9/9/19

Distopía y realidad (Proyecto Consciencia y Sociedad Distópica)


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El blog El Cielo en la Tierra publica todos los lunes, desde el 3 de septiembre de 2018, una entrada relacionada con el Proyecto de investigación Consciencia y Sociedad Distópica. Por medio de la web del Proyecto se puede tener información detallada sobre sus objetivos y contenidos y cómo colaborar con él:
http://sociedaddistopica.com/
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La realidad de las sociedades actuales converge, aunque en escalas ligeramente más bajas, con los discursos literarios distópicos, en los que se acrecienta el estado más vulnerable del hombre y su tendencia instintiva al salvajismo en pos de “defender” su vida. Por la intermediación del lenguaje, por la circunstancia, en términos lacanianos, de ser hablados por éste, y por la ideología de los escritores, resulta inevitable la traducción de sus premoniciones o intuiciones “reales”, a partir de la visión aguda, llevada a extremos insospechados, del hombre social que observa y es, hacia el discurso literario que construye; que, probablemente por la llamada Weltanschauung, necesite imperiosa e irrevocablemente construir. En un espacio literario, en un tiempo sin especificación, pero que puede remitir tanto al pasado como al pronóstico del futuro social, el escritor produce una movilización a partir de la irrupción de una aventura pesimista, aunque secundado por el narrador a través del cual pone énfasis en un argumento ficcional en el que los personajes actúan su esencia comunicativa en una sociedad pulverizada por la prefabricación o por la desesperanza.


Si consideramos que la sociedad marxista es tan utópica y deseable como irreproducible, ¿podemos aventurar, de igual modo, que las distopías narrativas se alejan de las miserias humanas no reprimidas de la empírica de nuestros tiempos? ¿Es igualmente factible que el hombre deje de priorizar su poder económico y la explotación sobre los otros, que el mismo hombre u otros se abstenga de develar su ego y su maldad aun desde un armado discursivo que persigue y repone en sus prácticas sociales? En una primera aproximación, entonces, parece que si hablamos de utopía estamos refiriéndonos a un irreal forzoso. En cambio, si hablamos de distopía reseñamos una narración que, basada en la realidad del ser humano, retoma lo que ya existe, lo que se ve, lo que se escucha, lo que sucede en las calles superando tantas veces y, como se dice, la mismísima ficción.

Repasemos los conceptos que nos convocan; algunas obras que replican, aunque soslayadamente, una visión mustia, pero no menos desdeñable, de las sociedades y de la descomunión de los hombres en interrelación; para dejar, finalmente, un interrogante abierto que nos permitirá seguir reflexionando acerca de la función de los escritores de estas novelas, de los lectores modelos que exigen los textos y, específicamente, de la presumible función de estos relatos que, subrepticiamente, como si fuera la parte hundida del iceberg, en los términos de Ernest Hemingway, se encriptan en las secuencias argumentales de la historia, aunque pueda presumirse que son más “inmensos” que aquélla.

Úrsula K. Le Guin1 (2015) indaga los conceptos de utopía y distopía a partir del símbolo de Yang-Yin. En este sentido que, por ahora, podemos adivinar más sociológico que literario, nos dice: Cada medio contiene en su interior una porción de la otra, lo que significa su interdependencia completa e intermutable continua. La cifra no es estática: cada mitad contiene la semilla de la transformación. El símbolo representa un proceso. Puede ser útil pensar en la utopía en términos de este símbolo chino, sobre todo si uno está dispuesto a renunciar a la suposición habitual de que yang es superior a ying en lugar de considerar la interdependencia e intermutabilidad de los dos como la característica esencial del símbolo. (…) Yang es control, Ying, aceptación. (…). Tanto la utopía como la distopía suelen ser un enclave de control máximo rodeado de un desierto. (…) Los buenos ciudadanos de la utopía consideran que el desierto es peligroso, hostil, inhabitable; en cambio, los distópicos aventureros y rebeldes consideran que representa el cambio y la libertad. Así se observa la intermutabilidad del Yang y el Ying: el desierto misterioso, oscuro, rodea a un lugar seguro, brillante y abierto. (…) En el último medio siglo, este patrón se ha repetido tal vez hasta el agotamiento.

Sin embargo, la autora señala que obras que consideramos distópicas rompen este patrón de la interdependencia. Refiriéndose a Un mundo feliz, de Aldous Huxley, y a 1984, de George Orwell, considera que hay un dominador, el Yang, que siempre busca negar su necesidad del Ying: “[Los autores] presentan sin concesiones el resultado de la negación de éxito. A través del control psicológico y político, estas distopías han logrado un estatus no dinámico que impide cambios. El equilibrio es inamovible; el uno, abajo; el otro, arriba. Todo es yang siempre”. Propone, finalmente, que la adaptabilidad humana y la supervivencia exigen la aceptación de la modificación y la imperfección, un cambio de yang por ying, “la paciencia frente a la incertidumbre, la improvisación, una amistad con el agua, la oscuridad y la tierra”.

Sin desechar el paralelismo de la autora que, por otra parte, hemos sugerido en el epígrafe, creemos que la interdependencia se contrapone al ansiado equilibrio propugnado. Así como lo uno existe por lo otro; solo lo uno y lo otro divididos admiten la supervivencia de ambos. De todas formas, precisamente es en las distopías literarias mencionadas por la autora, y en aquellas cuyas síntesis argumentales repondremos, en las que —aunque en el escenario narrativo prepondere ese Yang, ese statu quo en el que el desequilibrio es la regla y la nivelación igualitaria de los actantes la excepción—, puede percibirse ese intento para que el Ying fuerce su entrada, para romper, aunque frecuentemente sin éxito, con la imparcialidad y la “injusticia” de los personajes que pueblan el discurso literario.

Ya Platón, en La República, nos dice Susana Merino3 (2012) en De utopías y distopías, “trazaba los lineamientos para el gobierno y la organización de una sociedad ideal, pero fue, desde luego, Moro quien en el siglo XVI avanzó en la descripción de una isla ficticia en la que imaginaba la conformación de una comunidad pacífica (…)”. Luego de señalar las ideas utópicas de Leonardo da Vinci, inaplicables en su momento, pero precursoras de tecnologías concretadas posteriormente, se centra en la inclinación distópica del mundo; es decir, lo que recogen los escritores que reponemos al fragmentarse y focalizarse en la visión aguda de la realidad imperante, dibujando un relato yang que se lee durante, sobre y debajo del que podemos llamar relato madre, el más asequible al lector empírico que puede obviar lo que a un lector modelo le permitiría apoblarse en el texto y cooperar, incluso más allá del acto de la lectura: Ante la amenaza de encontrar restricciones a [las] ganancias o dificultades en la apropiación y concentración de la riqueza (…), ante el temor de las reacciones sociales que comienzan a incrementarse, a multiplicarse y a difundirse por todo el orbe, lo que siguen creciendo y profundizándose son los estados policiales basados en el control de todos y cada uno de los ciudadanos con métodos cada vez más sofisticados y leyes represivas orientadas a minimizar esos riesgos; es decir, lo que ha dado en llamarse las distopías.

Desde un punto de vista cinematográfico, igualmente aplicable a la narración, que se vale de la palabra para mostrar lo que, con sus gestos, reponen los actores, María Josefa Erreguerena Albaitero4 (2008) centra la búsqueda conceptual de lo distópico con una metodología que particulariza en las dos formas de los escenarios del futuro. El primero es la ciencia ficción, mejor llamada ficción científica,5 donde ubicamos los espacios literarios futuristas o premonitorios, y el segundo, la prospectiva, “las preocupaciones de la sociedad en el tiempo de realización de la película [o del texto literario]”. Sin perder de vista el foco conceptual que buscamos, repondremos la concepción de distopía de la autora: La palabra utopía significa etimológicamente “no lugar”; es una ficción de una sociedad inexistente. Por su parte, distopía significa lo “no deseable”. En la ciencia ficción narra las aventuras de un héroe (desde la perspectiva del autor) que intenta crear conciencia sobre cierto problema o limitación de las instituciones presentes proyectadas en un futuro no deseado.

Nos acercamos a la visión que requerimos para abocarnos a la exposición textual, literaria, de lo distópico. Sin embargo, encontramos una limitación en la propuesta precedentemente citada por cuanto, si bien la ficción científica anticipa un futuro tecnológico o científico inexistente, la distopía puede adoptar el nivel estilístico de la ficción científica o no hacerlo; es decir, también puede trazarse desde una visión regresiva. En efecto, desde una perspectiva que adopta el autor, desde su cosmovisión acerca de que los hombres, lejos de propender a un progreso, a un futuro de mejor o peor convivencia, evolucionan en el marco de sociedades tecnológicas involucionando, a su vez, hacia estados más salvajes y primitivos de comportamiento, estados de los que brotan los sentimientos negativos potenciados por la conflictiva presentada en el relato, cuyo desarrollo suele mostrar cuán capaces son los “personajes” (o los hombres) de operar una brutalidad dormida, acaso recogida y sostenida por los contratos sociales y las normas que rigen la convivencia entre los seres en virtud de las cuales la libertad de los unos termina donde comienzan las de los demás. Es entonces, en el estado de presión, de barbarie, de descontrol de ese yang del que nos habla Le Guin, en el que el institucionalmente contenido ser humano se deshumaniza, se desprende, sin el temor del panóptico de la sanción, de todo acatamiento.

Sin embargo, podemos reconocer, por una parte, la unidad entre la ficción científica y la distopía, en la novela ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, de Philip Dick (1968). En este texto se construye un mundo cubierto de polvo radioactivo, tras una guerra nuclear que ha matado a casi todos los animales, por lo que los habitantes tienen mascotas eléctricas. El protagonista, Rick Deckard, ex policía y experto cazador de androides renegados, tendrá que retirar a un grupo de androides de última generación cuya peculiaridad es ser prácticamente idénticos a los hombres, y que han llegado a la Tierra como fugitivos de una colonia espacial por las condiciones a las que estaban sometidos. La distopía que, en este caso, se presenta en el género ficción científica, se luce claramente en la presentación de un mundo desolado; lleno de departamentos vacíos, en ruinas; en el que todo se deteriora progresivamente por la circunstancia de que la Tierra está siendo abandonada; la gente busca emigrar y la ONU estimula a que las personas dejen el planeta. Algunos fragmentos de esta novela nos situarán en la atmósfera gris del constructo narrativo: Kippel son los objetos inútiles, las cartas de propaganda, las cajas de cerillas después de que se ha gastado la última, el envoltorio del periódico del día anterior. Cuando no hay gente el Kippel se reproduce (…) cada vez hay más. (…) Nadie puede vencer al Kippel, salvo, quizás, en forma temporaria y en un punto determinado, como mi apartamento (…). Pero algún día me iré, o moriré, y entonces el Kippel volverá a dominarlo todo. Todo el universo avanza hacia una fase final de absoluta Kippelización… Este ensayo terminará, la representación también, los cantantes morirán y finalmente la última partitura de la música será destruida de un modo u otro, el nombre de Mozart se desvanecerá y el polvo habrá vencido, si no es en este planeta en otro cualquiera. Solo podemos escapar por un rato. Y los andrillos pueden escapar de mí, y sobrevivir un rato más. Pero los alcanzaré o los hará otro cazador de recompensas. En cierto modo —observó—, yo soy parte del proceso de destrucción entrópica. La Rossen Association crea y yo destruyo. O al menos eso debe parecerles a los androides.

Por otra parte, se presenta claramente esta intencionalidad de involucrar al narrador con la perspectiva y la Weltanschauung, del autor, en Ensayo sobre la ceguera, de José Saramago (2007). En efecto, la ceguera progresiva en los habitantes del texto, que se presume contagiosa, se manifiesta, inicialmente, como el mal de unos pocos a los que otros, utópicamente o desde su bondad equilibrista ying, amparan con la solidaridad y la omnipotencia propia que enarbola la ayuda al semejante; más tarde, cuando la tensión narrativa se acrecienta, cuando los ciegos son múltiples, las instituciones estatales los aíslan en un centro de salud psiquiátrica. Aggiornados a la convivencia previa a la ceguera, procuran organizarse y distribuir los alimentos que, sin entrar al lugar, las autoridades acercan a las rejas del nosocomio. Hasta que la proliferación de ciegos es tan grande que son olvidados y reciben abastecimientos reducidos. Se generan los bandos. El de los que resisten y reprimen su salvajismo y el de los que, apropiándose del poder a través de la amenaza y la vejación, reconocen esa suerte de estado de sitio, la anarquía, la posibilidad de deslindarse de convenciones y crear las propias reglas basadas en el egoísmo, la ferocidad, la violación de las mujeres del bando de los pasivos como condición para que puedan llevar la comida acopiada al sector al que pertenecen. El hambre los ciega. La catástrofe los ciega. Y los lectores, hasta entonces, quizás ciegos, vemos quiénes somos o, más precisamente, quiénes podemos llegar a ser. Se escapan, caminan tanteando las paredes hasta encontrar supermercados donde incluso ya alguien antes se lo llevó todo, salvo unas latas en el depósito. Salvo unas latas que son tan difíciles de abrir sin ver. ¿Qué nos muestra el narrador que esconde al autor? ¿Una ficción o una visión aguda de la realidad de las sociedades contemporáneas, posmodernas y pos-posmodernas? ¿Distopía y realidad no se conjugan? Si, invariablemente, se conjuga la realidad del mundo con la construcción de una narración cualquiera sea, ¿cómo pasar por alto el alerta, en nuestra condición de lectores modelo, sin afincarnos allí donde la historia que entretiene está tejiendo una telaraña por cuyos agujeros nos estamos cayendo? ¿Pesimismo? No. La vida es esperanza, a pesar de las novelas. Pero la vida también es buscar quiénes somos, en los libros y en la experiencia de atravesarla y dejarnos atravesar por ella. Y por la muerte que, como en la distópica novela de Saramago (2006), Las intermitencias de la nombrada, deja de existir y se atestan los hospitales, se prolonga la agonía de los enfermos; se desea, por cansancio, por espera innombrable o por la simple asimilación, partir a otro mundo en el que, tal vez sí, tal vez no, pero tal vez sí, exista la posibilidad utópica de una comunidad.

¿Por qué existe la felicidad, esa que muchos definen como efímera, instantánea, presurosa por irse? ¿Porque existe la infelicidad, la antropológicamente llamada vida “como eterna resolución de conflictos”? Un mundo feliz, de Huxley, es el título paradojal que, si no responde a estas preguntas, ya retóricas, recrea las respuestas en una ficción científica en la que traza una filosa sátira del mundo contemporáneo, aunque con el vértigo de la falta de hipocresía, “a través de su prodigiosa sensibilidad (…), las contradicciones sociales y humanas, señalando [los males y el sufrimiento que los hombres se autoinfligen]”. ¿No se elaboran, acaso, desde condiciones vulnerables de seres reales, discursos que los construyen desde el estigma de una posición difícil de revertir? ¿No son acaso los doctores, los titulados, los certificados y, lo que es peor, los delincuentes con guantes de seda, como se dice, los que también están favorablemente ubicados en el rango de un poder hacer, transformarse y crecer mejor? ¿Cuál si no este es un mundo infeliz? ¿Con qué ojos no ciegos se puede obviar que hay árboles que no por erguidos viven y que, por el contrario, están muriendo o han muerto ya?

En una misma línea de razonamiento, no es difícil pensar, ahora desde Fahrenheit 451, de Ray Bradbury (2013), que es deseable para muchos que los libros no existan para que tampoco existan las distopías que se despliegan en la ciudad oculta de sus argumentos, en el devenir de unas historias, en apariencia entretenedoras, que profundizan sobre el avatar de la humanidad: la tendencia de buscar un lugar de privilegio y superioridad y, desde allí, configurar el laboratorio de los pensamientos y las necesidades de los hombres.

Como sea, ya no es posible. Aun si se quemaran todos los libros del mundo, aunque nos vigilaran pantallas gigantes que acaparasen todas las paredes, la libertad de pensamiento impide la maniobra del apoblamiento distópico porque siempre alguien recordará, siempre alguien no olvidará y transmitirá lo que ha leído, lo que ha aprendido, lo que sólo encenderá el fuego del aprendizaje, de la necesidad del escritor que, si no dirá, escribirá en sus renglones mentales que es necesario ver la realidad para entender la distopía narrativa, como imperioso es detener, en la realidad, el juego de la ceguera cuando en esa distopía, desde cada ojo, en apariencia vacío, de las o, se produce un guiño, una apertura, un interrogante que reinicia un libro, precisamente, cuando ya lo terminamos. Y así la idea reencauza su rumiar: reconocemos que en un impasse selvático, que puede irrumpir cuando la potencialidad dormida se torna operativa, el Leviatán, el Contrato Social, la Sociedad Civil o la Carta Magna se reescriben y, como bases de un palimpsesto, y sobre ellas, ciertos e inciertos hombres vuelven a devenir —retrocediendo en la evolución cultural y sin cambios anatómicos— en los lobos enemigos de otros hombres afrentados por aquéllos.

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Autora: Gisela Vanesa Mancuso (Escritora, técnica superior en redacción y abogada. Ha coordinado talleres literarios y ha sido distinguida en numerosos concursos)
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