de abordar esta humillación mental, volver a ser como niños, volver a llamar Abba (papaito) a nuestro Padre celestial. Esto supone desaprender muchos de los estereotipos y arquetipos de vida que hemos ido adquiriendo a través de la educación. Reconocer que “sólo sé que no sé nada”, como afirmaba Sócrates, es tan duro, que muy pocas personas son capaces de aceptar tan humillante realidad, tanto más cuanto que los años de edad superen los cuarenta, cincuenta o sesenta, como es mi caso. Y sin embargo, esto es lo que proclama Santa Teresa de Liseux cuando describe su “Caminito”, el camino de la infancia espiritual, porque en el fondo, Marta y María se enfrenta en el embarcadero, ante un completo “reseteo” de la personalidad, de la mente, del corazón y de la propia alma. Es una regeneración, una transfiguración simplemente total. Nada de lo anteriormente vivido sirve de mucho y todo va a ser nuevo, como nueva es la apasionante aventura de aprender a andar a un niño de no más de un año de vida, que, a cada paso, su piececito tropieza y cae.

Digamos que para recorrer la primera parte del Camino, las tres primeras moradas, el macuto de experiencias y conocimiento de la vida, tanto material como espiritual, puede serle útil tanto a la mente como al alma, tanto a Marta como a María, porque hay mucho de meditación de reflexión, de fábrica intelectual para llevar a cabo el Camino, hay que saber leer mapas, reconocer los signos y marcas de los senderos, las distancias, los albergues, cómo aliviar las ampollas y rozaduras del calzado y, en fin, un sinfín de detalles que son útiles para recorrer el compostelano peregrinaje. Aparte, con cada día, con cada etapa, la mente va adquiriendo experiencia y aprende a resolver errores que le provocaron más de un problema. Y cuando más experiencia y sabiduría intelectual alcanzan mente y alma tras recorrer cientos de kilómetros o décadas de vida de oración, en el embarcadero y para tomar la barca y comenzar la marítima singladura, resulta que todo eso no sirve ya para nada.

Santa Teresa lo asemeja a sobre cómo regar el huerto, primero mediante la extracción de agua de un pozo, con el esfuerzo físico que supone subir los cubos de agua, aunque con la experiencia aprende cómo aplicar poleas y polipastos. Después, mediante la fabricación de un conjunto de canales y arcaduces que permiten llevar el agua de arroyos lejanos al huerto. Por último, el simple riego tendido directo del mismo río. Y ahora todo eso ya no es necesario, porque simplemente es la lluvia la que riega directamente el huerto sin que el alma tenga que esforzarse.

Estamos en otro contexto, como cuando, aun siendo un experto conductor, te subes a un avión que, un piloto que no conoces, te va a llevar a la ciudad de destino sin tú saber cómo se pilota el aparato.

Es que este es el gran cambio de paradigma, dejarse amar por Dios. O como diría Lao Tse: “no hacer nada para que nada quede sin hacer”.

Es por eso por lo que el período de tiempo que la persona permanece ante la barca antes de subir o retroceder y regresar, no es un tiempo de espera, sino que es la expresión de todo un proceso de toma de consciencia ante el infinito, ante Dios, ante el Tao de los orientales.

Como ya no valen los razonamientos ni técnicos, ni de coste oportunidad, ni filosóficos, ni siquiera teológicos, la persona se enfrenta a un cambio de enfoque de la vida misma. Hasta ahora Dios, el Misterio, la Divina Realidad, el Tao, ha estado ahí, enfrente, en el templo, en el altar, en el Cielo, en el Sagrario, pero siempre fuera de sí, fuera de “yo mismo”. A Él acudíamos, a Él manifestábamos nuestras cuitas y anhelos. Ahora, esta pequeña y frágil barca es el vehículo para ponernos en brazos del Océano, donde todo fluye y todo está quieto, a la vez.

El Tao

Para los orientales, hay un flujo en el Universo que se llama Tao. El Tao fluye lentamente, pero nunca para, manteniendo las cosas del Cosmos en orden y equilibrio. Se manifiesta a través de cambios de estaciones, ciclos vitales o mutaciones de poder u orden. El Tao es la Ley de Todo. El que sigue al Tao se hace uno con el Tao. Además, conviene comprender el Chi (término chino para ‘vapor, aliento o energía’), porque el Chi y el Tao van de la mano, ya que el Chi es la energía que circula en el Universo, por lo que se puede decir que el Tao es flujo de Chi.

El concepto del Tao se basa en aceptar que la única constante en el Universo es el cambio y que debemos aceptar este hecho y estar en armonía con ello. El cambio es el flujo constante del ser al no ser, de lo posible a lo real, yin a yang, femenino a masculino. El símbolo del tao, llamado Taijitu, está constituido por el yin y el yang confluyendo en un círculo.

Así que, tanto desde la espiritualidad occidental como oriental, se llega al mismo punto, al Océano de lo No Manifestado, del Tao para ellos, de Dios para nosotros. Pero como reza un viejo proverbio veda: “Uno sólo existe, que los sabios denominan con diferentes nombres”.

Aquí, ante la barca, en el embarcadero, ya da igual cómo denominemos a Aquello, al Misterio, porque lo ineludible es que el alma y la mente se enfrentan al Todo, a la Eternidad, a lo que antes “se pensaba” estaba ahí fuera, cuando en realidad está en lo más íntimo del propio ser, porque en realidad formamos parte de la misma esencia. Si Dios es el mar, el Océano, el agua, nosotros, nuestro cuerpo, aun bastante más denso que el agua es, sin embargo, en un 70% agua intra e intercelular. Estamos hechos de la misma esencia, somos su misma esencia.

De esto, de tomar consciencia de esta realidad, depende la Gran Decisión de embarcar o no. Y como a esta evidencia no puede la mente llegar a fuerza de discursos, ni siquiera teológicos, sólo queda abrir la mente, el alma y el corazón a Aquella Realidad, para que nos inunda, nos invada, “venga a nosotros Tu Reino” y “hágase Tu Voluntad”.

Y lo segundo, si hasta ahora cada cual vestía sus atuendos, casullas, hábitos naranjas, chilabas y demás oropel, a la barca NO se puede subir vestidos. Hay que quitarse TODA la ropa y subir desnudos, que significa que tenemos que renunciar a “todas las cosas de nuestra vida, tanto materiales, como intelectuales y espirituales.

Es decir.

Transformar la mente en fe.

Transformar la memoria y el conocimiento en esperanza.

Transformar la voluntad en Amor.

Esas son las tres condiciones que San Juan de la Cruz impone como sinequanon, para iniciar la subida final al Monte Carmelo, para subir a bordo de la barca.

En otras palabras, transformar nuestras potencias en virtud, porque para la singladura, las potencias no valen, porque todo lo hace Él.

Por eso y, con todo, la decisión de subir no puede venir de nosotros, de nuestro impulso y deseo. No, no puede venir, porque estamos ante el final de la búsqueda. Por el Camino a Compostela, sabíamos, más o menos, qué buscábamos, a dónde nos dirigíamos o, eso nos habían contado nuestros mayores.

A partir de que subamos a la barca, ya no podemos saber qué buscamos ni a dónde nos va a llevar el navío. Nos convertiremos en una maleta, un equipaje que una oculta mano llevará de un lado a otro, de un destino a otro. Y eso a la mente, a Marta, como no le va a hacer ninguna gracia, no podemos contar con ella para tomar la decisión. Y la pobre María, como debe estar también bastante asustada ante el panorama, tampoco creo que pueda tener los arrestos suficientes como para decidirse.

Hace falta la llegada del práctico del puerto, del embarcadero.

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Autor: José Alfonso Delgado

Nota: La publicación de las diferentes entregas de La Física de la Espiritualidad

se realiza en este blog, todos los lunes desde el 4 de enero de 2021.

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